LOS LIMONES
Óyeme, los poetas
laureados
se mueven solamente
entre plantas
de nombres poco
usados: boj, ligustros o acantos.
Yo, para mí, amo las
sendas que conducen
a las herbosas zanjas
donde en charcos
casi secos acechan
los muchachos
alguna enjuta anguila:
los senderos que
siguen los ribazos,
bajan entre el
penacho de las cañas
y llevan a los
huertos, entre los limoneros.
Mejor si la algazara
de los pájaros
se apaga devorada por
el cielo:
más nítido se escucha
el susurrar
de las ramas amigas
al aire casi inmóvil,
y las sensaciones de
este olor
que no sabe separarse
del suelo
rociando el corazón
de una dulzura inquieta.
Aquí de las pasiones
desviadas,
calla la guerra, por
milagro,
aquí también a los
pobres nos toca nuestra parte
de riqueza
y es el olor de los
limones.
Mira, en estos
silencios en que las cosas
se abandonan y
parecen muy próximas
a traicionar su
último secreto,
a veces esperamos
descubrir un error de
la Naturaleza ,
el punto muerto del
mundo, el eslabón perdido,
el hilo que al
desenredarlo finalmente nos ponga
en el centro de una
verdad.
La mirada sondea a su
alrededor,
la mente indaga,
concuerda, desune
en el perfume que se
propaga
cuando más languidece
el día.
Son los silencios en
los que se ve
en cada sombra humana
que se aleja
alguna perturbada
Divinidad.
Mas desfallece la
ilusión y el tiempo nos devuelve
a las ciudades
rumorosas donde el azul se muestra
solamente a retazos,
en lo alto, entre molduras.
Después, la lluvia
cansa el suelo; se espesa
el tedio del invierno
sobre las casas,
la luz se torna
avara, amarga el alma.
Hasta que un día, a
través de un portón mal
cerrado,
entre los árboles de
un patio
se nos aparece el
amarillo de los limones,
y se deshiela el
corazón,
y retumban en nuestro
pecho
sus canciones
las trompas de oro
del esplendor solar.
(1921)
Fuente: Eugenio Montale, Antología. Selección y
traducción de Horacio Armani. Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora,
1971. El poema pertenece al libro: Ossi di seppia, 1925.