Resonó en medio de la noche como un latigazo. Al principio compacta y,
luego, incisiva en la repetición de su eco. Su vibración atravesaba las
sombras, golpeando con violencia vidrios y cerraduras. Fue de súbito, sin que nadie pudiera identificar su
origen.
La del quinto C se frotó los párpados y
saltó de la cama como impulsada por un resorte. Temerosa de todo, con sigilo
fue hasta la ventana. Entreabrió la mirilla y sus ojos se perdieron en la
oscuridad. El matrimonio de ancianos del
primero D, arrancados tan de golpe de la somnolencia que los mantenía al
margen de las incertidumbres de la vida moderna, del sobresalto casi van a
parar al suelo. Desde el contrafrente
del tercero alguien replicó con un
fuerte improperio. La parejita del
segundo B, recién casados y con la pasión todavía a flor de piel, se abrazó con
fuerza, buscando en el contacto estrecho de los cuerpos alguna protección contra el estrépito
perturbador. La del cuarto B, audaz y curiosa, abrió la puerta y se asomó al
pasillo, pero sólo pudo divisar el deslizamiento sinuoso de un gato que
escapaba escaleras abajo. Del séptimo emergieron gritos de niños y en el octavo
no se produjo ninguna reacción. Tal vez, la familia, dueña de los dos únicos
departamentos del piso, estaba de viaje. El portero, que habitaba en la planta
baja, era medio sordo, razón por la cual, seguramente, ni se enteró.
Así ocurrió el primer día. Al segundo, la
carcajada se repitió con más intensidad. Los habitantes del edificio, aunados
en el malestar que les causaba tal irrupción sonora a media noche, se perdían
en largas disquisiciones tratando de desentrañar el misterio. La tercera vez se
multiplicó indefinidamente, ululante como un viento macabro.
Después de cortar con su filo la madrugada, todo
permanecía en la más completa mudez, pero
muy pocos podían conciliar el sueño o bien lo retomaban hundiéndose en
terribles pesadillas. Y si bien el insomnio traía un frío de muerte a los
cuerpos, las pesadillas eran peor aún pues de ellas emergían fantasmas del
pasado o sombríos resabios de la
vigilia.
Las vidas se transformaron en una espera de
la noche. ¿Volvería a restallar la
lacerante carcajada? ¿Quién reía así con la fuerza de un huracán despertando al adormecido vecindario?
Como inevitable consecuencia, cundió el
malhumor y la sospecha. Sin embargo, al encontrarse en los pasillos o en el
ascensor, los vecinos correspondían ceremoniosamente a los saludos, sin
atreverse a preguntar. Cada uno guardaba
la duda para después, y después llegaba la ansiedad nocturna y con ella
la resistencia a la entrega del sueño. Resignados esperaban la invasión.
El grupo de copropietarios e inquilinos era
por demás variado. No faltaban especímenes de toda catadura. Cada cual se
distinguía, en mayor o menor medida, por una u otra particularidad. Entre
ellos, el casi infaltable joven bohemio
y poco comunicativo, al que a menudo le
recriminaban que escuchara música hasta altas horas de la noche, cosa que
inevitablemente surtía el efecto de incrementar su rebeldía e iracundia
juvenil. Como airada revancha estallaban
a cualquier hora timbales, baterías y
otros instrumentos que hacían temblar las paredes. Las clásicas señoras mayores
de intachable conducta y hábitos rutinarios, amigas de emplear ventanas, ojos
de cerradura y postigos como observatorio. El abominable cuadro de la familia numerosa amontonada en un dos
ambientes, del cual emanaba, cada vez
que abrían la puerta, un olor rancio y nauseabundo, similar al mal aliento de
una fiera agonizante. Y aun los que no dejaban de dar qué hablar al resto, como era el caso de un
divorciado que sólo aparecía de tarde en tarde. “Tipo raro”, deslizaban algunos
por lo bajo, acompañando el dicho con una sonrisita, a todas luces, maliciosa.
Un profesor jubilado y en extremo cascarrabias, una pareja de artistas de
varieté, los padres de un niño prodigio, entre cuyas portentosas habilidades se
contaban: haber querido ahorcar al hermano menor, arrojar la tortuga por el
balcón, escribir las paredes y otras hazañas más, de las cuales mejor ni
acordarse. Los poseedores de las dos
unidades del octavo habían tenido en los últimos tiempos un notable progreso
económico que les permitía emprender frecuentes viajes, aprovechando días de asueto,
vacaciones de invierno, feria judicial. El padre de familia era abogado o algo
por el estilo; ciertos indicios permitían inferir que trabajaba en algún ministerio. Esto los
mantenía como al margen del resto y ellos,
dando rienda suelta al goce que les proporcionaba la envidia de los otros,
ostentaban, con descaro, cierto aire de
nuevos ricos.
A decir verdad, casi todos aborrecían al
encargado por su pertenencia a las huestes sindicales. Haber alcanzado el rango de delegado gremial le permitía
acceder a algunas concesiones poco claras, además de infundirle cierto aire
petulante. Por otra parte, él se aprovechaba de su sordera para no dar oídos a
reclamos que le hacían, con toda razón, sobre la limpieza y estado del edificio
y sobre cómo empleaba su tiempo para realizar otras changas que, desde luego,
estaban fuera del contrato de trabajo y por las cuales, a veces, obtenía
réditos inadmisibles .
Tres de las viviendas estaban desocupadas,
dos en alquiler y una a la venta.
Unos pocos sostenían que la carcajada podía
provenir de los departamentos vacíos. Forjaban hipótesis realistas como que
alguno de ellos hubiera sido ocupado sin que nadie advirtiera la presencia de
el o los invasores. Otros, más fantasiosos, imaginaban que algún fantasma
podría haberse apropiado de esas viviendas. Pero, la mayoría parecía estar
convencida de que la sonora risotada provenía de afuera del edificio, aunque
era claro que el pozo de aire le servía de caja de resonancia y eso los hacía
dudar.
Ante lo inevitable, empezaron a retrasar la
hora del sueño con el fin de estar atentos al momento en que surgía el
estentóreo sonido, aunque, esa táctica tampoco les daba ningún resultado. La
carcajada cambiaba de horarios. Unas veces resonaba a las dos, otras, a las
tres, a las cuatro y aun casi cuando estaba por amanecer, así que no era cosa
de estarse despiertos inútilmente toda la noche a la espera.
Con el correr del tiempo, el estridente
impacto se fue transformando en un
estorbo difícil de soportar. La del cuarto B pensó plantear el problema en una
reunión de consorcio, pero la acobardaban sus propios antecedentes. Sabía bien que algunos la
consideraban una escandalosa, se lo habían dado a entender en varias
oportunidades. La solterona del quinto C la tenía entre ojos, el del tercero D
sistemáticamente se oponía a sus propuestas; otros, sin más ni más, la eludían.
De todas formas, últimamente las reuniones se postergaban por diversas causas,
entre ellas la falta de acuerdo sobre el
modo de administrar los dineros del fondo común, el arreglo de los caños en el octavo piso que insumiría un gasto grande, la inquina de tal con tal
otro, en fin, la lista sería inacabable.
Los jubilados del primero, tampoco se atrevían a hablar por miedo a que
les reclamaran el pago de expensas atrasadas. Presos de la sensación de
sentirse en falta, salían generalmente separados, de manera furtiva y en horas
poco propicias para el encuentro con los convecinos.
Pero, como era de prever, esa pasividad
inercial comenzó a resquebrajarse. Un día, el albañil del tercero, al encontrase
en el palier con el joven de la música, lo increpó con vehemencia. Ambos
entraron en una discusión intensa y terminaron casi llegando a las manos. Nadie
le sacaba de la cabeza al operario de que así como su vecino molestaba con los
disonantes ruidos del rock pesado, también reía sin tener el más mínimo respeto
por el reposo ajeno. Otro día , una de
las recatadas damas del sexto A se trenzó con la del cuarto. La buena señora estaba convencida de que en la casa de esa descocada se realizaban reuniones
“non sanctas”, que para su estrechez de miras, adquirían el tono y la
intensidad de aventuras orgiásticas. Desvarío imaginario que era alimentado por
el hecho de que, con frecuencia, se comentaba
por ahí acerca de la vida
disoluta que llevaba la susodicha. La
discusión llegó a mayores y durante el forcejeo de la pelea quedó medio
destartalada la puerta del ascensor. El portero intervino, y fue peor el
remedio que la enfermedad, pues ambas le enrostraron todas las faltas que
cometía en su trabajo y las prebendas que obtenía gracias a su afiliación al
sindicato. Al jubilado del primero, que pasaba como escabulléndose,
aprovecharon para reclamarle el pago de expensas atrasadas, como si esto
tuviera que ver con el tema en cuestión.
Así, a cada momento, se armaba alguna
gresca. Era increíble ver cómo un sonido, que en todo caso, debería haber sido
una respuesta de alegría, causaba, en realidad, perturbación. Las sonrisas
cordiales y la cortesía fueron cediendo lugar al fastidio y las
murmuraciones.
Don
Aurelio, un murciano, cuya zona de
vigilacia era el bar de la esquina y que gustaba de darse aires de persona de
preclaro entendimiento, alguna vez, ante el modesto auditorio que lo
acompañaba, se vio tentado de echar luz, o sombras –nunca se sabe - , sobre
el asunto.
- No hay que olvidar
que toda alteración del sueño resulta perjudicial para la salud física y
anímica –. Y luego, con una gravedad digna de Sherlock Holmes - Si a ello se
suma el anonimato bajo el cual se encubre y el hecho de que nadie pueda participar de la situación hilarante que la
provoca ...
En medio de una silenciosa y letárgica siesta dominguera, el encargado descubrió
rastros de sangre en el pasillo del quinto, justo frente a la entrada de uno de
los departamentos en alquiler. Llamaron a la policía. Forzaron la puerta,
revisaron con minuciosidad la vivienda,
pero la búsqueda fue en vano y la alarma
se dio por infundada. No obstante, no dejaron de tejerse las más
variadas interpretaciones y hubo hasta quien sostuvo que debía reclamarse la
intervención de las fuerzas del orden para custodiar la puerta del edificio.
La situación comenzó a trascender los límites de la vivienda
colectiva. Pronto se habló del caso, en los comercios del barrio, en el club,
en el mercado, en las plazas, por la
calle, en las paradas de transporte. El hecho daba pie a comentarios de todo
tipo. Finalmente, quien más, quien menos,
la había escuchado desde lejos, e
inclusive algunos dentro de su propia casa, en los altillos, los sótanos, las
cocheras y aun en las más recónditas zonas de la intimidad. El eco de su bronco
sonido y, los dimes y diretes que
generaba el mismo, llegaron hasta el recinto sacrosanto de la iglesia. El
párroco se vio obligado a arengar a los fieles, entremezclando ambiguamente en
su discurso la reconvención y el llamado a la serenidad.
Una noche resonó más fuerte que nunca y
todos salieron a deambular por los pasillos del edificio en busca del posible
reidor. Su estridencia había quedado
vibrando en el aire como cuando alguien aprieta un timbre sin quitar el dedo
del botón. Al compás de su estrépito se movían los vecinos, entrechocándose en
los pasillos o al subir y bajar las escaleras. Parecían marionetas suspendidas
del invisible hilo sonoro. Aquí y allá, gritos, insultos, pisotones, codazos.
En medio del tumulto generalizado, una ácida
sonrisa iluminó algún rostro. Otros se contagiaron y, pronto, la nerviosa
agitación transformó el rictus del conjunto en desembozado sarcasmo.
El amanecer los encontró dando vueltas como
partícipes de un ritual diabólico. Detrás de los vidrios de la puerta de
entrada brillaban los ojos gatunos de personas ajenas al edificio, que, bajo el
influjo de los trascendidos, se veían tentadas al espionaje.
Nunca se supo cómo. Si fue por un fósforo con
el que alguien encendió un cigarrillo, por algún desperfecto en la caldera o
bien por un cortocircuito en la luz de los corredores, que el edificio, de
repente, comenzó a arder y sus
habitantes a escapar como ratas de un naufragio. La construcción, de a poco, se
iba desmoronando y con el paso de las horas, paredes, columnas y basamentos se
convirtieron en cenizas. Algunos quedaron atrapados entre los escombros, otros
murieron quemados y unos pocos lograron ponerse a salvo huyendo desesperadamente.
La carcajada se apagó con la lentitud de un
ascua. Tal vez haya quedado oculta bajo
los restos del incendio. Los mirones se hicieron humo en un santiamén.
Hubo un aluvión de noticias acerca de lo
sucedido, la mayoría bastante contradictorias y en gran medida ambiguas o
enigmáticas. Después sobrevino un silencio no menos estremecedor que la
horrísona carcajada.