GREGOR
Cualquier lector sabe que las
lecturas han influido en su vida. Entiendo por “lector” a una persona en la
época en que uno empezaba a seleccionar la letra impresa por sí mismo. (Otra
presunción: uno se aficionó a la literatura en algún momento anterior a aquel
en que la narración leída al acostarse fue sustituida por la media hora delante
de la Caja). La
adolescencia es el período decisivo en el que el poeta y el escritor de ficción
intervienen en la formación del yo en relación sexual con los otros, al sugerir
–de una forma excitante, a veces atemorizadora- que lo que la autoridad de los
adultos ha dicho o sugerido respeto de la ordenación de esas relaciones, no lo
es todo. En los años cuarenta me inculcaron la idea de que primero conoces a un
hombre, luego ambos os enamoráis y después os casáis; hay un orden de emociones
sucesivas que engloba todo ese proceso como un paquete. Así es el amor.
Para mí, el primero en aparecer
fue Marcel Proust. El extraño pero ineluctable desorden del doloroso amor de
Charles Swann por una mujer que no era su tipo (lo cual no era en realidad
culpa suya, él se enamoró de ella tal como era, ¿eh?) y los celos del narrador,
que sigue alimentando la pista de las evasiones de Albertine.
Adiós al confeti. Aquello me
brindó nuevas expectativas sobre lo que podía significar la experiencia. Mi
aprendizaje del amor sexual cambió; de por vida. Te guste o no, así es el amor.
Terrible. Glorioso.
Pero ¿qué ocurre cuando un
elemento de una ficción no se interioriza, sino que se materializa, cuando
adquiere una existencia independiente?
Eso es exactamente lo que me ha
ocurrido a mí. Cada año releo algunos libros que no quiero morir sin volver a
leer. Este año, entre ellos estaban los Diarios de Kafka, que llevo ya
mediados. Es una lectura nocturna espléndidamente horrible.
Hace pocos días, cuando me senté
por la mañana delante de mi máquina de escribir como hago ahora, sin esperar la
aparición del duende de Lorca sino poniéndome sin más al trabajo, vi, debajo de
la delgada ventana en la que aparecen electrónicamente las palabras a medida
que las transmito a las teclas, una cucaracha. Una cucaracha pequeña del tamaño
de mi dedo corazón, la uña de una mano de tamaño medio. Si digo que no lo podía
creer me quedo corta. Pero mi primer pensamiento fue del orden práctico: sin
duda estaba allí adentro, ¿cómo pudo meterse? Di golpecitos en el cristal, en
el lugar bajo el que aparecía. Confirmó su existencia, no desplazando su
cuerpo, sino agitando a un lado y otro dos pelillos o antenas tan delgadas y pálidas
que hasta entonces no las había visto.
Me dediqué a desmontar todas las
partes de la máquina susceptibles de ser movidas, pero la estrecha ventanilla
de cristal no lo era. Consulté el manual del usuario; no se recogía en él la
posibilidad de que una cucaracha penetrara en el refugio sellado concebido únicamente
para las palabras. No fui capaz de encontrar el camino por el que podía haber
entrado, pero me dije que, si lo había hecho con su cuerpo de color marrón
brillante y sus finas antenas, podría también salir de allí cuando lo deseara. Era
ella o yo. Volvía a dar golpecitos al cristal y esta vez se movió –lo que quería
decir, ay, que estaba atrapada ahí dentro- hasta el límite extremo del espacio
accesible. También mostró unas patas torcidas como signos de interrogación.
Llamé a una amiga y reaccionó con sencillez: Es imposible. No puede ser.
Bueno, pues era. Tengo un vecino, un arquitecto joven, al que suelo ver con la
cabeza debajo del capó, mientras arregla su coche los fines de semana; lo mejor
que podía hacer era esperar hasta la hora en que se suponía que iba a volver a
su casa aquella noche. Es un manitas capaz de abrir cualquier cosa, lo que sea.
¿Qué hacer mientras tanto? Continuar mi trabajo donde lo había dejado. Transmitir
palabras que rayarían de sombras su cuerpo. Es más, la incomodidad resultante
podía provocar que el intruso se las ingeniara para encontrar el camino de
salida.
Me he acostumbrado a estar sola
mientras trabajo. No pude evitar darme cuenta de que no lo estaba; había algo
que con toda deliberación no me miraba –de todas formas, yo no podía distinguir
sus ojos-, sino que estaba implicado íntimamente en el proceso por el cual la
imaginación rebusca en la memoria y extrae de ella algo vivo.
En esos momentos sentí mi
sensibilidad aguzada, de un modo, como nunca antes lo había estado; imposible.
Noche tras noche había estado
leyendo los diarios de Franz Kafka, el subconsciente de sus ficciones, que Max
Brod no quiso destruir. Y allí está toda la génesis secreta de la creación. El
subconsciente de Kafka me guiaba todas las noches desde la conciencia hasta el
subconsciente de los sueños.
¿Había yo provocado aquella
criatura?
¿Existe otra clase de metamorfosis,
en la que no te despiertas para encontrarte transformado en otra especie,
pataleando acostado sobre tu espalda de color castaño brillante y explorando el
espacio exterior por medio de delgados sensores, sino que al imaginar un ser así
puedes crearlo, con independencia de su génesis física? ¿O puede la imaginación
convocar un ser vivo de modo que emerja del papel y se manifieste a sí mismo…?
Fuente: Gordimer, Nadine, Beethoven
tenía algo de negro, Barcelona, Editorial Bruguera, 2008.Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea. El fragmento
pertenece al cuento Gregor.
Nadine Gordimer nació en Springs,
Sudáfrica, en 1923 y falleció el 13 de julio del 2014. Obtuvo el premio Nobel
en 1991. Manifestó en su obra una posición crítica frente al régimen
segregacionista de su país y abordó la temática social.
Nota:
La conocí en alguna de mis tantas
recorridas por las librerías de la calle Corrientes. En las mesas de saldos.
Hecho que merece un párrafo aparte. Es increíble cómo funciona el mercado
literario. Se pueden encontrar grandes escritores por unos pocos pesos,
arrinconados en las mencionadas mesas,
mientras que en los anaqueles graves y lustrosos, o en un primer plano de exposición de
librerías más “serias”, se promocionan autores que figuran en el ranking de los
más leídos, que constituyen “novedades” o que han sido consagrados por una
crítica cuya honradez o solvencia, en ciertos casos, podría ser puesta en entredicho. Libros altamente cotizados que no valen gran
cosa. Pero, bueno… así funciona la libresca feria de vanidades.
Entre los amontonados sin orden
ni concierto encontré dos libros de cuentos de Nadine Gordimer, que me parecieron estupendos y una novela: The house gun (Un arma en casa), que es un maravilloso ejemplo de
análisis psicológico y moral, al mismo tiempo. Una novela inquietante, que
muestra cuán poco sabemos de nosotros mismos y de aquellos seres que
consideramos cercanos. Cómo actúa en nosotros el prejuicio y cuánto debemos de
modificar en nuestra conducta para comprender el dolor impensado que la vida,
de un momento a otro, nos presenta.
Estos hallazgos, y otros
parecidos, me llevan a concluir que la
curiosidad y la falta presupuestos - en el doble sentido de la palabra, y, al
menos, en esta materia- nos lleva muchas
veces al encuentro de valiosas sorpresas.