El tiempo se esponja. Y luego
sobreviene la tormenta.
Recuerdos e impresiones se convierten en nubes, en
nubarrones, en sedas y percales. El reloj que ha cambiado su hora entre ayer y
hoy –y eso ya es bastante para descompaginar cronologías-, se hunde en la marea
de las sensaciones y, de improviso,
agita sus agujas alocadamente. En el mapa todo parecía hasta tal punto claro y vívido que veinticinco años prometían caber en un
instante. Y sin embargo, fue comenzar a andar y sentir que los nombres y las
puntualizaciones geográficas emergían de la evocación como islas en medio de un mar de incertidumbre o como esos hilos sueltos que el tejido del sueño deja sobre la almohada, al
despertar. A cada paso, Lisboa se convertía en laberinto; resultaba, sin duda, inquietante entrar y
salir por sus misteriosos pasajes sin encontrar alguna señal de partida o
llegada. Y era esa otra cartografía,
silenciosa e inextricable, que la memoria cree guardar y resguardar, la que se disipaba. Pues el alma es ayer y hoy.
La antigua urbe, convertida en enigma, confrontaba opacidad imaginaria y raciocinio. El desasosiego que me invadió a
poco de llegar aumentó al día siguiente ya que, para colmo de males, se desató
una verdadera tempestad. La contingencia climática enturbiaba aún más mis expectativas. Llovía a cántaros y el viento tironeaba de
nuestros brazos y de nuestras piernas con dirección al Tajo. Un sinfín de
gaviotas oscuras y trémulas se agitaba sobre orillas desleídas por la bruma. El Cais de
Sodré, borroso tras el chubasco, escondía sus amarraderos y parecía que de
buenas a primeras íbamos a salir volando. Pero, hacia el mediodía amainó el aguacero y el ventarrón, y un sol tímido
comenzó a guiar nuestros pasos. Chorreante aún pero luminosa apareció la praça
do Comércio, y de allí en más: la rua Augusta , el elevador de Santa Justa, Chiado y
Rossio, y a continuación la elegante rua
de Garrett. El trayecto se iba tornado
familiar, cercano. Y sin embargo faltaba esa quietud de aquellos momentos lejanos en los que la había recorrido por primera vez.. Lisboa era
entonces una ciudad tan ensimismada como sus moradores. Gente de pocas palabras
y de tono cortante. De los que hablan para adentro y pronuncian como con un
filo entre los dientes. Mi primer encuentro con la lengua portuguesa tuvo lugar
en esas calles y entre esa gente. Años después frecuenté el portugués de
Brasil, tan diferente en su tono, en algunas de sus voces y en el transfondo
cultural de un país que siendo hijo de Portugal, poco se le parece. Aprendí
portugués para poder leer a Pessoa en su idioma. De ese modo –casi diría sesgado que impone la poesía- fui hilvanando mis
primeras frases y decodificando los diversos sentidos, que dentro y fuera de la
trama de signos, toda lengua convoca.
A pesar de que ya reconocía los
sitios por donde transitábamos, todos ellos se
veían iluminados por una luz distinta. Aquella ciudad del pasado tenía un tinte
brumoso y un recogimiento, matizado de tanto en tanto, por esa pátina legendaria que le otorgaba la reminiscencia. Saudade ,
al fin de cuentas, de la prístina Olissipo. El 25 de
abril estaba cerca, aún, y la sombría imagen de Salazar atizaba controversias y
debates. Por entonces yo asistía, como becaria del ICALP a cursos de lengua y
cultura en la universidad de Lisboa. Y a la par me abocaba a la búsqueda de materiales que me permitieran
abordar la interesante pero ardua obra de Fernando Pessoa. A decir verdad, en
cada rincón me parecía escuchar el eco de las distintas voces con que el poeta
simuló ser él mismo. En diversos momentos
de mi vida gocé y sufrí de
apasionamiento por la obra de algún poeta. Pero en el caso de Pessoa había algo
diferente: no me apasionaba tanto su poesía como su juego de construcción
creadora. Esa especie de teatralidad presente en los desdoblamientos, las
máscaras, el fingimiento, la re-presentación. E intuyo que Lisboa habrá sido ,
un escenario propicio para un planteo que excede en gran medida el hacer
poético, y que tiene sus raíces en la historia y en el torbellino de ideas que
generó el fin del siglo XIX y el comienzo del XX. Ese escenario de callejas
intrincadas, de paços, becos, travessas, escalinatas, pendientes, miradores,
alturas y hundimientos es, sin duda, un espacio para perderse y encontrarse. La
complejidad urbanística implica un orden diverso del de aquellas ciudades
lineales y planas donde cada paso que se da parece lo esperable. Allí cada avance representa un encuentro con la
encrucijada y, por ello logra descolocarnos de la rutina y también de la tantas
veces precaria visión objetiva. Al
perder el sentido de una exterioridad previsible, el ser humano tiende, según
creo, a buscar y bucear en su intimidad, tratando de hallar en aquello más
propio y entrañable una conexión con
otras intimidades, las ajenas, las de otros, que a su vez lo reflejan y le permiten reflejarse en la alteridad.
Mientras caminábamos, un poco a
la deriva, que es casi la mejor manera de ver hacia fuera y hacia adentro,
volvían a mi memoria las veladas en el Club de Jazz de la praça de Alecrim, los
coloquios deshilachados, frutos de la
pluralidad lingüística del grupo de
condiscípulos con que me reunía en la Casa do vinho do Porto, las noches de
fado en algún extravagante local de la Alfama, mis tardes de estudio y lectura
en el parque Eduardo VII, las escapadas a Belem
y el infaltable pastel de nata con un tazón de chocolate caliente, las
crujientes castañas, recién asadas en el fogón de una esquina, la casa del
barrio de Anjos donde alquilaba un cuarto a un matrimonio de ancianos
encantadores, el teatro São Luiz, los conciertos en la Fundación Gulbenkian ,
el transbordador cruzando el Tajo…
Sé (iglesia catedral) |
Vivir durante un tiempo en una
ciudad no es lo mismo que visitarla de paso. En la cotidianeidad se encuentran
los matices, las peculiaridades, la variedad costumbrista, los contrastes, las
marcas de identidad de un pueblo. La visita rápida tiene algo de curioseo. Todo se ve a vuelo de pájaro y, si se agrega que uno ya
conoce el lugar y vuelve después de muchos años, sobreviene una especie de estupor, lógicamente
provocado por el salto temporal. En mi
caso Lisboa ha tenido una doble cara: cuando estuve por primera vez allí estaba
pasando un mal momento personal y su
recogimiento y “provincianía” significó
para mí, un cobijo. Aunque parezca raro, en medio de la tristeza encontré la alegría. El buen trato
que me prodigaron mis hospederos, la solidaridad y afecto de la “pandilla lisboeta”, que se formó
entre los asistentes a los cursos, el carácter austero de los portugueses, esa
sensibilidad que logré advertir en la expresión de algunos escritores, su predilección por
la sugerencia y la insinuación antes que
por el término potente o crudo,
despertaron en mí un gozo perdurable. A tal punto que su atmósfera fue entrando
durante todos estos años en mi melancolía hasta transformarla en esta sencilla serenidad que hoy me acompaña. La visita fugaz me reveló
cambios y me dejó intuir ciertos resquemores por parte de los lugareños. Se ha
transformado en un polo turístico fenomenal – basta con ver los tan
“engraçados” eléctricos abarrotados de gente y murmullos que los transforman en babeles ambulantes. A
Belem se viaja en el 15, que hoy en día es un moderno vehículo de doble cuerpo, con fuelle. Pero aún sigue circulando el
tradicional 28, que da toda la vuelta por Lisboa, desde Martín Moniz, pasando
por Alfama y la Sé, Estrela y fin del recorrido en el cementerio de Prazeres. En
él llegamos a la
Fundación Casa de F. Pessoa , que data de 1993. Un bien acondicionado
lugar de información e intercambio sobre
su vida y obra y de resguardo de algunas de sus pertenencias.
Las plazas están iluminadas hasta tarde, las
calles pobladas de paseantes, y en muchas esquinas músicos o grupos musicales
que difunden los sonidos cavoverdianos, o jazz u otras variantes rítmicas. Nos
alojamos en un hotel en el bairro alto, frente a la praça do Príncipe Real, en
cuyo centro hay un bistró, con mesas diseminadas entre los árboles y un quiosco
en cada extremo donde desde la mañana a la noche se bebe buen café (y barato
para nuestro cambio), cerveza o cualquier otra libación. Hay un movimiento
general en la ciudad que no puede dejar de resultar llamativo para quienes
conocimos el sitio en otras épocas. Pero además del ajetreo de peatones y de la variada oferta gastronómica y de
entretenimiento, se advierte ese otro movimiento, casi diría subterráneo, que
El 8 de marzo de 1914, el poeta escribió sobre esta cómoda O guardador de rebaños. Y nació el Maestro Caeiro. |
resulta del reciclado de lo antiguo y de los nuevos aires y tendencias de
consumo y ornamentación. A ello se suma el auge constructivo. En aquella época
había solo dos barcitos bastante despojados, en la vera del Tajo. Han
desaparecido y en su lugar las vallas y aparataje anuncian un plan de obras
para una estructura portuaria más ambiciosa que cuente con los infaltables centros comerciales, de ocio y de
consumo alimentario. Algo me dice que a muchos portugueses esta onda expansiva
no les cae del todo bien. Pero, a la larga y como todos los habitantes del
nuevo orden o desorden –nunca se sabe- planetario deberán adaptarse al engranaje del devenir.
Museo Arqueológico. |
El ascenso en el elevador de
Santa Justa nos permitió apreciar una vista panorámica de la ciudad. Hacia un
lado, las ruinas del Convento do Carmo, una de las tantas pérdidas ocasionadas
por el terremoto de 1755. Actualmente, funciona, en el sector que se ha podido restaurar, el Museo
Arqueológico. A la distancia, tejados rojos, y sobre otra elevación del terreno
las torres del Castelo de São Jorge, la Sé (iglesia catedral) y, de frente, el
Terreiro do paço y la desembocadura del
río más largo que cruza la península Ibérica
y nace en las sierra de Albarracín (Teruel-España).
La avenida de la Liberdade
continúa siendo una arteria que maneja el pulso ciudadano y en un extremo,
el marqués de Pombal, vigilante desde los tiempos de la Ilustración, mantiene su
aire grave y su mirada imperiosa. Don Luiz Vaz de Camões, encarna
en su gigante figura de seis metros el esplendor que su lira otorgó al canto de
gesta. La torre de Belem, enfrentada al oleaje y representando las hazañas
náuticas de otrora no condice con la cursilería del cartel de lentejuelas rojas
y plateadas que, a su lado, proclama I love y sirve de marco para esas fotos
donde rostros con facciones
multinacionales fijarán su singular
instante en tierra lusitana. El monasterio de los Jerónimos, esa maravilla
arquitectónica del arte manuelino guarda aún los signos de magnificencia de un pretérito que el vértigo de lo actual encripta y resigna
a la oscuridad de un mausoleo.Castelo de São Jorge. |
Monasterio de los Jerõnimos. |
El día anterior a la partida,
quise volver a la Estufa fría, un invernadero
con múltiples senderos ascendentes y descendentes entre plantas exóticas. Remedo del trópico que, con certeza, habrá
deslumbrado a los aventureros navegantes. Había una exposición de orquídeas que
era todo un símbolo. La rara belleza de selvas y pantanos, diversificada en colores y
formas despertaba codicia. Sin duda, un lujo. Por su precio y por esa aureola
de magnetismo con que la moda las ha
convertido en joyas naturales.
Torre de Belem. |
Inevitable el recorrido por las
librerías. Hay vidrieras que tientan con antiguallas, locales pequeños en calles alejadas del
bullicio, reductos con nombre propio
dentro de la industria editorial lusitana, escondrijos fragantes de olor a tinta. Pero la FNAC es una cadena que
( por lo que vi) pisa fuerte en toda la península Ibérica.
Nunca viajo sin traer un
libro. Una manía con la que no perjudico
a nadie y que tal vez me beneficia: el
vapuleo neuronal, según dicen, es saludable. Y abrir los ojos y oídos al ideario de
pensadores y creadores, también. Compré dos libros de Pessoa que no
tenía y cuyos títulos me parecieron bastante significativos: A estrada do esquecimento e outros contos y Como organizar Portugal.
Mãquina de escribir de Pessoa. |
El poeta que me había conducido a Lisboa por primera vez permanece
pensativo, en su silla de bronce a la entrada del café A Brasileira. Muchos se
sientan junto a él con el fin de sacarse la consabida foto. Probablemente no lo
hayan leído, pero resulta tan simpático, sobre todo para quienes no conocen
pormenores de su conmovedora y tortuosa existencia.
La poesía resiste todos los embates. Aun los del tiempo y la frivolidad.
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