Una propuesta tentadora, pero
difícil de concretar, sobre todo en este
oscuro momento. Porque la culminación de
una etapa, aunque responda a límites
convencionales, ya que el tiempo es un continuum, incita a la melancolía y al balance de todo lo
que dejamos en el camino, o nos dejó, de cuánto querríamos llegar a hacer y con
qué posibilidades contamos. Por otro lado, y como también formamos parte de una
circunstancia, de un momento histórico, político y social, es imposible evitar
los interrogantes, las incógnitas que nos provocan tanto la marcha de nuestro país como los
sucesos de carácter global. Enigmas que, indudablemente, nos preocupan y,
a menudo, ensombrecen nuestro ánimo.
El video, que precede a esta
nota, nos trae imágenes del pasado, al
que, a veces, tendemos a idealizar. ¿Fue mejor que la actualidad? ¿Hubo en ese
pretérito mayor serenidad que en el presente? Si indagamos con sinceridad, si
cotejamos hechos y conductas del ayer y del hoy, si buceamos en nuestro
interior y en el interior de las almas que han quedado pendiendo del hilo de
los más diversos acontecimientos, esa idealización comenzará a resquebrajarse.
Hubo tanto de bueno como de malo en el tiempo que dejamos atrás, así como hay
tanto de bueno como de malo en el que nos toca vivir.
Mientras escribo esto, recuerdo
ese feliz ejemplo de imaginación e inteligencia que es
la película Medianoche en París, de Woody Allen. Muchas veces presumimos que en otra época podríamos haber vivido más plenamente o encontrarnos más
cómodos que en la que transitamos. Y así es como nos creamos un “paraíso perdido”, una
instancia en la que depositamos nuestros sueños y nuestros anhelos, y ésa
instancia no es más que una madeja de
suposiciones armada a contramano del transcurso temporal. Y sin embargo, en ella
está el motor que propulsa nuestro deseo y nos empuja con su fresca brisa hacia las acciones futuras.
En Argentina nos encuentra el fin
de año enfrentados a encrucijadas, a climas poco propicios, a desencuentros de ideas e
ideales. Nada nuevo. Estamos acostumbrados a vivir al límite, a arrastrar
pesadumbres y a pisar en falso. Y sin embargo, seguimos “haciendo”, cada uno a su manera y medida, con aciertos y errores, con pesimismo
o fanatismo, con solidaridad y con miedo, con intenciones descabelladas o
sensatas, y hasta admirables.
Existe en la lengua española el
sustantivo malhumor y también un
verbo malhumorar y un adjetivo malhumorado. Sin embargo el buen humor es una
construcción nominal. Un sustantivo que es calificado por un adjetivo que podría
ser bueno, pero también fino, punzante, ácido, negro, de perros, etc. Cuando hablamos de buen
humor, así como gramaticalmente
construimos una expresión definitoria de un estado de ánimo que implica
propensión a la alegría, en la que el adjetivo es un acompañante y determinante
del sustantivo en cuestión, al mismo
tiempo construimos una predisposición, una tendencia mental y orgánica,
una forma de “dar el paso”. El término malhumor conforma una entidad inseparable, en la que
el sustantivo y el adjetivo están atados, sin posibilidad de destrabar
el nudo íntimo que los estrecha. Muchos
han definido al hombre como “un animal que ríe”. Pero la risa está a un paso
del llanto. A tal punto que se puede
llorar de risa. El júbilo es inseparable
de la pena. Tristeza y alegría se dan la mano. Porque las emociones no son
casilleros de un archivo. Son la urdimbre que nos sostiene como personas.
Comenzar el año de buen humor no significa
volvernos insensibles o gélidos. Tampoco consiste en pintarnos una sonrisa engañosa como la del payaso Garrik, o una
sonrisa banal como la de tantos que confunden las apariencias con la realidad. Es colocarnos en una frecuencia de onda que
contrariamente al malhumor, indivisible e inamovible, nos expande en el
diálogo, en el intercambio afectivo, en la comprensión, en la
multiplicidad perceptiva.
Los que hacen del malhumor su
bandera, su arma de dominación o el escudo con que encubren la bajeza de sus
pasiones, en realidad son como la silla (puede ser sillón, trono o banqueta) a
la que le falta una pata. Nadie puede sentarse en ella sin estar expuesto a una
caída y al golpe físico y moral consecuente.
Con buen humor Charles Chaplin denunció
graves conflictos sociales (El gran
dictador, Tiempos modernos, La quimera del oro…) y Roberto Benigni nos mostró la crueldad de la
guerra (La vita é bela).
El arte ha sabido expresar con
buen humor esa trama sensible que, en los mejores y los peores momentos, nos
pone a todos los mortales a la par.
HAPPY NEW YEAR
Mira, no pido mucho,
solamente tu mano,
tenerla
como un sapito que
duerme así contento.
Necesito esa puerta
que me dabas
para entrar en tu
mundo, ese trocito
de azúcar verde, de
redondo alegre.
¿No me prestas tu
mano en esta noche
de fin de año de
lechuzas roncas?
No puedes, por
razones técnicas. Entonces
la tramo en aire,
urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de
la palma
y el dorso, ese país
de azules árboles.
Así la tomo y la
sostengo, como
si de ello dependiera
muchísimo del mundo,
la sucesión de las
cuatro estaciones,
el canto de los
gallos, el amor de los hombres.
31/12/1951- Julio Cortázar
Fuente: Cortázar, Julio, Salvo el crepúsculo, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 1998
el niño que todos los
años, en vísperas de Navidad
piensa aún en poner
su zapatitos detrás de la puerta.
Manuel Bandeira (Pernambuco,1886-Río de
Janeiro,1968).
Fuente: Poesía
latinoamericana del siglo XX (selección: Susana Zanetti), Bs As, CEAL,
1970. El poema pertenece al libro: Lira dos cinquent’anos. Versión en
español: Raúl Navarro.
¡Feliz Navidad! para todos mis amigos y lectores del blog.
“ No toda mirada es capaz de engendrar
visiones. Algunas miradas nada ven de puro inmersas en lo inmediato; otras, desprendiéndose un poco
más, se enredan en espejismos; otras, llegan hasta figurarse personajes,
criaturas. Pero hay una mirada genial de quien , habiendo llegado hasta un
lugar privilegiado, hasta un centro, mira desde él creadoramente. Porque
habiendo llegado a insertarse en algún
lugar donde muchas cosas se hacen una sola, es capaz de engendrar unitariamente
una diversidad.”
María Zambrano
El hombre es su
conciencia de sí, y sin embargo, tenemos conciencia de haber sido más nosotros
mismos en los momentos en que, librados de los límites de la conciencia,
pudimos soñar.
Cuando fuimos más y
otros:
cuando
un sueño nos iluminó.
Cuando una cita con
lo ausente nos trasportó de la estrechez de lo presente.
Cada vez que una
época deja de soñar ya no despierta.
Duerme su sueño sin
sueños.
Sueño gregario: el
mismo que todos, pero aislado en cada uno.
Diferente a nadie: indiferente a todos.
El hombre, cada
hombre y cada mujer, no es la humanidad: ella es el sentido de lo humano, el sentido
de cada uno, y la tarea de todos.
Lo realizable.
Cuando se extingue
su pasión por lo posible, cuando la imaginación
no imagina futuros, esa época deja de ser humana: ha claudicado de su esencia
utópica, su pulsión simbólica. Ha amputado su impulso deseante.
Su deseo de desear.
Lo humano de su
humanidad.
Ha comenzado a
morir, a dormir sin el sueño de soñar.
Para modificar, combinar
y variar lo que se tiene, hay que saber con qué se cuenta: basta calcular.
Pesar y medir.
Para transfigurar
la realidad, darle la forma de una novedad, liberar su intrínseca creatividad,
hay que contar con lo que no se tiene.
Con lo que aún no es:
mirar hacia lo que no se ve.
Hacia la diferencia
en su desnudez:
lo todo otro que
todo.
Lo imposible que
nos conduce
hacia
más lejos que llegar.
Fuente: Mujica,
Hugo, Poéticas del vacío, Madrid,
Editorial Trotta, 2002.
A lo largo de mi experiencia como
lectora de narrativa (bastante extensa, por mis años, gusto y formación
profesional) nunca me había topado con cuentos cuyo tema fuera el drama escritural, el ambiente en que
se crea y difunde la literatura y los tan peculiares vínculos que se establecen
entre los escritores. El libro Llamadas telefónicas, primer volumen de
cuentos de Roberto Bolaño, publicado inicialmente en 1997, y con el cual obtuvo el
Premio Municipal de Santiago de Chile, además de ser, en su conjunto, un
muestrario de interesantes piezas
narrativas, aborda esa temática en los cuatro primeros cuentos.
Una característica general de los
relatos de Bolaño es la habilidad de entrelazar
situaciones con el fin de mostrar desde una exterioridad creíble y realista, la
interioridad de los personajes y su interrelación con otros personajes, en
consonancia con determinadas circunstancias. Cada cuento es un fragmento de
vida, y como tal elude finales
efectistas o infranqueables. Su dominio
de la intriga otorga fluidez a una trama
que transparenta el juego de luces y sombras de las relaciones humanas.
El cuento con que comienza el
libro, Sensini, narrado en primera
persona, esboza el retrato de un escritor argentino -algunas referencias nos permiten pensar en
Antonio Di Benedetto- al que el autor conoce a través de un certamen literario.
Se establece una relación epistolar a
partir de la cual va delineándose la
figura de Sensini, su entorno familiar y también los incidentes en los que, como escritor y
como hombre, se ve envuelto. El
cuento es, en cierta medida, una suerte
de homenaje que alcanza a una generación de autores,
“probablemente la mejor en lengua española de este siglo”, arriesga Bolaño.
Escritores cuya vida fue segada por la violencia de la dictadura militar,
escritores obligados al exilio, talentosos escritores que debieron pasar
penurias y privaciones para poder expresar lo que su vocación y su libertad
interior les dictaban.
Pero, esa aproximación al escritor-protagonista no
solo está exenta de toda solemnidad, sino que alcanza ribetes irónicos. El
relato abunda en referencias al mundillo literario español –ya que la acción
transcurre en ese país-. Con mirada
perspicaz, Bolaño recorre ese ambiente cargado de particularidades. Sensini
refleja que “el mundo de la literatura es terrible, además de ridículo”. Las
pequeñas o grandes consagraciones provienen de certámenes provincianos cuyos
jurados son “una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en
otras fiestas”. Esta especie de lotería literaria se publicita en los diarios
dentro de las columnas de sociales, en la de sucesos y deportes o a mitad de camino entre el informe
del tiempo y las necrológicas. Otro dato no muy serio es que los autores pueden presentar sus relatos en
distintos certámenes a la vez con la sola restricción de cambiarle el título,
sin que nadie lo advierta. De esa forma logran su precario sustento. Bolaño atisba la penumbra desde la cual emerge la
figura de Sensini. Un escritor de mérito, que proviene de un país que enzarza a Bolaño con el tango y el laberinto,
y al cual se le atribuyen connotaciones kafkianas (su más difundida novela
es considerada por algunos “un Kafka colonial” y hasta su hijo, uno de los
tantos desaparecidos, se llama Gregorio, como el personaje de La Metamorfosis).
Sensini resulta el espejo de un modo de vivir y crear al borde del más
ignominioso absurdo. Y ese arco que va del país expulsor, al cual regresa para morir,
casi sin ser visto, al país que lo asila
y le enseña las artimañas a las que debe recurrir en pos de un
espacio consagratorio, tensa o afloja las cuerdas por las que transita su
existencia.
Henri Simón Leprince, el segundo de los cuentos, describe con
pinceladas enternecedoras a un tipo
humano que participa de pasada de esos
círculos áulicos. Se presenta como una historia del pasado, ubicada en la época de la segunda guerra, pero
de una fatal perduración. Leprince es un
fracasado que “sobrevive en la prensa canalla parisina y publica poemas que los
malos poetas juzgan malos y que los buenos ni siquiera leen”. Cuando Francia
capitula, los colaboracionistas, con poder sobre editoriales y revistas, lo tientan. Pero él no acepta su invitación.
Por el contrario, se suma a la resistencia y colabora con ellos poniendo a
salvo a muchos escritores que en el mejor de los casos lo ignoran y, en el
peor, lo desprecian. Su labor, sin embargo es temeraria. En una de las tantas
aventuras y desventuras en que se ve envuelto mientras trata de salvar artistas
perseguidos, conoce a una joven novelista que le aconseja ser “un escritor
secreto, tratar de que su literatura no reproduzca su rostro”. Si bien no se
vuelven a ver recordará durante mucho tiempo el beso y las lágrimas con que se
despidió de él. Y en su fantasía persistirá el ensueño de haber despertado en
ella algún posible sentimiento. Finalmente se retira a un pueblo de la Picardía donde ejerce de
maestro. “En su corazón, Leprince ha aceptado por fin su condición de mal
escritor pero también ha comprendido y aceptado que los buenos escritores
necesitan a los malos escritores aunque solo sea como lectores o escuderos”.
En la descripción inicial dice
Bolaño: “ el nombre, sin que se sepa por qué le cuadra aunque él es todo lo
contrario de un príncipe”. Y es que Leprince más que un ser de carne y hueso es
un emblema. Emblema de la soledad del que no ha entrado en el circuito de los privilegiados. Emblema de irrenunciable dignidad. Emblema de una extrema
tensión pasional. Leprince es, en síntesis, el escritor secreto, el invisible
creador y recreador. El que sin ninguna oportunidad de prosperar en su empeño, propicia desde su
anonimato la pervivencia de los otros.
El que cree en la creación. A pesar de su fragilidad, es el más soberano
ejemplar de la cofradía. Los trazos con que se dibuja a este arquetipo
son amargos, pero hondamente conmovedores.
El tercer cuento se titula Enrique Martín, y ya desde el comienzo
Bolaño nos pone al tanto de un final irremediable pero que es el único final
posible: “Un poeta lo puede soportar todo. (…) El (…) enunciado es cierto, pero
conduce a la ruina, la locura, la muerte.”
Narrado en primera persona, el
relato muestra una serie de encuentros y desencuentros entre dos poetas.
El primer desencuentro se produce
cuando Enrique Martín, quien escribía mal pero deseaba con ahínco ser poeta
publica una revista llamada –proféticamente- La soga blanca. En la
publicación, por influencia de un tercero, queda excluido Bolaño. Luego se
sucederán ocasionales encuentros que
muestran distintas circunstancias del
personaje: desde escribir poemas mediocres y buscar su aceptación en el prójimo
a su abandono de la poesía para
dedicarse a un trabajo de oficina, primero, y luego a la atención de una
librería, tarea que alterna con colaboraciones en una revista, relacionadas con el avistamiento de platillos voladores. Enrique
Martín va hacia la escritura de sus
versos y vuelve de ella esporádicamente.
Un día su ex compañera, con quien
comparte la atención de la librería, lo encuentra colgado en la trastienda del
negocio. Bolaño entonces recuerda una carpeta con escritos que le dejó una
noche en la que no parecía estar muy en
sus cabales, y al leerlos se enfrenta
con la más terrible respuesta a las incógnitas planteadas por el oscuro
personaje: todos los poemas que ha podido escribir son a la manera de… (de
Miguel Hernández, de León Felipe, de Blas de Otero,… etc)
Enrique Martín ejemplifica el
drama del desencuentro, del cual sus apariciones y desapariciones en la vida del
autor son una especie de reflejo especular. Su principal desencuentro es
consigo mismo: desea hacer lo que otros hacen. De tanto en tanto busca
evasiones porque es incapaz de sacar de sí lo que anhela. Desearía parir, según
él mismo confiesa, pero para parir es necesario el paso previo de engendrar, de
dar vida a la voz que habita en lo más profundo
de uno mismo.
El cuarto cuento, Una aventura literaria, está escrito
con la objetividad de la tercera persona, remarcada por el hecho de que los
personajes no tienen nombre: son A y B. B escribe un libro con la intención de
burlarse de arquetipos de escritores, en el cual dedica un capítulo a A, escritor renombrado y competente, pero un
tanto pontificador y “catoniano”. Para sorpresa de B, A reseña ese libro elogiosamente.
Si bien B desconfía de esa crítica reconfortante (tal vez desconfía de sí
mismo) va sintiéndose cada vez más atraído por la figura del literato al punto
tal de hacernos conocer su nombre:
Medina Mena. Con el tiempo Medina Mena reseña otros libros de B (quien carece
de nombre hasta el final) y siempre sus notas son halagüeñas. La situación
desencadena en B paradójicas rumias y una serie de conductas ambivalentes. El objeto
de sus burlas, Medina Mena, pasa a ocupar el centro de sus preocupaciones.
Después de penosos intentos -penosos por
la inseguridad personal que le suscita el odiado y tal vez envidiado personaje-
logra entrevistarse con él, quien lo recibe en su casa.
Este es el único de los cuatro
cuentos que no refiere a un nombre propio. La palabra aventura, que forma parte
del título, remite a acción. La aventura es un lance, una peripecia. En este
caso la aventura física, concreta, traduce una peripecia emocional y moral en
la que se entremezclan los más variados sentimientos: envidia, admiración,
autosuficiencia, dependencia, valoración.
De estas y otras materias se
compone el oficio de escribir. Bolaño, agudo observador, analiza su ambiente de trabajo y también
se analiza a sí mismo. Es indudable que
hay parte de él en cada uno de los cuentos.
Cualquier lector busca en un
libro placer, imaginación, entretenimiento, y también, ¿por qué no?,
conocimiento. Pero, quizás muy pocos lectores ajenos al ambiente literario
puedan imaginarse los entretelones
detrás de los cuales nacen las páginas de un libro. Su gestación, su
arribo a una editorial, su estimación, su trayectoria dentro del mercado. Y a esto hay
que sumarle las disyuntivas e
infortunios a que se ve expuesto su autor: la dificultad de franquear puertas,
el sectarismo, la, a menudo, azarosa consagración, la competencia desleal, el
arribismo, las envidias, el narcisismo, el tráfico de influencias. Muchas de
estas condiciones han sido pintadas con sagacidad por Bolaño. Bien podría
decirse que el autor ha creado historias
a imagen y semejanza de lo que ha
sufrido en carne propia.
Fuente: Bolaño, Roberto, Llamadas
telefónicas, Buenos Aires, Editorial Anagrama, 2013.
El término exilio está aureolado
de connotaciones tristes, de relampagueos de zozobra. Es una palabra que rezuma
pena y desasosiego. Todo exilio supone un alejamiento de la tierra natal y en
tal sentido es sinónimo de expatriación y de destierro. La separación de la
tierra supone el alejamiento de la sustancia madre, la que recibe las semillas
y la que cobija las raíces. Aquella de la cual nace y en la cual prospera toda producción.
El exilio puede ser exterior o
interior. Puede uno trasladarse hacia
otras comarcas o permanecer en el
territorio donde vio la primera luz. El primer caso puede ser voluntario o
impuesto. En el segundo, el desapego es el resultado del menoscabo ha que ha
sido expuesta la idiosincrasia. Y por
más que el distanciamiento se haya impuesto por decisión propia, éste no
resulta menos doloroso que si hubiera sido estipulado por una condena de destierro. También en este
caso pesan las circunstancias. Ante una situación de asfixia, la intimidad tiende a defenderse, a
buscar ventanas o aberturas por donde entre un aire reparador. Entonces se
produce el retiro. ¿Y hacia dónde puede retirarse quien no quiere o no puede
acceder a un pasaje salvador, a un boleto de ida hacia otras márgenes donde
pueda sentirse contenido? Podría uno dejarse arrebatar por la frustración, el
rencor o el enojo. Y en ese caso perdería la capacidad de razonar o la pasión
con que debe estar acompañado cada latido, cada movimiento de sístole y
diástole, cada inhalación y cada exhalación, que acompañan la fluencia vital. Pero si aún se
está aferrado a la vida, si aún se siente que vale la pena estar de pie, si aún
se valora el sentimiento de quienes nos rodean y pueden ser interlocutores
válidos, el exilio se transforma en una meta de carácter profundamente
espiritual.
El traslado se va produciendo
lentamente. Desde las sombras a la luz. Del espacio cerrado, al abierto. De la
palabra, al verbo. Del monólogo al diálogo. Del opresivo enclaustramiento de imposiciones
oscurantistas y autocráticas al sutil aleteo de las libertades personales. Aquellas
a las que ningún cerrojo puede trabar. Una biblioteca puede ser un buen lugar
para acoger esta suerte de exilio, un
jardín también, un espacio propio donde estemos rodeados del encanto de
nuestros mejores recuerdos, de esos pequeños objetos casi mágicos que hemos
guardado durante años y que emanan tibieza, de ese
grupo de voces amigas que atiza a cada instante el valor de la esperanza, del
gesto de dar sin pedir a cambio, de la
comunión que simbolizan los lazos de solidaridad.
La falta de oxígeno se percibe
como el apretón de una soga al cuello. La inclemencia golpea nuestro cuerpo
como un látigo invisible. La agresión nubla nuestra mirada. El acoso, el miedo,
la sinrazón quiebran nuestro espinazo. El pasado regresa como un mal sueño, una
pesadilla recurrente. Estamos en silencio, inermes. Pero con solo girar sobre nuestro centro de gravedad podremos
entrever una pequeña muestra de la
creación: un pájaro sobre una rama, un libro abierto, un río que fluye entre afiladas piedras.
Se puede atribuir a la
circunstancia que provocó el alejamiento múltiples caras: ¿discrepancias
políticas, divergencias ideológicas, malestar físico y moral, pérdidas de
derechos, incongruencia de obligaciones, desorden, incomprensión? Algunas de
estas facetas son propias de una sociedad dinámica, de un producto humano que
cambia y se renueva. Pero, cuando esas disparidades y alternativas, lejos de
estar encauzadas hacia un proyecto de crecimiento, de interacción y de progreso
del conjunto, son excluyentes y no responden a una lógica y una visión de
futuro que a todos y cada uno nos
comprenda, empujan al desánimo. Porque no es una sola causa la que mata nuestro
deseo de pertenencia. Lo que nos aniquila realmente es la sensación de pantano.
Figuradamente, desterrar
significa apartar de sí. También significa sacar de debajo de la tierra. Cuando
el exilio es interior desenterramos nuestro corazón. Su acompasado ritmo, como
el de un reloj, marcará el tiempo durante el cual sea necesario apartar de sí lo sucio y lo
excrementicio para que resplandezca la cualidad de la materia orgánica del
suelo que sustenta la fertilidad y la floración
de la vida.
En esta mecedora me acunaba mi
madre cuando aún no había nacido. No era como ahora se la ve. Tenía otro color
y, seguramente otro compás bien diferente al que le imprimen mi cuerpo y mi
alma.
En ese tiempo yo era invisible. Un pequeño
renacuajo flotando en la placenta nutricia. No podía ver el rostro de mi madre, ni ella el mío. Pero
juntas nos agitábamos al ritmo con que la
hamaca se balanceaba. Y nos intuíamos. Quizás
hasta nos enviáramos mensajes. Indescifrables signos de esa singular unión entre el afuera y el adentro.
Cuando nací y ella me sostuvo en
sus brazos, mi ojo y mi latido pudieron
atravesar la claridad parpadeante del día y de la noche. Siempre me resultó
difícil entenderla. A mi madre, digo. A veces hablaba con palabras filosas y el
pensamiento se le enredaba en una madeja de abismos. Y aún así la amaba. Tal
vez porque algún tácito mandato me imponía el afecto filial o porque
el amor, ese oscuro emisario de la
sangre, poco entiende de razones o sinrazones. O, tal vez porque, de tanto en tanto, regresaba el recuerdo de
aquella tibia caricia con que, en su
mecedora, me mecía.
Hace poco reciclé la silla-hamaca.
Limpié las asperezas que los años y el uso le habían propinado. Devasté los
colores originales. Con lija y
diluyente borré marcas y heridas del
pasado. Luego mezclé pinturas hasta hallar un tono más amable y la vestí de
verde en honor al jardín que alumbra mis páginas y de lila porque este color es uno de mis preferidos. Y
también porque evoca a las lavandas en flor.
Muchas tardes me siento en ella y
acuno mis lecturas. Y de paso, pienso e imagino. No he tenido hijos…
Seguramente no estaban escritos en mi destino. Como no están escritos en el
destino de tantas otras mujeres. No me he sentido yerma por eso. La fertilidad
es inherente al ser en lucha, al
cotidiano trabajo de estar intensamente vivos.
Hubo un momento en que debí
trasformarme en madre de mi madre. Y hasta ella me confundió en sus sueños con
su progenitora. Suele ocurrir cuando la ancianidad cerca y cercena. Y entonces
tuve que arroparla y acunarla para que no sintiera tan hondo el frío de la muerte.
Y ahora que no está, ni están sus
desencantos y desarmonías, ha quedado en mi casa y en mi pequeño mundo su
mecedora. Con su verde y su lila y su perezoso vaivén. Desde ella doy vida a lo
invisible. Y siento en mi interior, en el nido de mis entrañas cómo se acercan
y alejan las palabras, cómo el lenguaje fluye y confluye. Como si un renacuajo
vibrante y tibio quisiera ver la luz.
Construir. Un trabajo que se impone necesariamente.
Para que una página no diga lo que se espera escuchar.
Y pienso en Filisberto,
con su escritura arbórea,
su ramaje poefantasmático.
Él detrás de cada palabra, recobrando la infalible
arquitectura
del subsuelo.
Y entonces vuelvo a mis quehaceres,
a mis manos ásperas de sueño.
El polvo del ladrillo, la cal
embravecida, el agua resplandeciente, untosa
de jabón y de hollín,
La piedra que se alza sobre mi cabeza como una brújula,
el polen desprendiendo su iridiscencia,
la pava en su rezongo dominguero.
Terruño:
álbum de fotos familiares,
plantas ancianas y plantas niñas.
Un columpio, el de la noche en vela
y el día en pie.
Construir en medio de.
Construir a partir de.
Construir a pesar de.
Destruir instantes vanos, aguijones invisibles,
gritos de urraca,
fraseo de huracanes, amenaza o relámpagos de ira.
¿Total para qué?
Y mientras se construye y destruye al mismo tiempo,
echando abajo lo que abusa
en materiales descartables y en profecías envenenadas,
crecen muros, y con ellos crece un silencio nuboso,
y una luz repentina, inmanejable.
El sol y la luna atraviesan los cristales y entran a mis
dominios.
Van y vienen por los pasillos y los cuartos
de mi casa,
hecha como todo lo mío de palabras y de fe.
Poema perteneciente a Rincón de poesía.
Nota: Este poema, que recientemente ha sido publicado en la revista Hablar de poesía aparece en esa edición con el título Manos a la obra. Como es un texto bastante reciente le cambié el título porque consideré en el momento de su publicación que respondía con mayor justeza a lo que el poema quería expresar.
Y una malla de cenizas rubias, de piel de mariposas,
ciñe los muslos del día que se levanta como un
Arco Iris
y asoma sus pies descalzos sobre la timidez de los
pastos;
en las campanas; sobre los trigos, o sobre las aguas.
¿Dónde nace el grito que hace que el corazón se
regocije y cante
-girando como los astros, como las peonzas
violentas-,
y hace que yo me acerque a vosotros y os ofrezca mi
sueño
que sube por mis palabras como la primavera por
las raíces?
¿Qué viento es el que, suave como los musgos,
y desprendido de los horizontes, o de alguna turbina
eléctrica
me trae este grito que se rodea de puntas de sol
ardiendo
que me subleva la voz como el filo de un arado la
pulpa de la tierra,
y que me penetra –como una voz de mando-
hurgándome las carnes?
Hay pureza de sexo virgen en la tierra que se
ofrece como una doncella.
Hay levadura de harina
limpia que nos dilata los
ojos y las sienes.
Oh, camaradas
¡qué lindo sería poseer a las muchachas sobre la
tierra
Y ensuciarles la boca con zumo de pasto y las
mejillas con zumo de pétalos!
Envenenarles la sopa a los millonarios que duermen.
Violar los cerrojos de los conventos para besar a las
monjas.
Subirnos a los rascacielos
y mear los escudos del
congreso eucarístico
con el beneplácito de Jesús y la venia de los ángeles;
bajo la vigilancia de las nubes y el corazón
de Dios que arde en el cielo.
Llenar las valijas de los turistas católicos con
dinamita.
E irnos desnudos por los caminos del mundo.
Desnudos y alegres como el hombre que vio la
primera luna,
o la mujer que nació al deseo junto a las raíces y
las bestias.
Oh, camaradas,
y estamos aquí, inmóviles, en la esquina del día que
arde como una bandera.
Con los hombros caídos.
Con los brazos inútiles.
Mientras la primavera vibra como una red de peces
de colores.
Y un torbellino de angustia enturbia los ojos de
Buenos Aires.
Y una turba de rufianes “angélicos” inutilizan
nuestra ciudad.
Se me llena la boca de gritos.
Se me llenan las manos de puños.
Se me llenan los ojos de rabia:
porque te veo inmóvil Buenos Aires, sumisa e inmóvil.
Inmóvil en la esquina del día que arde como
una bandera.
Y hay bocas con hambre que gimen contra los
muros.
Y hay sueños con hélices que giran contra las
estrellas.
Y hay la primavera que se desviste sobre los árboles.
Mientras nosotros vamos a sepultarnos como los
difuntos
en las usinas, las fábricas y los talleres:
pisando colas de serpientes vivas.
Anillos de gusanos muertos.
Y crucifijos llenos de telarañas.
¡Y en los jardines silenciosos de los millonarios
que duermen
baila la primavera desnuda sobre las hierbas!
Fuente: La poesía del
cuarenta (Selección de Claudia Baumgart, Bárbara C. de Arnaud y Telma
Luzzani Bystrowicz), Buenos Aires, CEAL, 1981. El poema pertenece al libro Tumulto,
1935.
Nota: José Portogalo es el
seudónimo de José Ananía, nacido en Italia, en 1904 y fallecido en Buenos Aires
en 1973. Obtuvo el Premio Municipal por su libro Tumulto.
Fuente: Borges,
Jorge Luis, Obra poética, Buenos
Aires, Emecé Editores, 1986. El poema pertenece al libro: El otro, el mismo (1964).
v
Esta nota no pretende ser un
comentario crítico ni mucho menos. La autoridad de Borges en materia de escritura
no admite agregados irrelevantes. Su texto es elocuente. Sin embargo, y como
siempre hay quien tiene sus reparos y también quien tiene su tendencia a ideologizar, he tratado
de interpretarlo bajo la luz que a mí,
como docente con larga experiencia en el aula, me aportó la lectura de la obra
sarmientina y la aproximación al estudio de su circunstancia histórica.
“Nuestra asidua retórica no lima/
su áspera realidad” dice Borges. Y me
hace pensar en el uso abusivo de la palabra, muchas veces sacada de contexto, y
rearmada argumentativamente al servicio
de maneras cristalizadas y reiterativas de ver la realidad. En nuestro país el mito
parece querer reemplazar en forma constante a la compleja y rica entidad que conforma cada sujeto. La
mitología es una forma de relato que sacraliza, en algunos casos, lo que de
hecho está sujeto a diversas lecturas
por pertenecer al ámbito de lo histórico. Es así, como a través del doblez
discursivo se recrean causas y consecuencias con el fin de ver la trama de un
solo lado.
“Las aclamadas fechas de fastos/
no hacen que este hombre solitario sea/menos que un hombre”: Borges subraya la humanidad de Sarmiento, con todo lo
alentador o lo cuestionable que ello
supone. Los fastos y las celebraciones tienden a privar a la persona de sus
condiciones intrínsecas y de las alternativas en las que se vio envuelto a la hora de interactuar con su entorno. La
hora de Sarmiento no es la nuestra, aunque la nuestra guarde de aquélla algunos
signos perturbadores.
“…el que ve nuestra infamia y
nuestra gloria”, Sarmiento vio con claridad -ya en 1845, en Facundo, lo expone-
la estructura feudal de nuestro país, que lamentablemente aún sigue en pie.
Estructura que atenta contra su desarrollo armónico y dota al caudillo de una
fuerza avasalladora que opera sobre un pueblo inerme. El subtítulo del
mencionado libro: civilización y
barbarie, dio pie a una hipótesis suya
que ha sido muchas veces cuestionada. Un poco, por ser sacada de
contexto y otro poco por no prestarse a la prédica demagógica. Bárbaro es para Sarmiento
quien por carecer de los estímulos que profundizan el discernimiento y la reflexión autónoma, no puede admitir la
contención del límite moral y, en consecuencia, actúa con la prepotencia de la
manada. Sabido es que a esta altura mucho tendríamos para debatir respecto de
la civilización. En aras del “progreso” se han consumado los mayores desatinos
y crueldades. Y, sin embargo, no podemos negar el progreso, así como no podemos
negar nuestra edad. La civilización, acompañada de los sustentos antes mencionados: discernimiento,
reflexión autónoma, valores éticos, es mejoradora.
“camina entre los hombres que le
pagan (…)/ su jornal de injurias/o de veneraciones”, Borges lo muestra en
marcha. Porque él sentó las bases del fundamental motor del desarrollo justo de
una nación: la educación, que nos
iguala en posibilidades de acceso al saber, y en consecuencia, al trabajo
y a la dignidad. Ese principio de equidad, doloroso es decirlo, no
resulta conveniente para quienes pretenden, con retóricas desgastadas, mantener
en vilo y en zozobra a la población en su conjunto y muy especialmente a los que
carecen de voz y, por qué no decirlo, hasta de voto. Los que lo veneran lo
deshumanizan. Venerar es un término casi diría terrible: no es estima ni
admiración. Es el mármol o el bronce contrarios a la agitación de la vida. Los que lo injurian son los que desearían acallar en su nombre cualquier tipo
de lucha en pos de una ciudadanía consciente y dueña de su destino.
“Abstraído en su larga visión (…)
Sarmiento, el soñador, sigue soñándonos”, concluye. La visión de Sarmiento fue
indudablemente abarcadora. Tendía hacia un futuro promisorio y soñaba con un
país pujante (bien conectado a través de vías férreas y redes fluviales, y
soberano en el manejo de su potencial energético), insertado
dentro de la región y del mundo, un país dotado de un sistema educativo que promoviera el acceso al trabajo y a los
bienes culturales y territoriales, un país que no estimulara la fuga de
cerebros , ni el exilio físico o emocional de los que piensan y actúan con
independencia del statu quo. En síntesis: un país que cuide el porvenir de
sus descendientes.
Sarmiento sigue y seguirá
soñándonos mientras los habitantes de la República seamos conscientes de que lo que nos
engrandece no es dejarnos hipnotizar por espejismos, sino la intensa fuerza con que nos abracemos al conocimiento liberador y a los principios que rigen una sana convivencia.
En
revistas denominadas “culturales”, o en
breves ensayos o artículos de algunos
críticos o de supuestos escritores que aparecen en las secciones de cultura de
los diarios, puede advertirse una marcada tendencia al regodeo en aristas
absolutamente personales de los escritores. En
muchos casos, nos enteramos tarde o temprano de esas facetas íntimas, a
veces penosas o por lo menos conflictivas a través de confesiones de los mismos
o conjeturando a partir de ciertos datos biográficos. Pero en última instancia
lo que vale es su obra y no sus intrígulis privados. Las publicaciones
“culturales”, mimetizadas con la incultura de época, dan rienda suelta a un
chismorreo -casi diría cotorreo- que no dista demasiado en su intención de la de la antigua revista “Antena” respecto de la farándula. Lo que hace de Borges
un escritor universal, leído y admirado
en todo el mundo y en diferentes épocas y por lectores de distintas edades, no
son sus avatares existenciales, sino su talento. Lo mismo podría decirse de
Kafka y tantos otros. En lo personal, sólo me importa de la psicología del
autor su capacidad para crear. He oído decir que los conflictos psicológicos
enriquecen al artista. Puede ser, aunque las
neurosis y/o psicosis no sean el único motor que propulsa la creación.
De lo contrario cualquier neurótico, psicótico o psicópata podría ser
artista. Considero “alocada” esa
proclividad por hurgar en la vida privada. Una muestra más, creo yo, de cierta avidez por
ganar mercado en una coyuntura social que aprecia más el reality show y las vidrieras que la soledad
y ensimismamiento que propician la aguda reflexión.
De un trabajo combinado entre fotos y textos surgió esto. Una especie de puesta a prueba de la tecnología y la imaginación, la imagen y la palabra, la mirada y su reflejo. Nada nuevo bajo el sol. Solo el inicio, el germen de algo que está en "ablande". Invito a los lectores a tejer una historia. O muchas...
Unquillo-Córdoba, 2005.
Ciego. Sin ojos que le permitan
adelantarse o dar marcha atrás. Solo coágulos
de óxido. Mirada vacía. Y allí el árbol ése que se ha interpuesto a su
tren delantero, trabando el paragolpes con su tronco fuera de toda lógica. Atado a la soledad de la vera del camino. Tal vez algún fauno se acomode en las noches de luna al frente de ese volante crucificado por la
perpetuidad del contra/giro. Salpicaduras de barro engrosan el volumen de sus
ruedas. La herrumbre invasora proclama el tormento de su carrocería. De vidrios, ni noticias. Todas
las aberturas son huecos. Interminable oquedad donde el pasado se ensimisma.
Será un modelo del año 47 ó 48. ¿Cómo ha ido a parar allí? ¿De qué modo? Y
entonces surge la posible historia. La descripción deja paso a la narración.
Una pareja cruzaba las sierras. Iban a establecerse en la zona. Desaparecieron
sin dejar rastros. Un pintor que ha pasado por Unquillo y por la casa de Spilimbergo, fue absorbido por su pintura y desde entonces
vaga de tela en tela, sin encontrarse a
sí mismo. Un chacarero estafado, pierde su campo y demás pertenencias, incluido
el auto. Lo encuentran de rodillas ante
el altar de la Capilla
Buffa. O… Y el coche, sin más dueño que el misterio, ha
quedado como muestra fatal de esas u
otras ausencias.
La naturaleza se hizo cargo del
asunto. Encerró al rodado para que no
pudiera escapar. Lo atrapó y transformó en chatarra. Desde entonces duerme
mientras la intemperie hace de las suyas. Tal vez sueñe con sus antiguos
dueños: él/ella/ellos ¿succionados por la niebla, devorados por el verdor
nocturno, carcomidos por la luz de un rayo?...
Colonia del Sacramento, ROU, 2013.
Del otro lado del río, un
ejemplar también de antaño. Lustroso
como para un casamiento o una cita fantástica. A la espera. En una calleja de
adoquines desparejos, un pequeño pasaje de una ciudad dispuesta para la
añoranza. Con construcciones de estilo portugués y suspiros ululando en
dirección al río. Al borde del invierno reinventa la
primavera. No por nada su color es
el verde. Oscuro pero verde al fin. Y es
que en su baúl estallan flores y hojas. Y hasta alguna mariposa merodea el
colorido de los tiestos. En su interior: dos copas con sus respectivas
servilletas invitan al brindis. El restaurant tienta al turismo con una
propuesta insólita: almorzar, merendar o cenar dentro de un coche pasado de
moda y por ello “atrayente”. Un coche viejo y nuevo al mismo tiempo. Porque
florece aunque esté detenido. ¿A qué historia puede corresponder tal
escenografía? Una historia de amor, de reencuentro. Un sitio exclusivo. Para
snobs, para diletantes, para jóvenes que ajustan su humor al del pasado o para
viejos nostalgiosos. Para la conversación o el silencio. Para el ritmo detenido
de ese siempre sol. De esa tibieza extrema que acaricia el alma y los sentidos.
Un lazo entre ambos vehículos: la quietud. Habiendo sido creados para circular, los dos están quietos. En un lugar
preciso y expuestos al espionaje de una lente
que los fija en su fijeza.
La naturaleza interceptando el accionar de una mecánica que
provoca la desaparición de personajes y acciones. Trama de agujeros. Y un otro lado que invita a la animación, al bramido
ilusorio de los motores o a la contradanza
de una caja de cambios. En ambos casos se advierte la mano del hombre.
No se la ve. Se la advierte, en el silencioso acertijo que la materia impone a la visión o en esa muda intencionalidad de lo que se rehace
deshaciéndose. Solo podría darse una
vuelta en estos trastos con el auxilio de la imaginación, cuya condición es tan impredecible como el accionar
de cualquier dispositivo traicionado por
la herrumbre del tiempo. Motivos… buenos
motivos para poner en marcha este oficio de sombras…
Fuente: Darío, Rubén,
Antología poética, Buenos Aires,
Editorial Kapelusz, 1973.
Nota: Rubén Darío es el seudónimo de Félix Rubén García
Sarmiento, nacido en Metapa( hoy Chocayos)- Nicaragua en 1867 y fallecido en León-
Nicaragua en 1916.
Hombre condenado a dos escenas
atroces: la primera y la última. Espiar por el ojo de la cerradura, que es el ojo
de Dios (que nos estaba esperando) y descubrir al Otro, que también espía,
hacia atrás, hasta el fin de los tiempos.
Y todavía sufrimos por la puerta
que no nos animamos a abrir y por aquella otra que no debimos haber abierto
nunca.
Fuente: Trejo, Mario, Orgasmo y otros poemas, Buenos Aires, CEAL, 1989.
Qué bien que últimamente han remodelado las instalaciones de
los subterráneos. El sistema de tarjetas
resulta más práctico. No me gustan los colores estridentes con que pintaron algunas
estaciones, pero las nuevas terminales están lindas. Y ni que hablar de la
comodidad que significa llegar a casa desde el centro en un santiamén ... Sus ojos se detienen,
en los quioscos de golosinas con mil
tentaciones para endulzar la vida, y
luego en los de diarios y revistas, abarrotados de información de todo tipo.
Por un momento, el omnipresente televisor, destinado a acorralar desde la
altura las miradas, se adueña de la suya.
En el andén, una multitud espera el arribo del convoy. Como la formación lleva quince minutos de
demora, puede advertirse cierta inquietud. Una especie de hormigueo, similar a esos diseños tridimensionales con
manchas que se alejan y reúnen en puntos
vagos. Fuera del movimiento general, están los que buscan desesperadamente un
banco, los que dormitan en él con las cabezas gachas, los que permanecen estáticos, con el pensamiento puesto quién
sabe dónde. Todo un muestrario de rostros, de facciones, de poses y
vestimentas.
Al fin, desde el fondo del túnel llega el
resoplido y la luz se abre paso en la sombría concavidad. El tiempo aletargado
se dilata y por detrás del brusco
deslizamiento de las puertas aparece la masa humana, en un hacinamiento de
barraca. Y así, como al pasar, en medio
del murmullo generalizado emergen
voces opacas. Qué pesadilla, viajamos como ganado. Sardinas en lata. ¡Trenes de
película! Sí, como los que llevan prisioneros rumbo a los campos de
concentración… A las consabidas y exageradas comparaciones se suman las protestas sobre las deficiencias del
transporte urbano. Todo dicho en un tono bajo, de tal modo que pocos puedan escucharlo. Y en
realidad casi nadie lo escucha porque otros ruidos interfieren o porque a esa hora del día, la sordera es una armadura
para seguir en pie. Después el silencio se impone y la gente, a los codazos o con cimbreante contoneo va encontrando un lugar
en medio del no lugar. En cada estación, el amontonamiento se aligera y el ánimo de los viajeros parece distenderse por efecto
del tenue airecito de los ventiladores.
Amelia lucha con los paquetes, sin dejar de prestar atención a la cartera,
que sostiene por si acaso, contra el
pecho. A poco de subir consigue un asiento.
Durante toda la tarde, ha recorrido oficinas tratando de resolver
algunos asuntos pendientes y se siente
cansada. Para gratificarse se compró un
ramo de fresias. Las pondrá en el florero del living a modo de conjuro contra
la rutina doméstica. Ya puede imaginarse el resplandor de las tonalidades
reanimado por la claridad que entra por la
ventana. Por suerte su casa es luminosa. Seguramente el ramillete
atrapará la atención del marido. ¡Qué lindo, compraste flores! Y después vendrá
el abrazo. El delicado relieve del adorno natural, encenderá su amor. Ya puede
imaginarlo. Un gesto de complacencia, a pesar de los años y los sinsabores. El
se quedará mirándola desde el otro lado
del ramo como a través de un jardín
imaginario.
Un niño desarrapado reparte estampitas. Pone
atención en él. El chico actúa maquinalmente.
Como por fuerza de costumbre.
Las deposita sobre la falda de la gente. Poca ocasión tiene para
entregarlas en mano. Muchos desvían la mirada tratando de evitar el doloroso
espectáculo de esa cicatriz de quemadura que le surca el rostro y el pedazo de oreja faltante. Su cara es como el
reverso de las flores. Marchita y descolorida. No voy a darle dinero para no
alentar la mendicidad, se dice Amelia, e inmediatamente extrae de su bolsillo
el chocolatín que ha comprado para su hijo. El chico lo examina indeciso. En
realidad, esperaba la plata, sólo la plata. A cambio de las figuras de santos o
vírgenes nadie le da otra cosa. Igualmente no desprecia el regalo. Es más, hace
un alto en su entrega y desenvuelve con parsimonia el dorado envoltorio.
Rápidamente devora el chocolate y el ojo medio estirado por la deformidad de la cicatriz brilla en un guiño de
satisfacción, de imprevisto placer. Ella, en ese momento, desearía acunarlo
porque el pequeño, de algún modo, es como si hubiera renacido. Por un instante,
recuerda a Marcelo, cuando era bebé, entre los brazos, con una burbuja de leche
en la punta de la nariz. A estas horas estará jugando en casa de su abuela.
Aunque cuenta con un considerable número de
juguetes fáciles de transportar, lo que más lo divierte es pasarse horas
frente a la computadora, fascinado ante los juegos electrónicos. Así que puede imaginarlo refunfuñando por la
falta de su habitual entretenimiento. Marcelo debe tener la misma edad que este
niño, pero no... El pequeño callejero parece cargar sobre sus espaldas una pila
de años y ahora que lo mira con más
detenimiento se da cuenta de que hasta renguea. Bamboleándose como un muñeco de
trapo, se aleja rumbo a la puerta que
comunica con el otro vagón. Y se pierde entre el gentío. Y es nadie entre
nadie.
Qué difícil viajar en subte. Siempre le ha provocado
una suerte de incomodidad estar en un lugar tan cerrado, con un techo de escasa
altura y sofocante y, para colmo, bajo
tierra, donde la vista permanece como apresada. Sin paisaje a través de las
ventanas. Imposible fijarla en alguien en particular. Cualquiera lo tomaría
como una impertinencia o una provocación. Solo se puede repasar como al
descuido los rostros y después, haciéndose la dormida intuir historias. Por
ejemplo la de ese hombre joven, que está sentado frente a ella. Hace un rato
nomás, lo vio observar de reojo, con cierta repugnancia, al niño mendigo. Luego de removerse,
incómodo, en el asiento volvió a hundirse en el diario que lleva abierto. Está
anclado en la sección deportiva. A lo mejor trata a toda costa de entretenerse
con algo para olvidar las presiones que sufre en el trabajo. De pronto, echa
una ojeada hacia el interior del vehículo.
Como si volviera de un oscuro pantano. Las preocupaciones son cada vez
mayores y está exhausto, piensa Amelia. A simple vista se advierte. Presume o
imagina, por mera asociación con lo que a diario se escucha, que la cabeza del
hombre es un hervidero donde a fuego lento se cocinan rumores de despido,
exigencias de un jefe que no le llega ni a los talones – un digno exponente de
los que trepan a través de artimañas de todo tipo -. Aunque, pensándolo bien,
quizás no sea más que uno de los tantos ineptos atornillados a la silla de
alguna repartición.
A su lado, sobre la pana descolorida del
asiento, ha quedado el papel brillante de la golosina. Casi sin darse cuenta, lo toma entre sus
dedos. Al manipularlo comienza a emerger la forma de un barquito, como los que
solía depositar, cuando niña, en la alcantarilla los días de lluvia. Y la
imagen recordada, no sabe bien por qué le trae
a la mente los libros de aventuras, que tanto le encantaban. Ante la
pregunta ¿qué te gustaría ser? , ella
respondía invariablemente escritora o actriz. Adormecida por el ronroneo de las
ruedas del subte ha vuelto a la infancia. El ruido que anuncia la detención del vehículo la
devuelve a la realidad. Sólo faltan tres
estaciones para llegar. Después aligerase de ropas, un buen baño, y a preparar
la cena. Mañana, Dios dirá. La frase hecha golpea sus sienes y en un acto
reflejo estruja el barquito, que va a parar, hecho un bollo, a los pies de una
anciana, sentada en el extremo del
asiento.
La señora se sobresalta, al sentir el roce
sobre su empeine. Le recuerda a su vecina del “D”. Lee en sus ojos que algo
placentero ha debido ocurrirle por estos días. Una fiesta sorpresa en su
cumpleaños número ochenta, podría ser. Rodeada de todos sus hijos, inclusive
el mayor, que vive tan lejos, nada menos
que en Estocolmo. Y los pocos hermanos que le quedan. La casa brillante, como
envuelta en papel de regalo. Aunque algo acaso ha empañado su felicidad. Y se
le nota. Claro, siempre hay alguien que falta o que sobra. Cuando se tienen
años encima los festejos remueven ciertos olvidos y el pasado regresa demasiado
de golpe. Y es increíble el vértigo que esto provoca.
La anciana se levanta con cierto esfuerzo y camina lenta,
pausadamente hacia la puerta, pero,
antes de llegar, gira su cabeza y
la mira como si hubiera estado presintiendo que esa mujer de las fresias, de
puro aburrida ha inventado una historia que la incluye. Un hombre
que se dispone a descender con el
apuro la hace trastabillar.
-Cuidado, hijo, que apenas puedo sostenerme.
Amelia repara en el individuo. Es un tipo que debe rozar los
sesenta. Tiene toda la estampa del porteño endomingado. Algo hay en él de triste
y alegre a la vez, piensa mientras entrecierra los ojos con el propósito de
alejarse de sus propias preocupaciones, del quehacer cotidiano, del opresivo
encierro del viaje. Y entonces su
incorregible inventiva pega un salto y comienza a hilvanar el melodrama que
según su parecer se ajusta al personaje. En un salón donde se baila tango
conoció a una mujer y va a su encuentro. Lleva años de difícil convivencia con
su esposa. Del amor solo guarda un borroso recuerdo, que se reaviva cada vez
que abre el cajón de su escritorio donde está la foto de la novia de los veinte
años. Ajada y amarillenta como su vida. Sin embargo, “el fuego de la pasión” no
se ha extinguido y cuando menos lo espera le parece ver sentada a la antigua novia junto a la ventana del bar, con
su aire ausente y esa sonrisa un poco nostálgica. Se ha puesto su mejor traje y
la corbata de seda italiana, regalo de su hija. El subte es el lugar donde se
siente más ajeno. Todos miran a otro lado. Pero, en pocos minutos, recobrará su
nombre y señas personales y si el
destino no le juega en contra, junto a su compañera de baile tal vez redescubra
el camino del deseo.
El
presunto galán y la anciana
descienden y en ese preciso instante comienza a caer una lluvia de
pétalos violetas. Papel picado con el nombre de un nuevo perfume. Novedosas
tácticas de propaganda.
El subte vuelve a arrancar. Quedan pocos pasajeros. De pronto, irrumpe
el bochinche de un grupo de adolescentes. Tararean una música discordante,
intercalando, de vez en cuando risotadas, insultos y gritos. En cada movimiento
se desprenden de un pedazo de cáscara. Su alboroto se asemeja al torpe aleteo de los pollos. Predestinados como están a no
ser más que centro del batifondo. En una de esas, a uno se le escapa un
manotazo y el ramillete de fresias cae al suelo. Otro, al darse vuelta lo pisa
y Amelia no puede más que arremeter con furia contra ellos. El resto del pasaje
permanece indiferente. Su desmesurada reprimenda ha desatado la risa burlona de los jóvenes
que atropelladamente desaparecen tras la puerta del fondo. El subte se detiene
en Los Incas.
Fin del recorrido. En el piso han quedado las flores pisoteadas. Amelia,
haciendo malabarismos con los bultos, se dispone a bajar. El enojo ensombrece su rostro, unos minutos antes de un color encendido. Ha reaccionado como una niña a la que le
hubieran arrebatado un juguete y
eso le da más rabia. Avanza hacia la escalera mecánica con lentitud. Todo le
pesa. Y más aún haber perdido su ramo. Un montón de seres anodinos enfilan
hacia la salida, de donde proviene una dulce melodía. A medida que camina, la
música la va envolviendo. Las notas
traspasan su oído y es como si en su interior las flores ultrajadas recobraran
su forma primigenia. Hasta le parece percibir su aroma y divisar sus contornos
ribeteados por el rocío. Es un fragmento de Las cuatro estaciones. Sonidos
resplandecientes rebotando contra el encajonamiento de los pasillos. Al
trasponer los molinetes, semioculto detrás de una de las paredes de la otra
salida se encuentra el violinista. Todos
pasan a su lado como si nada. Pero a él no parece importarle. Está concentrado
en el manejo de su arco, en la docilidad de las cuerdas. A sus pies, en la
funda abierta hay algunas monedas, aunque su improvisado concierto no tenga
precio. Nadie lo aplaude y pocos reparan en su presencia. Pero en el sonido
proveniente de su instrumento florece el ímpetu que Vivaldi seguramente extrajo de la armonía natural.
Debajo del silencio de la tierra, un joven
desconocido tensa su arco hasta alcanzar el cielo.
Amelia
deposita unas monedas en el estuche y le da las gracias, aunque no sabe
bien por qué. El muchacho por toda respuesta
ensaya una débil sonrisa. La música envuelve los corredores y los pasajeros emparejan su paso
con el ritmo. Cada uno en lo suyo, avanza desde el frío invernal de los
pasillos hacia una primavera de compases fragantes. Impulsados por la suave
melodía van subiendo por las escaleras hasta ganar la calle. Los últimos rayos
de un sol que se repliega, iluminan tenuemente cada figura. Amelia se vuelve,
como tratando de apresar con su capacidad auditiva, el sonido que la exime de
la tensión subterránea. Sonríe con satisfacción. El violinista tiene un rostro
sin pasado. Carece de historia, de
argumento. Desde sus manos brota esa sublime imperfección sonora que en mucho
se parece a la libertad.
El cuento pertenece a la
selección: Ramificaciones inesperadas y
otros relatos.