Hace unos meses leí El primer hombre[*].
La novela que estaba escribiendo Albert Camus por los días en que un accidente
automovilístico segó su vida (el 4 de enero de 1960, en las cercanías de Le Petit-Villevin).
El texto inconcluso tiene características autobiográficas. En líneas generales,
la narración se ajusta a su biografía, y algunas menciones (el nombre de la
madre, su firma como Vda. Camus, el nombre del profesor Germain, etc…)
coinciden también con los datos de su entorno familiar y escolar.
Camus, nacido en Mondovi-Argelia
en 1913, había recibido el premio Nobel de Literatura tres años antes de su
deceso.
En el capítulo 6 bis del
mencionado libro nos brinda un acabado retrato de su maestro del último año de
la escuela primaria, a quien llama por momentos Bernard y por momentos Germain.
Un maestro que “vigilaba [a sus alumnos]
con buen humor y con severidad”. Louis Germain era, según la semblanza que nos brinda Camus, un modelo de
docente. Abrazaba con pasión su trabajo. Jacques Cormery- nombre detrás del
cual se adivina a Albert-niño- se sentía atraído por su forma vívida y divertida de enseñar.
De su armario sacaba, como de un cofre fantástico, lleno de riquezas, mapas,
colecciones de minerales, herbarios e insectarios y libros… a través cuyas páginas, el escritor-niño toma
su primer contacto con el imaginario de ficción. Germain
era el único de la escuela que contaba con una linterna mágica (aparato
precursor del proyector de diapositivas), con la cual hacía proyecciones de
historia natural y geografía. Estimulaba con juegos y competencias el cálculo.
Empleaba manuales procedentes de la Metrópolis, que presentaban, ante el
asombro de esos niños, nuevos horizontes, y situaciones muy diferentes de las de la reducida y áspera circunstancia que los
rodeaba. Con ello, despertaba el “hambre de descubrimiento”, tan importante
para el desarrollo intelectual y emocional de los escolares. No solo se atenía
a enseñar lo estipulado en el programa sino que “los acogía con simplicidad en
su vida personal, la vivía con ellos, contándoles su infancia y la de otros
niños que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus
ideas…” Por considerar a esto último una intromisión en la libertad de
pensamiento y creencias de sus discípulos. Y sin embargo, no era un maestro
propenso a la laxitud ni la falta de límites. Es más, empleaba el castigo
corporal (en ese momento ya prohibido) para enmendar cualquier mal hábito que
asomara en su alumnado. Para él el robo, la delación, la falta de delicadeza y
la suciedad eran inadmisibles. Respecto del
correctivo sin embargo, nadie se quejaba. Casi todos los niños estaban
acostumbrados a las penurias ya que provenían de hogares humildes, en los cuales
a la ignorancia y precariedad, que ya de por sí constituían un castigo, se sumaban las enérgicas reprimendas de sus mayores.
Finalmente, el narrador relata una serie de hechos que resumo en presente, por ser ése el
tiempo del ser en acción, y porque
este ser en accción determinó de
un modo contundente el futuro del
pequeño Camus. Al concluir el año escolar el maestro elige a cuatro de sus más
destacados alumnos, huérfanos de guerra,
con el fin de gestionarles una beca para que concurran al Liceo. Entre esos
cuatro se encontraba Albert. El pequeño había perdido a su padre al año de
nacer, en la guerra del 14. Vivía con su madre, que era sorda, y trabajaba como
empleada doméstica en casas de la vecindad, su hermano, algunos tíos y una
abuela que gobernaba con mano férrea el hogar. Prácticamente todos sus
parientes eran analfabetos. Cuando Albert comunica la buena nueva a su familia,
la abuela se opone con firmeza al proyecto del maestro. Son extremadamente
pobres y el niño de nueve años debe trabajar para ayudar con los gastos del
hogar. El pequeño regresa abatido a la escuela y le transmite al maestro la
decisión impuesta por la
abuela. Entonces , el señor Germain, quien vislumbra no solo la inteligencia de ese
niño (al que llamaba cariñosamente “mosquito”) sino también las potencialidades que podrían iluminar su existencia, lo acompaña a su casa, habla con la abuela y la
convence de que debe ingresar al liceo. Dedica horas extras de trabajo, sin
paga, para preparar a los postulantes. Y los acompaña en el momento de rendir
su examen de admisión. Este es el punto clave que define a un verdadero maestro.
Albert Camus fue un notable
pensador, un luchador por los derechos humanos y un escritor política y
moralmente comprometido con su circunstancia,
dotado, por otra parte, de esa honradez intelectual que insta a la autocrítica
y a la crítica de posiciones ideológicas a las que se ha adscripto. Como escritor se destacó por la hondura de
las temáticas abordadas y la intensidad con que las expresó. Sin embargo, pudo
no haber sido lo que fue en su vida adulta. Pudo ser parte de ese silencio
atroz y desgarrador en el que quedaron entrampados tantos “primeros hombres”, como su
padre. Pero gracias a la intervención de ese maestro que signó su existencia, tuvo
la oportunidad de abrir las compuertas
de su espíritu y enfocar su mirada hacia un porvenir en el cual su voz
individual se transformó en esa voz multitudinaria que
distingue al mundo de las Letras.
Sus logros no lo envanecieron ni
le permitieron dejar de lado la
circunstancia de donde provenía. Tampoco pudo olvidar a aquel maestro que tan
apasionadamente le señaló las llaves apropiadas para destrabar el cerrojo de la
revelación.
Al recibir el premio Nobel,
Albert envió una carta al señor Germain. He aquí su texto:
Como docente y como lectora me he
sentido profundamente conmovida por este
fragmento de vida que, además de
resaltar la importancia de la Educación en sí misma, destaca el valor
personal de todos aquellos que ejercen
la voluntad de enseñar como medio de transformación. O sea, de todos
aquellos que de manera armónica promueven la cultura y la esperanza.
Por otra parte, sé que aprecio el hecho de este modo porque no lo descontextualizo. Práctica
muy común en los últimos tiempos, al menos en Argentina. Si lo
descontextualizara, transportándolo imaginariamente a la sociedad actual,
escucharía muchas voces enjuiciando duramente al maestro. Dirían que era
represor, ya que echaba mano de castigos. Dirían que no les brindaba a todos los niños la misma
posibilidad. Dirían que era autoritario pues decidía de acuerdo a un criterio propio el destino de
otros. Pero, como en la historia cada
hecho es irrepetible y depende de un contexto también irrepetible, extrapolar datos
que corresponden a una circunstancia precisa solo sirve para sembrar la duda y
la confusión.
Por otro lado me pregunto con
respecto a una actualidad que presume de ser inclusiva y ecuánime: ¿la falta de
límites y correctivos conviene a la formación personal de los educandos? ¿La equiparación es sinónimo
de igualdad? ¿El vaciamiento de contenidos o la simplificación de los mismos resultan estimulantes? ¿La falta de rigor a la
hora de las evaluaciones prepara psicológicamente al alumno para enfrentar una
sociedad altamente competitiva?¿El maestro debe ser un cómplice del deterioro
del sistema o dentro de sus responsabilidades cabe una actitud crítica frente
al mismo? Y por último: ¿tiene un padre escasamente educado, e inclusive confundido
por los parámetros de una trama social carente de valores y ejemplaridades, más
derecho sobre su hijo que la institución educativa?
Son preguntas que creo corresponde formularse
no solo el Día del Maestro sino
todos y cada uno de los días.
[*]
Camus, Albert, El primer hombre,
Buenos Aires, Tusquets Editores, 2013. Traducción: Aurora Bernárdez.
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