POSTULADOS PARA UNA EDUCACIÓN DE NUESTRO TIEMPO
No es pues descabellado ni
utópico sostener que aún dentro de esta misma civilización en crisis pueden
irse forjando los instrumentos que permitan reemplazarla por una sociedad
mejor. Desde luego, en los países democráticos; y siempre que algunos
jactanciosos miopes no desencadenen la hecatombe nuclear. La nueva escuela
debería ser el microcosmos en el que el niño se preparase para una auténtica
comunidad, la que supere esa antítesis en que hasta hoy nos debatimos: o un
individualismo que ignora a la sociedad o un comunismo que ignora al hombre. De
este postulado básico surge una serie de principios que deben regir la nueva
educación, principios que clarividentes pensadores vienen proponiendo desde el
siglo pasado y que intrépidos pedagogos han llevado adelante contra todos los
obstáculos. ¿Cuáles principios?
Una escuela que favorezca el
equilibrio entre la iniciativa individual y el trabajo en equipo, que condene
ese feroz individualismo que parece ser la preparación para el sombrío Leviatán
de Hobbes. El trabajo comunitario favorece el desarrollo de la persona sobre
los instintos egoístas, despliega el esencial principio del diálogo, permite la
confrontación de hipótesis y teorías, promueve la solidaridad para el bien
común. El ideal de persona, así enseñado y practicado en la nueva escuela,
supone el rechazo de toda maquinaria social organizada con esclavos y
ciberántropos; y no solo es compatible con el desarrollo técnico, sino que por
eso mismo es mas necesaria, si es que hemos de salvarnos de la total alienación
que lleva este mundo a la catástrofe.
Así como hay un egoísmo
individual, existe un egoísmo de los pueblos, que con frecuencia se confunde
con el patriotismo. Y así como el individuo puede acceder a la suprema
categoría de persona venciendo sus insaciables apetitos, los países pueden
alcanzar esa categoría de nación que implica y respeta la categoría de
humanidad; no de una humanidad en abstracto, como postulaba cierto género de
humanismo racionalista, sino la constituida por naciones de diferente color,
credo y condición; no la abstracta identidad, sino su dialéctica integración,
del mismo modo que los instrumentos forman una orquesta porque son distintos. Y
es en la escuela donde debe prepararse al niño para esa difícil pero no
imposible doctrina, enseñando a ver no solo nuestras virtudes, sino nuestros
defectos, y a advertir no únicamente las precariedades de los otros pueblos
sino también sus grandezas. Por los mismos motivos debe enseñarse a valorar y
preservar las diversidades dentro del país, como son en la Argentina las
culturas guaraní, quechua, aymará, y hasta los humildes restos de la gran Araucania.
La escuela y hasta la universidad deben atender a las
necesidades físicas y espirituales de cada una de las regiones, pues el hombre
que se pretende rescatar en esta deshumanización que en nuestro tiempo ha
provocado la ciencia generalizadora, es el hombre concreto, el de carne y
hueso, que no vive en un universo matemático sino en un rincón del mundo con
sus atributos, su cielo, sus vientos, sus canciones, sus costumbres; el rincón en
que ha nacido, amado y sufrido, en que se han amasado sus ilusiones y sus
destinos.
En fin, habrá que reintegrar la
ciencia y la sabiduría, lo que implica una humanización de la técnica, una
valorización de la ética de sus adquisiciones y una condena de la profanación
de la naturaleza, que ahora culmina en la sombría posibilidad de fabricar
monstruos o genios mediante la ingeniería genética. Parafraseando a Clemenceau habría
que decir: “La sciencie est une chose trop grave pour la confier à des
scientifiques”.
Habrá que encontrar, en suma, la
síntesis de las tres clases de saber que
señaló Max Scheler: ni ese puro saber de salvación que en la India permite la
muerte por hambre de millones de niños
al lado de santones que meditan; ni ese puro saber culto que en la China
posibilitó la existencia de refinados mandarines entre inmensas masas de
desheredados; ni este saber técnico de Occidente que nos ha conducido a los más
insoportables extremos de angustia y enajenación.
Es la síntesis de la cultura que
debería dar la escuela de nuestro tiempo. O el mundo se derrumbará en
sangrientos y calcinados escombros.
Fuente: Sábato, Ernesto, Apologías
y rechazos, Buenos Aires, Editorial Planeta- edición autorizada para el
diario La Nación, 2011.
v
Estas palabras escritas por
Ernesto Sábato en 1979 resultan en alguna medida proféticas. Si bien él, como
hombre que proviene del ámbito de las ciencias exactas ( ¿duras?), apunta con
rigor a la deshumanización que provocan algunos excesos de la ciencia y la
tecnología, anticipa también ciertos
errores o carencias, en lo que a educación se refiere, que exceden ese marco.
A más de treinta años de su inquietante reflexión, las circunstancias, lejos de mejorar han empeorado. Los conflictos socio-políticos
a nivel mundial, la crisis de valores, la proliferación de medios que en gran
medida atenta contra la autonomía subjetiva son algunos de los factores que,
como anticipa Sábato, nos ponen en el
límite de la
enajenación. En el ámbito nacional, las mediciones
internacionales (pruebas Pisa) han
puesto al descubierto los bajos resultados educativos, que sin duda derivan de
un sistema con múltiples fallas. Desaciertos que pueden deberse a impericia o
mala fe y sobre los cuales cualquier
persona pensante y bienintencionada podría sacar conclusiones. Cuando se habla de
inclusión se echa mano de un brutal engaño. Nivelando hacia abajo todos los
educandos se equiparan en algo: el no saber, el
aburrimiento, la falacia de obtener
títulos pero no capacidades o de avanzar retrocediendo. A ello se suma que, a
pesar de la alardeada inclusión, grandes sectores no
acceden ni siquiera a esa pobre enseñanza que se imparte. En muchas zonas de
nuestro país hay quienes carecen de los
medios mínimos de higiene, trabajo,
alimentación o servicios elementales (agua, energía eléctrica, gas). ¿De qué modo podrían
sentirse incluidos? La brecha entre ricos y pobres se ahonda. Quienes acceden a bienes materiales también pueden
gozar del privilegio de los bienes
culturales, mientras hay tantos connacionales que no acceden ni a unos ni a
otros.
Por otra parte pueden advertirse
síntomas de degradación social que tampoco han surgido por obra y gracia del
azar. Los maestros son desautorizados, dentro de la escuela, mediante la imposición de medidas y lineamientos arbitrarios y también,
son desautorizados y mortificados, a veces con violencia, por alumnos y padres. Se habla de bullyng,
como tratando de disimular mediante esta suerte de “eufemismo idiomático” lo
que en buen español se llama: acoso, maltrato, agresión. Niños y adolescentes
descargan sobre quienes debieran ser amigables compañeros de estudio y de juego
una crueldad, cuya desmesura los excede. En un medio social saludable donde
impere el respeto por el prójimo, el diálogo, la aceptación de la diversidad,
la dignidad y la tolerante convivencia
sería difícil que estas muestras de barbarie
estuvieran tan arraigadas y se manifestaran de manera tan extendida.
Como docente puedo decir que la
relación de enseñanza-aprendizaje es uno de los vínculos más potentes. El
alumno aprende y el maestro aprende también. El niño y el joven abren sus ojos al conocimiento que
es múltiple y abarcador. Porque es el saber, pero también el hacer. Es la
ciencia, pero también es la
ética. Asimismo, el maestro aprende a enseñar, a escuchar, a
empatizar.
La primera frase del texto de Sábato es la que debiera golpear en nuestros oídos hasta despertarnos.