domingo, 22 de abril de 2012

LOS LIBROS Y LA FERIA DEL LIBRO


Ha comenzado la Feria del Libro. Se inauguró con discursos de contrario cariz de parte de los representantes de la ciudad y de la nación. Al igual que el año pasado en que se cuestionó la participación de Vargas Llosa en la apertura y eso dio pie a dimes y diretes de uno y otro sector, la feria comienza bajo el signo de la intolerancia y el encono, que no proviene del contenido de la letra impresa sino de factores ajenos a la literatura.
Se supone que una feria de libros es un lugar donde se  difunden y venden  libros escritos por un variado espectro de autores, de distintos países, épocas, temáticas, géneros, estilos e ideologías. También  constituye un espacio donde se promueve la lectura, que es una actividad que tiende a la apertura. Un libro es una suerte de ventana abierta al pensamiento ajeno y plural, al conocimiento de diversos ámbitos y problemáticas, a la pasión con que alguien se enfrenta a una página en blanco con el fin de volcar en ella algo tan apreciado como su irrenunciable vocación de crear. La feria, como espejo de una sociedad, refleja asimismo un estado de cosas.
Año a año he ido perdiendo las ganas de concurrir a la feria; pérdida de interés que aqueja también a muchos otros lectores y aun  a  hacedores del quehacer cultural. Debo  aclarar que no me resultan atractivos los megaeventos. Prefiero recorrer librerías sin tanta gente haciendo ruido a mi alrededor, sin olor a tostados o a choripán, con vidrieras bien provistas de libros pero sin luces de bengala. Pero además hay otros motivos por los cuales no me resulta atractiva. Motivos que tienen que ver con discrepancias profundas con el sistema mercantilista que nos devora día a día, sin que muchos, -cada vez hay menos lectores de las entrelíneas o del trasfondo de la realidad- lo adviertan, y que también ha  pasado a formar parte de la órbita de la cultura. Los vicios de un sistema donde entran en juego múltiples intereses, y hasta prebendas, se han extendido como una poderosa infección.
No obstante casi siempre me doy una vueltita por eso de que todo hay que verlo para creerlo o descreerlo.  Porque además amo los libros y en el fondo, si no concurro me siento en falta con ellos. Desde chiquita intuí que eran una invalorable compañía y que en ellos encontraría, entre otros muchos dones,   la fantasía, que no es  lo opuesto a la realidad sino  lo complementario y afin. En mis juegos infantiles siempre estaban presentes los personajes de los cuentos leídos o contados y a veces hasta soñaba con corporizarlos en mi persona. A los quince años lloré, tratando, en medio de las disyuntivas morales que me planteaba – muy intensas para una adolescente-   de entender las  razones del protagonista de Crimen y castigo. Hoy, después de mucho camino recorrido, los libros siguen siendo un lugar de solaz, pero también la instancia del replanteo, de las encrucijadas éticas y estéticas, de la rebeldía  e incluso, y por sobre todo, de la revelación. El que no lee es como el que no ve, no porque sea invidente –ellos pueden leer y hasta tienen un código para hacerlo-, sino porque son ciegos en el sentido de tener  mermada su competencia intelectiva y emocional.  Los que  andan a tientas por el mundo, llevándose por delante lo que está a su paso sin poder discernir entre un acto libre y un acto condicionado, entre lo oscuro y lo claro, entre la ficción y la realidad.
Como educadora que he sido y sigo siendo me entristece ver a niños mendigando por las calles.  Y me emociona positivamente ver a personas, de  distintas edades, absortas ante las páginas de un libro mientras viajan en cualquier medio de transporte.


martes, 17 de abril de 2012

ERNEST HEMINGWAY: Muerte en la tarde


Como tantos otros lectores me he sentido atraída por las novelas y cuentos de Ernest Hemingway. También por   su experiencia de vida, tan singular por cierto, que él  cuenta y describe con  indudable encanto en París era una fiesta.
Casi azarosamente di con este libro del cual transcribo fragmentos. Lo compré creyendo encontrar en él una novela y me sorprendí al descubrir un conocimiento tan pormenorizado sobre las corridas de toros y el mundo que rodea esa competencia cruenta que él designa como “arte”. Para quien le interese el tema es un libro muy ilustrativo y para quienes, como yo, solo conocemos el tema superficialmente pero admiramos el  modo apasionado  que subyace en la escritura de Hemingway, es una pieza  de notable interés. Resulta entretenido y trasunta todas las emociones que España despertaba en su espíritu. Un espíritu ávido. Propenso al vértigo  de una vida intensa.
Vi una corrida de toros en la plaza de Sevilla, hace ya muchos años. La crueldad y violencia del espectáculo no me tentaba, pero no quería irme de España sin conocerlo. Debo decir que aun en contra de mi repugnancia hacia ese tipo de rituales, no me arrepiento de haber asistido. Sobre todo por el interesante  muestrario social  que forma parte del   escenario de la plaza de toros. De esa visión nació el poema que publiqué en la entrada anterior (Ruedo). Muchos años después, el texto de Hemingway me llevó de regreso a ese viejo poema. Coincidencias de la memoria y las emociones.

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La corrida es el único arte en que el artista está en peligro de muerte constantemente, y en el que la belleza del espectáculo depende del honor del torero.
En cada combate con el toro hay tres actos, y estos tres actos se llaman los tres tercios de la lidia. El primer acto, en el que el toro carga contra los picadores, es la suerte de varas o prueba de picas. (…)
El primer acto es el acto de las capas, de las picas y de los caballos. En él tiene el toro su mejor oportunidad para mostrar su bravura o su cobardía.
El acto segundo es el de las banderillas. Las banderillas son unos palos de setenta centímetros, para ser exactos, con una punta de acero en forma de arpón en un extremo, de cuatro centímetros de longitud. Hay que colocarlas de dos en dos, en el músculo que sobresale en lo alto de la nuca del toro, mientras embiste al hombre que lleva las banderillas en la mano. Las banderillas están destinadas a completar la obra de hacer más lento al toro y a regular el porte de su cabeza, operación que los picadores han comenzado ya, de manera que su ataque sea más lento, pero más seguro y mejor dirigido. Se ponen, en general, cuatro pares de banderillas. Si son los banderilleros o peones quienes las colocan tienen que hacerlo, ante todo, rápidamente y en la posición correcta. Pero si es el propio espada quien las pone se puede permitir una preparación que, ordinariamente, es acompañada por la música. (…)
La tercera y última parte es la muerte. Este tercer acto se compone de tres partes. En primer lugar, el brindis; el matador saluda al presidente y le brinda a éste o a otra persona la muerte del toro; enseguida viene el trabajo del espada con la muleta. Esta es una pieza de franela escarlata, enrollada en un bastón que tiene una punta aguda en un extremo y una empuñadura en el otro; la punta pasa a través de la tela, que se halla atada en el otro extremo con un tornillo de mariposa, de manera que queda extendida en pliegues a lo largo del palo. El matador se sirve de ella para dominar al toro, prepararlo para matarlo y, finalmente, sosteniéndola con la mano izquierda, hacer que agache la cabeza y que la mantenga baja, mientras lo mata de una estocada alta, colocada entre los omóplatos. (…)
El primer acto es el proceso, el segundo acto es la sentencia y el tercero es la ejecución.
En cuanto el toro sale al ruedo, ¿se han dado ustedes cuenta de que uno de los banderilleros corre hacia él arrastrando la capa y de que el toro la sigue, embistiéndola con uno de los cuernos? Se hace correr siempre al toro de este modo, al principio, para ver cuál es su cuerno favorito. El matador, de pie, tras su burladero, espía al toro en su carrera detrás de la capa que arrastra el banderillero y observa si sigue los zigzags de la capa hacia la izquierda o hacia la derecha, lo que quiere decir que ve con los dos ojos, o si no la sigue y con qué cuerno prefiere derrotar. Observa también si embiste por derecho o si tiene la tendencia a desviarse bruscamente hacia el hombre cuando embiste. Después de que se ha hecho correr al toro, sale un hombre sujetando la capa con las manos, lo provoca de frente, se queda inmóvil mientras el toro embiste, y mueve lentamente la capa delante de los cuernos del toro, haciéndolos pasar cerca de su cuerpo con un movimiento lento de la capa, de tal forma que parece dominarlo con los pliegues del capote y forzarlo a pasar al lado de su cuerpo cada vez que se vuelve para embestir. El hombre ejecuta esta operación cinco veces y termina con un movimiento giratorio de la capa que le hace volver la espalda al toro. Entonces corta bruscamente la embestida y lo inmoviliza en el sitio apetecido. Ese hombre es el espada y los pases lentos que ha dado se llaman verónicas, y el medio pase del final, media verónica. Estos pases están destinados a mostrar la habilidad y el arte del matador para servirse de la capa, el dominio que tiene sobre el toro y también para inmovilizarlo en un sitio antes de que entren los caballos. Se llaman verónicas por santa Verónica, que enjugó el rostro de Nuestro Señor con un lienzo y que aparece siempre representada sosteniendo el lienzo con las dos manos, con gesto parecido al que hace el torero al sostener la capa al comienzo de las verónicas. La media verónica, que detiene al toro al final del pase, es un recorte. Recorte es todo pase dado con la capa que fuerza al toro a doblarse sin haber dado toda la extensión a su cuerpo, lo para bruscamente y le impide embestir, cortando su carrera y haciéndolo girar sobre sí mismo.
Los banderilleros no deben manejar nunca la capa con dos manos en la primera salida del toro. Manejándola con una sola mano, la dejan arrastrarse, y cuando, al final de cada carrera, se vuelven, el toro se vuelve fácilmente también y no de manera brusca o en seco. El toro lo hace así porque la curva descrita por la larga capa  le proporciona una indicación sobre cómo tiene que girar y le da algo que seguir. Si el banderillero mantiene la capa con las dos manos, puede, con un gesto brusco, alejarla del toro y arrancarla de su vista, detenerlo en seco y hacerlo doblarse con tal brusquedad que se tuerza la columna vertebral; el toro dejaría de correr, no porque hubiera quedado sin fuerzas, sino porque se habría quedado cojo, y así inepto para el resto de la corrida. Por eso solo el matador debe manejar la capa con las dos manos durante la primera parte de la lidia, y los banderilleros, que también se llaman peones, no deben usar nunca la capa con las dos manos si no es para hacer un quite en una posición que el toro ha tomado y que no quiere abandonar.
El picador, con camisa blanca, corbata negra de tirilla, chaqueta bordada, ancho cinturón, sombrero redondo con un pompón al lado, pantalones de cuero grueso y, debajo la lámina de acero que protege la pierna derecha, llega hasta la plaza, cabalgando por las calles…
Los banderilleros saben todo lo que ocurre en el espíritu del picador. (…) Para el banderillero no hay un riesgo mayor de ser cogido si el toro es grande. Pero el picador está inerme ante su destino. Cuando los toros que han rebasado cierta edad y cierto peso cargan contra el caballo, lo lanzan al aire y puede ocurrir que el caballo vuelva a caer al suelo con el picador debajo de él; puede suceder también que el picador sea lanzado contra la barrera y quede aprisionado debajo de su caballo; o, si se inclina valientemente hacia delante, cargando el peso de su cuerpo contra la vara, y trata de castigar al toro durante la brega, puede caer entre el toro y el caballo y, cuando el caballo se aleja, quedar tendido allí frente al toro, bajo la amenaza de sus cuernos…
El matador, como tiene que enfrentarse cada día con la muerte se hace muy reservado y la medida de su reserva, por supuesto, es la medida de su imaginación durante todo el día de la  corrida y durante toda la temporada; hay un no sé qué de lejanía en su espíritu que casi se puede ver. Lo que hay dentro es la muerte y no se puede uno enfrentar con ella todos los días, sabiendo que hay siempre una posibilidad de que se os acerque, sin que ello deje una señal muy visible.

Fuente: Hemingway, Ernest, Muerte en la tarde, Buenos Aires, Ed. Sudamericana- Debolsillo, 2006.

Francisco de Goya





viernes, 13 de abril de 2012

MIS POEMAS: Ruedo


El rojo río dialoga con los últimos fuegos de la tarde.
Cada vez que retorna a su cuerpo,
los gritos me despiertan. Vuelven las desmayadas fuerzas
al ojo que, desde fuera de mí, sostiene en vilo
el pendular asombro de la vida que escapa y
vuelve, y se recrea a sí misma para volver a huir.
El toro es una noche en vigilia.
El torero un enjambre de manos sublevadas.
Arden las voces,
las sonajas del aire en el feroz acecho.
El torero envuelve con su capa esta tarde de
premoniciones.
Y las flores de agua se dispersan en busca de un rumbo
que las proteja de ese río que fluye, sin cesar,
hacia los labios de arena esparcidos sobre el ruedo.
Todo gira
y en un sonar continuo: una, dos, tres…
Son seis los doblegados escudos
que golpean las piedras de Sevilla.
Hoy estaban abiertos todos los portales para que entrara
la sangre, despacio, remando hacia los patios.
Picadores…El duelo por los olivares…
¡Qué bandadas negras disipan la piel de agosto!
Es un oro frecuente el de este río
Que visita las carnes de las bestias; una a una.
Tropieza el hombre y la alegría adentra flores vanas
en la marginal humanidad.
Banderillas que echan un denso licor
sobre las mariposas de azabache.
Las nubes, en rebaño, deambulan por los ojos del
animal herido
y el dolor se suelta desde el cielo como indómito rayo.
Una cinta de aceites rutilantes enciende las llamas
de las candelas que no se ven
porque solo existen en el llanto que se quedó adentro.
El perfil de un cuchillo despide esta llegada con olor a
derrumbe,
mientras el animal recoge con sus garras ardientes
la vestidura azul que lo arrojará fuera del límite
del tiempo
para que un hombre crezca como una luna nueva.

Fuente: Arostegui, María Cristina, Río ascendente,  Buenos Aires, Colección Guiomar, Vol.II, 1983. Primer premio del Aula Antonio Machado.

jueves, 5 de abril de 2012

BARTHES-PESSOA: Aprender a desaprender


Todos hemos aprendido, por imitación de nuestros mayores o de nuestro entorno,  pensamientos, hábitos, modos de actuar o de reaccionar que  no siempre nos han resultado beneficiosos, y,  en algunos casos hasta nos han jugado en contra. Los  sentimos parte de nuestra conducta como si fueran  rasgos ingénitos, sin serlo. A lo largo de la vida, compleja y en gran medida enigmática, esos aprendizajes han quedado pegados a nuestro pellejo como  esas enredaderas invasoras que  se  adhieren a  los muros o como  el verdín que desnaturaliza el color y textura de una piedra.
Cuesta trabajo advertir su presencia fantasmal. Los llevamos por años a cuestas sin darnos cuenta de que  son un aditamento contrario a lo que  conviene a nuestra personalidad y a nuestra  predisposición subjetiva.  Atrapados en sus redes nos convertimos en  meros objetos de los designios ajenos.
Suelo guardar en cajas  recortes de diarios o revistas que me han interesado. Esos papeles, al igual que los libros que pueblan mi biblioteca, son mi pequeño pero gran tesoro. A menudo vuelvo a ellos, casi instintivamente, y casi siempre encuentro en sus palabras un modo de aprendizaje totalmente diferente del que hasta ahora he descrito. La palabra de los poetas y la  de los pensadores tiene la virtud, o al menos la intención de ser, parafraseando a Alejandra Pizarnik, la palabra que sana.
El texto que transcribo a continuación es un fragmento de una disertación de Barthes  del año 1977, y pertenece a una nota aparecida en el diario Perfil el 22/03/ 09:
Mi cuerpo es ciertamente más viejo que yo. Si quiero vivir debo olvidar que mi cuerpo es histórico, debo arrojarme en la ilusión de que soy contemporáneo de los jóvenes cuerpos presentes y no de mi propio cuerpo, pasado. En síntesis, periódicamente tengo que renacer, hacerme más joven de lo que soy. Intento pues dejarme llevar por la fuerza de toda vida viviente: el olvido. Hay una edad en la que se enseña lo que se sabe, pero inmediatamente viene otra en la que se enseña lo que no se sabe: eso se llama investigar. Quizás ahora arribe la edad de otra experiencia: la de desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone  a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado.
El hallazgo  del recorte   que contiene tan interesante reflexión me llevó,  de inmediato, al recuerdo de un poema de Fernando Pessoa,  que por haber  leído hace tiempo creía olvidado y sin embargo estaba allí,  en algún recoveco de mi memoria, esperando el momento de hacerse presente y ser repensado. En alguna medida podría establecerse una analogía entre ambos: los dos textos hablan de aprender a desaprender. Sin embargo, el de Pessoa llega un poco más lejos. No se refiere a una etapa de la vida en la que gracias a la maduración arribamos a cierta sabiduría que nos impone el olvido de lo accidental, e impuesto, en pos de lo  esencial subyacente, sino a un  modo de percibir la realidad, en cualquier edad en  que uno se encuentre. Liberar a la mirada del prejuicio, de las formas preconcebidas, de lo que está estigmatizado por la cultura y enfrentarnos al mundo con la inocencia de las primeras percepciones. No caer en la  trampa que las ideas cristalizadas o las creencias  le tienden a la visión, ni permitir que la visión interfiera en la complejidad del pensamiento. Despojarnos de todo simbolismo que  disfrace las apariencias y nos aleje del modo de sentir primordial.

Lo que vemos de las cosas son las cosas.
¿Por qué veríamos una cosa si en su lugar
hubiera otra?
¿Por qué ver y oír serían eludirnos
si ver y oír son ver y oír?

Lo esencial es saber ver,
saber ver sin ponerse a pensar,
saber ver cuando se ve,
y no pensar cuando se ve,
ni ver cuando se piensa.

Pero eso (¡ay de nosotros que traemos el
alma vestida!).
Eso exige un estudio profundo, aprender a desaprender,
terminar con la libertad de aquel convento
que según los poetas tiene a las estrellas por
monjas eternas
y a las flores por penitentes fervorosas de un
solo día,
pero donde al fin de cuentas, las estrellas
no son sino estrellas
y las flores no son más que flores,
siendo por eso que las llamamos estrellas y
flores.

Tanto el texto de Barthes como el de Pessoa son, sin duda, muy esclarecedores. Viene bien releerlos,   sobre todo en momentos    en que nos sentimos  atrapados por la red de  una historia que  se confunde con su relato o,  lo que es peor, un relato que pretende ser la Historia,  en medio de sensaciones impuestas por infranqueables modelos, o ante el panorama de   impresiones absolutamente versátiles y relativas.

Fuente: Pessoa, Fernando, Autopsicografía y otros poemas, Nº 16,  Buenos Aires, CEDAL, 1987.
Traducción: Santiago Kovadloff.