Cuando era niña en la iglesia me enseñaron.
Dios es todopoderoso y eterno.
Solo hay que sentir temor de Dios.
Cuando era
adolescente me pregunté.
¿Dónde está?
Cuando era una adulta joven me negué a ir a la iglesia.
Me aburría la liturgia.
Cuando fui mayor aún, volví a entrar en las iglesias.
Conocí muchas. De mi ciudad y de otros lugares del mundo.
Las distintas variantes de ritual cristiano y también
sinagogas y
mezquitas.
Lentamente había ido aflorando mi curiosidad arquitectónica
y sociológica.
Pero en ninguna de ellas encontré a Dios. Porque era
invisible.
También la música es invisible.
Y sublime.
Al escucharla me transporto hacia alturas celestiales.
Pero no es todopoderosa y eterna.
La música se parece a las flores, a los pájaros
que picotean la tierra
de mi jardín.
Y se parece al viento, a las nubes, a la llovizna.
El cosmos estalla a cada minuto en imperfecciones.
En conmovedoras incertezas.
¿Dónde está Dios en este mundo en el que se mata por la fe?
Si su palabra es la de la omnipotencia
entonces ha rebajado su
condición de signo,
desviada en furia
ciega, en fuego crepuscular,
interponiendo entre significante y significado
un filo que decapita
una piedra que lapida,
una explosión que
siega los campos y las manos que labran.
Libros hay en que el poder sobrehumano
tiene distintos nombres.
Y en ellos también Dios es invisible.
Ilegible.
Inaudible.
Porque son leídos como una tempestad.
Y entendidos
como un arma de exterminio.
La vida se revela
intensa en sus matices.
Todo y Nada danzan como incesante
oleaje.
Si el Cielo de los hombres nos pulveriza
ya no seremos más que migajas de la penumbra.
Invisibles, ilegibles, inaudibles.
Agónicos resplandores de un Dios
que hemos ideado a la medida de nosotros mismos...
De: Rincón de Poesía.
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