Todos hemos
aprendido, por imitación de nuestros mayores o de nuestro entorno, pensamientos, hábitos, modos de actuar o de
reaccionar que no siempre nos han
resultado beneficiosos, y, en algunos
casos hasta nos han jugado en contra. Los sentimos parte de nuestra conducta como si
fueran rasgos ingénitos, sin serlo. A lo
largo de la vida, compleja y en gran medida enigmática, esos aprendizajes han
quedado pegados a nuestro pellejo como esas enredaderas invasoras que se
adhieren a los muros o como el verdín que desnaturaliza el color y
textura de una piedra.
Cuesta trabajo
advertir su presencia fantasmal. Los llevamos por años a cuestas sin darnos
cuenta de que son un aditamento
contrario a lo que conviene a nuestra
personalidad y a nuestra predisposición
subjetiva. Atrapados en sus redes nos
convertimos en meros objetos de los
designios ajenos.
Suelo guardar en
cajas recortes de diarios o revistas que
me han interesado. Esos papeles, al igual que los libros que pueblan mi
biblioteca, son mi pequeño pero gran tesoro. A menudo vuelvo a ellos, casi
instintivamente, y casi siempre encuentro en sus palabras un modo de
aprendizaje totalmente diferente del que hasta ahora he descrito. La palabra de
los poetas y la de los pensadores tiene
la virtud, o al menos la intención de ser, parafraseando a Alejandra Pizarnik,
la palabra que sana.
El texto que
transcribo a continuación es un fragmento de una disertación de Barthes del año 1977, y pertenece a una nota aparecida
en el diario Perfil el 22/03/ 09:
Mi cuerpo es ciertamente más viejo que yo. Si quiero vivir debo olvidar que mi cuerpo es histórico, debo arrojarme en la ilusión de que soy contemporáneo de los jóvenes cuerpos presentes y no de mi propio cuerpo, pasado. En síntesis, periódicamente tengo que renacer, hacerme más joven de lo que soy. Intento pues dejarme llevar por la fuerza de toda vida viviente: el olvido. Hay una edad en la que se enseña lo que se sabe, pero inmediatamente viene otra en la que se enseña lo que no se sabe: eso se llama investigar. Quizás ahora arribe la edad de otra experiencia: la de desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado.
El hallazgo del recorte
que contiene tan interesante
reflexión me llevó, de inmediato, al
recuerdo de un poema de Fernando Pessoa, que por haber leído hace tiempo creía olvidado y sin embargo
estaba allí, en algún recoveco de mi
memoria, esperando el momento de hacerse presente y ser repensado. En alguna
medida podría establecerse una analogía entre ambos: los dos textos hablan de
aprender a desaprender. Sin embargo, el de Pessoa llega un poco más lejos. No
se refiere a una etapa de la vida en la que gracias a la maduración arribamos a
cierta sabiduría que nos impone el olvido de lo accidental, e impuesto, en pos
de lo esencial subyacente, sino a un modo de percibir la realidad, en cualquier
edad en que uno se encuentre. Liberar a
la mirada del prejuicio, de las formas preconcebidas, de lo que está
estigmatizado por la cultura y enfrentarnos al mundo con la inocencia de las
primeras percepciones. No caer en la trampa que las ideas cristalizadas o las
creencias le tienden a la visión, ni
permitir que la visión interfiera en la complejidad del pensamiento.
Despojarnos de todo simbolismo que disfrace las apariencias y nos aleje del modo
de sentir primordial.
Lo
que vemos de las cosas son las cosas.
¿Por
qué veríamos una cosa si en su lugar
hubiera
otra?
¿Por
qué ver y oír serían eludirnos
si
ver y oír son ver y oír?
Lo
esencial es saber ver,
saber
ver sin ponerse a pensar,
saber
ver cuando se ve,
y no
pensar cuando se ve,
ni
ver cuando se piensa.
Pero
eso (¡ay de nosotros que traemos el
alma
vestida!).
Eso
exige un estudio profundo, aprender a desaprender,
terminar
con la libertad de aquel convento
que
según los poetas tiene a las estrellas por
monjas
eternas
y a
las flores por penitentes fervorosas de un
solo
día,
pero
donde al fin de cuentas, las estrellas
no
son sino estrellas
y
las flores no son más que flores,
siendo
por eso que las llamamos estrellas y
flores.
Tanto el texto
de Barthes como el de Pessoa son, sin duda, muy esclarecedores. Viene bien
releerlos, sobre todo en momentos en que
nos sentimos atrapados por la red de una historia que se confunde con su relato o, lo que es peor, un relato que pretende ser la Historia , en medio de sensaciones impuestas por infranqueables
modelos, o ante el panorama de impresiones absolutamente versátiles y relativas.
Fuente: Pessoa, Fernando, Autopsicografía y otros poemas, Nº
16, Buenos Aires, CEDAL, 1987.
Traducción:
Santiago Kovadloff.
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