Una de las primeras novelas que leí en mi adolescencia fue Crimen y castigo de Fedor Dostoievski. El libro tuvo un impresionante impacto en mi conciencia, joven y candorosa. ¡A qué extremos llevó mi pensamiento, al borde de qué abismos lo puso! La tensión entre dos puntos que forman parte del basamento ético desató en primer lugar el llanto, y luego un trabajo casi constante de mi interioridad, a lo largo de las diferentes etapas de la vida, un cuestionamiento pertinaz sobre el anverso y reverso de los actos humanos y sobre la ardua encrucijada entre Moral y Justicia.
PENSAMIENTOS ANOTADOS
Cultura
¿Cuántos hombres hay que no
piensan, sino que viven de ideas que otros
le dan ya hechas? Pero aquí no solo se vive de ideas hechas, sino hasta de
dolor hecho.
Cultura y vida
Hay ciertas cosas, cosas vivas,
que es muy difícil comprender por exceso de cultura. La cultura excesiva no
siempre es cultura verdadera o justa. La verdadera cultura no solo no es
enemiga de la vida, sino que está siempre de acuerdo con ella, ofreciéndole
nuevas revelaciones que descubre en la misma vida.
A mis críticos
No persigo honores ni los acepto,
y no es en verdad mi intención treparme a las estrellas para orientarme.
Veneración
La altura de un alma puede
medirse en parte, sin más, fijándose en hasta qué grado es capaz de inclinarse,
y ante quién, con veneración ( o devoción).
v
DIARIO DE UN ESCRITOR
La mentira se salva
de la mentira (Acerca de “Don Quijote)- 1877.
Don Quijote es un gran libro; es
del número de los eternos, de esos con que solo de tarde en tarde se ve
gratificada la Humanidad. Y
observaciones análogas respecto de lo más profundo de nuestra humana naturaleza
se hallan en ese libro, en cada página. Ya el solo hecho de que Sancho, esa
encarnación de la sana razón, de la prudencia y la áurea medianía, se
consagrase a ser amigo y compañero de aventuras del más loco de los hombres, él
precisamente y no otro, es notable. Se pasa todo el tiempo engañándole como un
niño y, no obstante está plenamente convencido del gran talento de su amo; se
conmueve hasta lo patético ante su grandeza de alma, cree a pie juntillas en
todos los fantásticos sueños del caballero, y ni una sola vez pone en duda que
aquél habrá de conquistar algún día una ínsula para regalársela. ¡Cuán de
desear sería que nuestros jóvenes conocieran esa gran obra! No sé lo que ahora
pasará en las escuelas con la Literatura, pero sí sé
que ese libro, el más grande y triste de cuantos ha creado el genio de los
hombres levantaría el alma de más de un joven con el poder de una gran idea,
sembraría en su corazón la semilla de grandes problemas y apartaría su espíritu
de la sempiterna adoración del estúpido ideal de la medianía, del orondo amor
propio y la vulgar sabiduría práctica.
Ese libro, el más triste de
todos, no olvidará el hombre llevarlo consigo el día del Juicio Final. Y
denunciará el más hondo, terrible misterio del hombre y de la humanidad en él
contenido: que la belleza suprema del hombre, su pureza mayor, su castidad, su
lealtad, su valor todo y, finalmente, su talento más grande, se consumen hartas
veces, por desgracia, sin haber reportado a la Humanidad provecho
alguno, convirtiéndose en objeto de irrisión, solo por faltarle al hombre con
tan ricos dones agraciado, un don supremo: el genio necesario para dominar la
riqueza y poder de esas dotes, gobernarlas y dirigirlas –esto es lo principal-,
no por fantásticos caminos de locura, sino por la senda recta, empleándolos en
el bien de la Humanidad. Pero,
desgraciadamente, son tan pocos, tan poquísimos los genios concedidos a las
razas y pueblos que, con frecuencia, estamos obligados a presenciar esa ironía
del Destino: que la actuación del más noble y ferviente filántropo sea blanco
de burlas y pedradas, por no atinar en la hora decisiva con el verdadero
sentido de las cosas y no encontrar una palabra nueva. Pero este espectáculo
del desperdicio de fuerzas más grandes y nobles puede, efectivamente, inducir a
desesperación a más de un amigo de los hombres, moviéndole no a la risa, sino a
llanto ardiente, emponzoñando para siempre con la duda su hasta entonces
crédulo corazón.
Por lo demás, solo he querido
aludir a uno solo de los rasgos característicos de Don Quijote, a una de las
observaciones incontables que Cervantes ha hecho sobre el corazón del hombre y
expuesto en forma magistral.
El hombre fantástico, persuadido
hasta la locura de la más fantástica ilusión que pueda imaginarse, se ve de
pronto asaltado por la duda que amenaza dar al traste con toda su fe. Y es
notable que lo que motiva esa duda no sea la incongruencia de su locura
naciente, ni la descripción de aquellos caballeros que corrían aventuras por el
bien de la Humanidad,
ni el desatino del sortilegio de los magos que refieren esos libros tan fidedignos, sino algo completamente
secundario, lo que bruscamente suscita su duda. El hombre fantástico siente de
pronto el ansia de realismo. No le desconcierta el hecho de que súbitamente
queden tropas enteras encantadas. ¡Oh, eso no le inspira la menor duda!¿Cómo
habrían podido demostrar su heroísmo esos caballeros magníficos si no se
hubiesen visto en trances tales, si no hubiesen tenido gigantes y hechiceros
malignos y envidiosos de su grandeza? El ideal del caballero andante es tan
alto, tan bello y útil, y de modo tal se han apoderado del corazón de Don
Quijote, que se le hace imposible renunciar a la creencia incondicional en él,
pues eso equivaldría a traicionar el deber y traicionar el amor a Dulcinea y a la Humanidad. Pero
cuando, al fin, renunció a todo; cuando se curó de su locura y se convirtió en
un hombre listo, no tardó en irse de este mundo, plácidamente y con triste
sonrisa en los labios, consolando todavía al lloroso Sancho y amando al mundo
con la fuerza de aquel amor que en su
santo corazón se encerrara, y viendo, sin embargo, que no hacía ya falta alguna
en la Tierra. No,
lo que le desconcertaba era, sencillamente, una consideración en todo punto
exacta, en todo punto matemática: la de que por más poderoso que un caballero
fuese, espada en ristre, a descargar mandobles a diestro y siniestro, había de
serle, con todo, imposible vencer a un ejército de cien mil hombres, en el
espacio de unas pocas horas, y aunque fuese en un día y, además no dejando con
vida a ningún enemigo. Pero así se dice en esos libros fidedignos! ¿Se tratará
de una mentira? Pero, ¡si esa fuera mentira, todo lo demás lo sería también!
¿Cómo salvar la verdad? Y he aquí que entonces para salvar la verdad idea otra
ilusión, dos o tres veces más fantástica, ingenua y disparatada que la primera:
imagina cien mil hombres hechizados, con cuerpos de molusco, que la aguda
espada del caballero puede traspasar con facilidad y rapidez diez veces mayores
de las que consentirían cuerpos de hombres corrientes. De esta suerte queda
satisfecho el realismo, salvada la verdad, y él puede seguir creyendo
tranquilamente en la ilusión primera y máxima, y todo eso gracias a la ilusión
segunda, mucha más absurda todavía, concebida por él sencillamente para salvar el realismo de la
primera.
Recojámonos ahora en nosotros
mismos y examinemos: ¿ no nos ha ocurrido a cada uno de nosotros, otro tanto en
la vida, un centenar de veces? Supongamos que te has encariñado con un sueño,
una ilusión, una idea, una convicción o un hecho externo que hizo mella en tu ánimo,
o finalmente con una mujer que te encantó. Con toda el alma te consagras el objeto
de tu amor. Pero no obstante estar tan enamorados, pese a toda tu ceguera, si
hay en ese objeto de tu amor una mentira, una excelencia, algo que tú mismo
exageraste y le descubriste en tu primer arrebato de pasión, únicamente para
hacer de eso tu ídolo y postrarte ante él, a pesar de todo, en secreto, no dejas
de sentir cierto escozor; la duda te atosiga, importuna tu razón, se pasea por
tu alma, y no te consiente que vivas tranquilo con tu sueño amado. Pues bien:
¿no recuerdas, no te lo confiesas a ti mismo en tu interior? ¿Qué fue entonces
lo que de pronto te sirvió de consuelo? ¿No fuiste y fraguaste un nuevo
ensueño, una nueva patraña, acaso horriblemente vulgar, pero en la que te diste
prisa en poner tu fe solo por haber disipado
tu primera duda?
Fuente: Dostoievski, Fedor, Diario
de un escritor, Buenos Aires, Editorial Longseller, 2000. Traducción: Mario Alarcón.