Otra vez estamos a fin de año. La
frase se repite una y mil veces. Como si el cambio en el calendario nos tomara por sorpresa. Como si el tiempo nos
embistiera o acorralara. Pero el fin de ciclo no es distinto del resto. Sus días, eso
sí, están sujetos al ajetreo de las despedidas, las compras de regalitos, los
brindis, las promesas. En síntesis al ritual. Pero la vida sigue, y en esencia
no es ni más ni menos prometedora que la
que dejamos atrás. Cada día del año ha sido diferente. Nos puso por delante
alegrías y penas, pérdidas y ganancias, sorpresas gratas e ingratas. Y no nos
dimos cuenta porque estábamos concentrados en nuestra propia lucha por la
subsistencia, en las preocupaciones cotidianas o los desafíos que la
circunstancia de estar vivos nos imponía.
Al clima generalizado de
disimulada angustia y de inquietud que
provoca la fecha se suma el malestar que,
dentro del ámbito nacional, se ha ido acumulando durante los trescientos
sesenta y cuatro días previos. Los argentinos tenemos, no sé si en nuestro ADN
o en lo que se denomina inconsciente colectivo, una especial predisposición por el autoengaño. Nos atrae la mitología, los paternalismos, las formas de salvación
mágica. Y tendemos a sorprendernos con todo aquello que si hubiéramos tenido el
tino de leer francamente la realidad, de haber asumido con responsabilidad y
rigor o de haber observado con criterio, no nos encontraría desprevenidos. El
fin de ciclo nos abruma con novedades que no
habrían sido tales, si hubiéramos prestado atención al proceso histórico. No obstante, nos juntaremos nuevamente, como
cada diciembre para levantar la copa y desear que todo sea un poco mejor en el
futuro. En un futuro intangible, lejano y brumoso, del que , tantas veces, nos negamos a hacernos cargo.
Pero tampoco es cuestión de llenar esta página de
quejas o resentimientos. Sobre todo porque en ella la creación pretende tener
un rol protagónico. Y para crear hay que estar dispuesto a mirar con nuevos
ojos. Tomar cierta distancia, cambiar la perspectiva, mirar hacia adentro y
hacia fuera, escuchar los mensajes de nuestro corazón y de tantos otros que
laten con un compás diverso, de atravesar el tiempo y las cronologías, las
luces y las sombras, tratando de renovar
en cada intento la esperanza que creemos marchita. No es fácil. Pero peor sería
entregarnos al desánimo.
Durante muchos años me desempeñé
como docente y con frecuencia pude ver transformaciones casi diría extraordinarias y
también otras, desgraciadas. Fue maravilloso observar el cambio producido en un
pequeño que lograba armar, por primera vez, las frases y leer su sentido. También
escuchar y alentar a un adolescente que intentaba iniciarse en la aventura poética.
En los últimos años de ejercicio de la docencia en pocas ocasiones sentí que mi
misión de guía intelectual se cumplía. Los tiempos habían arrebatado a ese prodigioso acto de ida y
vuelta, que es la educación, el placer que implica la adquisición del
conocimiento a través de un vínculo de afecto
recíproco.
Roberto Benigni nos devuelve a esa
suerte de comunión espiritual que puede
darse en un aula. Especialmente durante una clase de literatura. Especialmente
cuando se trata de poetizar…
Ah... Feliz Año Nuevo!!!