Como tantos otros lectores me he
sentido atraída por las novelas y cuentos de Ernest Hemingway. También por su experiencia
de vida, tan singular por cierto, que él
cuenta y describe con indudable
encanto en París era una fiesta.
Casi azarosamente di con este
libro del cual transcribo fragmentos. Lo compré creyendo encontrar en él una
novela y me sorprendí al descubrir un conocimiento tan pormenorizado sobre las
corridas de toros y el mundo que rodea esa competencia cruenta que él designa
como “arte”. Para quien le interese el tema es un libro muy ilustrativo y para
quienes, como yo, solo conocemos el tema superficialmente pero admiramos
el modo apasionado que subyace en la escritura de Hemingway, es
una pieza de notable interés. Resulta
entretenido y trasunta todas las emociones que España despertaba en su
espíritu. Un espíritu ávido. Propenso al vértigo de una vida intensa.
Vi una corrida de toros en la
plaza de Sevilla, hace ya muchos años. La crueldad y violencia del espectáculo
no me tentaba, pero no quería irme de España sin conocerlo. Debo decir que aun
en contra de mi repugnancia hacia ese tipo de rituales, no me arrepiento de
haber asistido. Sobre todo por el interesante
muestrario social que forma parte
del escenario de la plaza de toros. De
esa visión nació el poema que publiqué en la entrada anterior (Ruedo). Muchos años después, el texto de
Hemingway me llevó de regreso a ese viejo poema. Coincidencias de la memoria y
las emociones.
La corrida es el único arte en que el artista está en peligro de muerte
constantemente, y en el que la belleza del espectáculo depende del honor del
torero.
…
En cada combate con el toro hay
tres actos, y estos tres actos se llaman los tres tercios de la lidia. El
primer acto, en el que el toro carga contra los picadores, es la suerte de
varas o prueba de picas. (…)
El primer acto es el acto de las
capas, de las picas y de los caballos. En él tiene el toro su mejor oportunidad
para mostrar su bravura o su cobardía.
El acto segundo es el de las
banderillas. Las banderillas son unos palos de setenta centímetros, para ser
exactos, con una punta de acero en forma de arpón en un extremo, de cuatro
centímetros de longitud. Hay que colocarlas de dos en dos, en el músculo que
sobresale en lo alto de la nuca del toro, mientras embiste al hombre que lleva
las banderillas en la mano. Las banderillas están destinadas a completar la
obra de hacer más lento al toro y a regular el porte de su cabeza, operación
que los picadores han comenzado ya, de manera que su ataque sea más lento, pero
más seguro y mejor dirigido. Se ponen, en general, cuatro pares de banderillas.
Si son los banderilleros o peones quienes las colocan tienen que hacerlo, ante
todo, rápidamente y en la posición correcta. Pero si es el propio espada quien
las pone se puede permitir una preparación que, ordinariamente, es acompañada
por la música. (…)
La tercera y última parte es la
muerte. Este tercer acto se compone de tres partes. En primer lugar, el
brindis; el matador saluda al presidente y le brinda a éste o a otra persona la
muerte del toro; enseguida viene el trabajo del espada con la muleta. Esta es
una pieza de franela escarlata, enrollada en un bastón que tiene una punta
aguda en un extremo y una empuñadura en el otro; la punta pasa a través de la
tela, que se halla atada en el otro extremo con un tornillo de mariposa, de
manera que queda extendida en pliegues a lo largo del palo. El matador se sirve
de ella para dominar al toro, prepararlo para matarlo y, finalmente,
sosteniéndola con la mano izquierda, hacer que agache la cabeza y que la
mantenga baja, mientras lo mata de una estocada alta, colocada entre los
omóplatos. (…)
El primer acto es el proceso, el segundo acto es la sentencia y el
tercero es la ejecución.
…
En cuanto el toro sale al ruedo,
¿se han dado ustedes cuenta de que uno de los banderilleros corre hacia él
arrastrando la capa y de que el toro la sigue, embistiéndola con uno de los
cuernos? Se hace correr siempre al toro de este modo, al principio, para ver
cuál es su cuerno favorito. El matador, de pie, tras su burladero, espía al
toro en su carrera detrás de la capa que arrastra el banderillero y observa si
sigue los zigzags de la capa hacia la izquierda o hacia la derecha, lo que
quiere decir que ve con los dos ojos, o si no la sigue y con qué cuerno
prefiere derrotar. Observa también si embiste por derecho o si tiene la
tendencia a desviarse bruscamente hacia el hombre cuando embiste. Después de
que se ha hecho correr al toro, sale un hombre sujetando la capa con las manos,
lo provoca de frente, se queda inmóvil mientras el toro embiste, y mueve
lentamente la capa delante de los cuernos del toro, haciéndolos pasar cerca de
su cuerpo con un movimiento lento de la capa, de tal forma que parece dominarlo
con los pliegues del capote y forzarlo a pasar al lado de su cuerpo cada vez
que se vuelve para embestir. El hombre ejecuta esta operación cinco veces y
termina con un movimiento giratorio de la capa que le hace volver la espalda al
toro. Entonces corta bruscamente la embestida y lo inmoviliza en el sitio
apetecido. Ese hombre es el espada y los pases lentos que ha dado se llaman
verónicas, y el medio pase del final, media verónica. Estos pases están
destinados a mostrar la habilidad y el arte del matador para servirse de la
capa, el dominio que tiene sobre el toro y también para inmovilizarlo en un
sitio antes de que entren los caballos. Se llaman verónicas por santa Verónica,
que enjugó el rostro de Nuestro Señor con un lienzo y que aparece siempre
representada sosteniendo el lienzo con las dos manos, con gesto parecido al que
hace el torero al sostener la capa al comienzo de las verónicas. La media
verónica, que detiene al toro al final del pase, es un recorte. Recorte es todo
pase dado con la capa que fuerza al toro a doblarse sin haber dado toda la
extensión a su cuerpo, lo para bruscamente y le impide embestir, cortando su
carrera y haciéndolo girar sobre sí mismo.
Los banderilleros no deben
manejar nunca la capa con dos manos en la primera salida del toro. Manejándola
con una sola mano, la dejan arrastrarse, y cuando, al final de cada carrera, se
vuelven, el toro se vuelve fácilmente también y no de manera brusca o en seco.
El toro lo hace así porque la curva descrita por la larga capa le proporciona una indicación sobre cómo
tiene que girar y le da algo que seguir. Si el banderillero mantiene la capa
con las dos manos, puede, con un gesto brusco, alejarla del toro y arrancarla
de su vista, detenerlo en seco y hacerlo doblarse con tal brusquedad que se
tuerza la columna vertebral; el toro dejaría de correr, no porque hubiera
quedado sin fuerzas, sino porque se habría quedado cojo, y así inepto para el
resto de la corrida. Por eso solo el matador debe manejar la capa con las dos
manos durante la primera parte de la lidia, y los banderilleros, que también se
llaman peones, no deben usar nunca la capa con las dos manos si no es para
hacer un quite en una posición que el toro ha tomado y que no quiere abandonar.
…
El picador, con camisa blanca,
corbata negra de tirilla, chaqueta bordada, ancho cinturón, sombrero redondo
con un pompón al lado, pantalones de cuero grueso y, debajo la lámina de acero
que protege la pierna derecha, llega hasta la plaza, cabalgando por las calles…
…
Los banderilleros saben todo lo
que ocurre en el espíritu del picador. (…) Para el banderillero no hay un
riesgo mayor de ser cogido si el toro es grande. Pero el picador está inerme
ante su destino. Cuando los toros que han rebasado cierta edad y cierto peso
cargan contra el caballo, lo lanzan al aire y puede ocurrir que el caballo
vuelva a caer al suelo con el picador debajo de él; puede suceder también que
el picador sea lanzado contra la barrera y quede aprisionado debajo de su
caballo; o, si se inclina valientemente hacia delante, cargando el peso de su
cuerpo contra la vara, y trata de castigar al toro durante la brega, puede caer
entre el toro y el caballo y, cuando el caballo se aleja, quedar tendido allí
frente al toro, bajo la amenaza de sus cuernos…
…
El matador, como tiene que
enfrentarse cada día con la muerte se hace muy reservado y la medida de su
reserva, por supuesto, es la medida de su imaginación durante todo el día de la corrida y durante toda la temporada; hay un
no sé qué de lejanía en su espíritu que casi se puede ver. Lo que hay dentro es
la muerte y no se puede uno enfrentar con ella todos los días, sabiendo que hay
siempre una posibilidad de que se os acerque, sin que ello deje una señal muy visible.
Fuente: Hemingway, Ernest, Muerte
en la tarde, Buenos Aires, Ed. Sudamericana- Debolsillo, 2006.
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