En esta mecedora me acunaba mi
madre cuando aún no había nacido. No era como ahora se la ve. Tenía otro color
y, seguramente otro compás bien diferente al que le imprimen mi cuerpo y mi
alma.
En ese tiempo yo era invisible. Un pequeño
renacuajo flotando en la placenta nutricia. No podía ver el rostro de mi madre, ni ella el mío. Pero
juntas nos agitábamos al ritmo con que la
hamaca se balanceaba. Y nos intuíamos. Quizás
hasta nos enviáramos mensajes. Indescifrables signos de esa singular unión entre el afuera y el adentro.
Cuando nací y ella me sostuvo en
sus brazos, mi ojo y mi latido pudieron
atravesar la claridad parpadeante del día y de la noche. Siempre me resultó
difícil entenderla. A mi madre, digo. A veces hablaba con palabras filosas y el
pensamiento se le enredaba en una madeja de abismos. Y aún así la amaba. Tal
vez porque algún tácito mandato me imponía el afecto filial o porque
el amor, ese oscuro emisario de la
sangre, poco entiende de razones o sinrazones. O, tal vez porque, de tanto en tanto, regresaba el recuerdo de
aquella tibia caricia con que, en su
mecedora, me mecía.
Hace poco reciclé la silla-hamaca.
Limpié las asperezas que los años y el uso le habían propinado. Devasté los
colores originales. Con lija y
diluyente borré marcas y heridas del
pasado. Luego mezclé pinturas hasta hallar un tono más amable y la vestí de
verde en honor al jardín que alumbra mis páginas y de lila porque este color es uno de mis preferidos. Y
también porque evoca a las lavandas en flor.
Muchas tardes me siento en ella y
acuno mis lecturas. Y de paso, pienso e imagino. No he tenido hijos…
Seguramente no estaban escritos en mi destino. Como no están escritos en el
destino de tantas otras mujeres. No me he sentido yerma por eso. La fertilidad
es inherente al ser en lucha, al
cotidiano trabajo de estar intensamente vivos.
Hubo un momento en que debí
trasformarme en madre de mi madre. Y hasta ella me confundió en sus sueños con
su progenitora. Suele ocurrir cuando la ancianidad cerca y cercena. Y entonces
tuve que arroparla y acunarla para que no sintiera tan hondo el frío de la muerte.
Y ahora que no está, ni están sus
desencantos y desarmonías, ha quedado en mi casa y en mi pequeño mundo su
mecedora. Con su verde y su lila y su perezoso vaivén. Desde ella doy vida a lo
invisible. Y siento en mi interior, en el nido de mis entrañas cómo se acercan
y alejan las palabras, cómo el lenguaje fluye y confluye. Como si un renacuajo
vibrante y tibio quisiera ver la luz.