Como una flecha salió de su boca.
Y como una flecha tenía un objetivo preciso. Pero además de la afrenta verbal
teledirigida hubo otras señas. Gestuales, de puesta en escena, de enfoque, de
planos visuales, de movimiento de piezas. Un fenómeno complejo. Cabían dos o
más posibilidades: reenviar la flecha,
esquivarla candorosamente, desentenderse, sonreír como si tal cosa, responder
abruptamente, desequilibrase, desorientarse…
Otra posibilidad, imprevisible
tal vez: correrse y dejar que la flecha pasara de largo. Vaya a saber a dónde
iría a parar. Podría herir a un tercero
o a más de uno, podría resquebrajar la escenografía, podría quedar detenida en
el aire, flotando como un absurdo banderín, podría regresar como un boomerang.
El personaje de este breve relato eligió esta opción. Y se sentó a esperar. Y
mientras aguardaba se sintió cansado,
abatido y hasta receloso. Pero igual mantuvo su decisión. Y los años pasaron y
se volvió viejo. Entretanto la flecha andaba dando vueltas enloquecida.
Aguijoneando a unos y otros, a los tumbos, inmisericorde. Desviada de su objetivo primero, fue
sufriendo también ella un proceso de desintegración. El que se suponía agravio se transformó en patético
artefacto o simple herrumbre.
El personaje se sentó bajo un
árbol ¿el de la vida? Ya poco podía esperar porque era viejo. Y sin embargo
pudo asistir al amanecer y al ocaso. Así, con la rapidez de una saeta. El sol
en lo alto y su resplandor sobre la oscuridad de la tierra.
Y entonces contempló sus manos, que estaban limpias, y
con ellas trenzó una luz silenciosa.