ARTE POÉTICA
He
intentado la vida a grandes voces.
Cruzar
el mar o el sueño es fácil: basta
tender
las velas o las sombras.
He
intentado la voz; tender la voz,
la
lona, el viento, la manera fuerte
de
aparecer y señalar las cosas.
La
vida está después del mar o el sueño.
En
la orilla, en el cuerpo, el gran relámpago,
la
dilatada y mínima presencia
que
se eterniza en un latido.
He
intentado poner en pie la voz,
sacar
la sangre con las manos,
encender
en el puño una palabra.
Lo
intento. Crezco por anhelo. Alcanzo
la
voz al vuelo
y permanezco en ella
erguido
y sin razón, como una tea.
Fuente: Gallardo, José Carlos, Amor
americano, Madrid, Ed. Adonais, 1968.
JUNIO-JULIO DEL 36
El
tiempo iba de mano en mano como una falsa
moneda,
y
las canciones, muy lejanas, se teñían de verde.
En
cualquier parte, el pan y la amistad se donaban.
Se
abría de brazos una flor. Se olía la palabra.
Todo
era extracto de guirnalda y mirador,
elocuencia
de paz y bendición del campo.
Se
daba el agua con un júbilo de ramo fresco,
de
manantial de anís y surtidor de hojas tempranas.
Los
niños adquirían la ortopédica sabiduría
picaresca
del gorrión como una estatura de saltos,
y la Vega ensanchaba sus habares y
sus vientos lejanos.
Pasaba
un aeroplano como el correo del silencio.
Los seminaristas
se bañaban en fuentes de porcelana.
Las
mujeres cosían delante de las casas.
Y el
Avellano estaba todavía en su sitio.
Era
el silencio una orden de medusa caliente,
una
arena de ríos disecados a la intemperie.
Y
los hombres jugaban a las cartas y los vinos
como
miniaturistas de jalea y palosanto.
Pero
un día un fusil apareció empuñando
una
bandera. La tierra se salió de madre.
Los
rincones saltaron de su polvo y levantaron
un
griterío de muertos espontáneos. Las gargantas
mostraban
el sádico tatuaje de las balas.
Y el
campo se nubló bajo el rugido sideral
de
las primeras explosiones. Dios, entonces, se cruzó
de
brazos y asumió su esfinge, su desierto,
y el
cielo cayó a tierra como una piedra herida.
Los
niños aprendieron un diccionario de cadáveres,
y el
corazón de las mujeres se partió
bajo
la azada fría de una guerra de impiedades.
Mi
madre, con la muerte en los brazos, hija de Caín y Abel
fundándose,
corría por la calle
despavorida
de ninguna parte.
Llamó
a una puerta, y el vacío
le
dio un crespón para que supiera
con
quien embanderarse…
Fuente: Gallardo, José Carlos, Dolor
en cera, Madrid, Ed. Colección Dulcinea, 1979.
EL REGRESO
Volvía
ajeno al transeúnte que era,
los
ojos, en la borra del recuerdo.
Se
le caía un pétalo turbado,
una
ofrenda inocente, un ceño
perdido
de
animal que no encuentra su agujero.
Pasaba
gente
a su lado, coro
perfecto
de avenida
echada
en el misterio.
Dobló
la esquina. Estaba
encrucijado
con el desconcierto.
Tendió
la mano:
el
aire ya era invierno.
Era
la noche
y era
pasado
el tiempo.
A
mitad de mí mismo,
el
cuerpo
tembló
como una avispa
que
pierde el vuelo.
Y
siguió por la calle
reconociéndose
en su verdadero
ser
transeúnte
y
ajeno.
Fuente: Gallardo, José Carlos, Palabra
en pena, San Sebastián, Ed. Caja de Ahorros Provincial de Guipúzcoa, 1976. Primer premio “Ciudad de Irúm”.
Mi recuerdo del Aula Antonio Machado y de
su fundador
Allá por los
años 78 ó 79 comencé a frecuentar los cursos de Literatura Española que se
impartían en la Oficina Cultural
de la Embajada
de España. Me llevaron allí dos compañeros de las Nuevas Promociones Literarias
de la Sade. Estábamos
dando los primeros pasos en la
escritura, llenos de ilusiones y muy activos en nuestra intención de encontrar un cauce para nuestra joven
producción.
Conocí entonces a
José Carlos Gallardo. Los tres aprendices de poeta escuchábamos con asombro
las disertaciones de este admirador y
difusor de las letras españolas. Durante varios años continué asistiendo a esas amables reuniones que empezaban en la
sede cultural y se prolongaban en el bar El Cisne, en la esquina de Montevideo y Marcelo T. de Alvear. Tuve
oportunidad de conocer a escritores argentinos que pasaban por allí atraídos por el esplendor cautivante de las palabras, y
también descubrí a escritores españoles que cruzaban el mar con
su valioso bagaje de poemas y experiencias y ese don de la amistad que se multiplicaba como el pan en cada brindis o en la
animada charla. En el año 1980 obtuve la beca del ICI, que me permitió viajar a
España. Sentí en ese momento que tocaba el cielo con las manos.
José Carlos,
fundador del Aula Antonio Machado, era un hombre generoso y muy humano. Su verba encendida de metáforas,
sus dotes para la sociabilidad, su estampa de seductor, y algunas de sus peculiaridades, como la oscura capa
–reminiscencia, tal vez, de los tunos o de
algún bardo decimonónico- con que impactaba en las reuniones, le daban el tono de quien simplemente se afana
por deslumbrar. Pero, al tratar con él, una se daba cuenta de que sus
cualidades de hombre abierto y receptivo contrarrestaban cualquier prejuicio a que pudiera predisponer esa apariencia. Escuchaba
a todos, sin distinción de edades, de condiciones intelectuales o intereses, y compartía a manos llenas su amor por la
creación en todas sus vertientes.
Hombre de dos
patrias: su España, su Granada natal, que forjó su carácter y lo proveyó de
vivencias y paisajes, que él supo transformar en obra poética, y, Argentina,
patria de adopción, donde formó una familia y generó un interesante lugar de
reunión e intercambio cultural. Abrió las puertas de su casa, que era un poco
su alma, a quienes solíamos frecuentar el Aula y allí pudimos escuchar la voz
de algunos poetas que llegaron a Buenos
Aires gracias a su gestión. José Hierro, Blas de Otero, Fernando Quiñones,
Carlos Bousoño, entre otros, ampliaron sensiblemente el panorama de la
literatura hispana que se difundía en los ámbitos académicos.
En el 82, obtuve
el primer premio del Aula Antonio Machado por mi libro de poemas Río ascendente. Y en el 83, mi trabajo para la postulación a la
beca, una monografía donde analizaba la
poesía de Bousoño, se transformó en un ensayo, que obtuvo mención en el certamen
Coca-Cola en las Artes y las Ciencias e integró un libro publicado por
la Editorial
de Belgrano. Para mí – que en ese entonces era muy tímida- estas posibilidades
de valoración fueron fundamentales. Gallardo, incansable generador de puentes,
había creado un ámbito propicio. El
influjo alentador de ese ámbito
luego se fue encadenando con otros que templaron mi carácter y
enriquecieron mis búsquedas creativas.
Aunque José
Carlos ya no esté físicamente entre nosotros, su presencia poética, plena de amor por la
vida, vibrante en el recuerdo de gratas horas compartidas, abierta como las
puertas de su casa, de su gente, de sus mañas, regresa en estos versos que no lo dejaron partir del todo, y que hoy alumbran esta página de mi blog.