Un hilito de luz que se desprendía de sus ojos, bajaba desde el borde de los párpados, en
forma de espiral. Era una línea acuosa titilando entre las pestañas, sobre la
opalina del globo ocular. Luego se enroscaba en la pupila y penetraba en el
nervio óptico hasta dar de lleno en el torrente de agujas silenciosas. Algo
adormecido pesaba allá en el fondo, algo que se parecía a una bolsa cargada de
piedras. Y los huesos callaban, envueltos en la telaraña del sopor. La mirada
se había dado vuelta y esperaba muy adentro,
entre los humores fatigados. Como un madero a la deriva. El corazón a
oscuras doblegaba su resistencia.
Aquel
día tuvo la sensación de que todos los
espejos se habían astillado y que la gente andaba buscando en los reflejos
parpadeantes un escondrijo desde donde llamar sin ser vistos. Tan preocupada
como estaba por jugar a las escondidas. Pluto les ofrecía papelitos impresos
que ninguno leía, una mujer salió volando impulsada por una canasta de globos
que se había atado alrededor del cuello, el oso
más grande del mundo arrojaba manotazos al aire, un hombre se cepillaba
los dientes en la alcantarilla, otro se había puesto un antifaz de vampireza,
alguien dormitaba dentro de la caja de un electrodoméstico, acurrucado entre
aspiraciones de polvo, tal vez soñando
con ser un aparato de utilidad etérea.
Pero los chicos
desconfiaban. Debajo de ese oso hay
personas, en la caja alguien respira, Pluto no existe sino en esas películas
viejas que hasta las polillas de los videos desprecian, si los globos se
pinchan buen porrazo se va a dar esa tonta de la canasta. ¿Por qué ya nadie se
disfraza en carnaval?, preguntaban y por toda respuesta encontraban astillas de
vidrio, aquí y allá. El sol reverberaba sobre las superficies brillantes y en
lugar de iluminar daba un calor de horno. En los fragmentos dispersos se miraban los árboles, desgajados
y turbios, prisioneros de un verdor letal.
Mientras tanto el
hilito trepaba por los filamentos nerviosos hacia unas pupilas que tenían el
color del desierto. Y allí estaba el payaso, en la puerta del local de fast food, quieto como una estatua pero
invitando a entrar. De edad indefinida. Joven tal vez o más viejo que la Tierra. Tenía una
nariz redonda y roja. Una cascada de rizos le cubría la cara y el bonete apenas
ladeado tapaba una de sus orejas.
El circo estaba fundido y los carros,
abandonados en un parque lejano, solo esperaban la visita de la carcoma y el
óxido.
De pronto, luces, bocinazos. Alguien había caído desde un
balcón.
¿Suicidio o accidente? ¿Muerte súbita u
homicidio inducido? Nadie lo había visto, nadie sabía cómo ni por qué.
El payaso recogió el
cuerpo y lo sostuvo entre sus brazos. En
sus ojos se habían paralizado las imágenes. Titubeó un instante y luego empezó
a caminar. El cuerpo muerto se empequeñecía a cada paso. Cuando llegó a la casa
lo depositó sobre la mesa. Sus hermanos
más chicos lo miraron primero con curiosidad, intentaron tocarlo pero se
deshacía. Muy pronto fue polvo. Y lo olvidaron.
Al día siguiente el payaso
volvió a la puerta del local de comidas rápidas. Esperaba que cayera otro
cuerpo. Todo el día esperó con los brazos abiertos mientras mucha gente pasaba
a su lado como sin verlo. El resplandor le nublaba los ojos. Otra vez había
bajado el hilito, y la mirada, opaca,
buscaba en el suelo. De un momento a otro caería algún cuerpo y él se agacharía
para levantarlo como quien levanta una moneda con la esperanza de que sea
verdadera y sirva para algo. Hay cosas lindas en las vidrieras, cosas que se
compran con poco y alegran la vida.
De tanto esperar se
olvidó de la función que se le había encomendado: tentar a la gente,. con su
sonrisa pintada y su mueca impasible, a entrar en el negocio. Solo esperaba que
algo se deslizara desde el cielo, aunque
sea una estrella distraída que hubiera quedado vagando desde la noche
anterior. Y finalmente después de unos minutos de expectativa, cayó otro cuerpo
convulso, que a pesar de todo, aún latía. El payaso lo recogió con ternura, lo
contuvo contra su pecho, luego lo dejó al cuidado de unos niños de la calle,
quienes lo acunaron con música de acordeones.
Al terminar su turno
lo alzó con cuidado y lo llevó a su casa tal como había hecho con el otro
cuerpo. Lo depositó sobre la cama esperando que en cualquier momento despertara
del sueño. Miró hondamente en sus ojos
que parecían dos cuencas vacías.
-¡Todavía late su
corazón!- irrumpieron los hermanos. Pero la boca parecía sellada; ni una
palabra. Le silbaron en los oídos, soplaron sobre sus pómulos. Pero nada. El
cuerpo empezó a empequeñecerse hasta desaparecer entre los pliegues de las
sábanas.
-¡Otro más!- clamaron
los hermanos, sorprendidos de que aún latiendo dejara de existir.
Será
cuestión de seguir esperando, se dijo el payaso, pensando en la rutina del día
siguiente. En la sonrisa falsa, en los ademanes estudiados, en el gesto de
complacencia con que debía inducir a los transeúntes para que pasaran al local. Para eso le pagaban. Poca
plata, claro, pero era tranquilizante llegar a la casa con algo en el bolsillo.
-No nos traigas más
cuerpos que desaparecen. Traenos aunque sea un pedazo de pan, una hamburguesa a
medio comer, algo que sirva - exigieron los hermanos. Pero, el payaso tenía la
presunción de que sus brazos extendidos solo servían para atajar esos oscuros
restos de humanidad que parecían caer del cielo. Y entonces decidió no ir a su
trabajo, si es que eso podía llamarse un trabajo. Estaba harto de la nariz
postiza, del bonete, del rubor con que daba brillo a su rostro.
El
hilo acuoso pugnaba por asomar. Brillo irritante en el borde del párpado. Una
gota surcó su rostro. Aunque él, ese día, decidió quedarse en casa sentado al
borde de la mesa vacía, su sombra forzadamente risueña, se estiró a lo
largo sobre la vereda. Y más allá. Cubría la calle y se
prolongaba en la bocacalle, descendía por las escaleras del subte y se perdía
en el hueco oscuro donde la tierra va a dar a cualquier parte, y el resoplido
de una maquinaria que se acerca a toda velocidad es un grito escondido debajo de la superficie...