Había una vez una comarca donde
todo se decía de otro modo. Claro que las cosas raramente se pueden llamar de
una manera rotunda. Si uno es enano y dice este árbol es altísimo, cuando en
realidad es un arbusto, puede ser una cuestión de perspectiva. Pero no se
trataba de eso. Sino del circunloquio. Y un circunloquio es un rodeo verbal.
Como tal rodeo significa una traslación –en este caso lingüística-. El paseo
por los signos, como cualquier paseo puede implicar: distracción, desajuste del
paso, cambio de punto de vista o cualquier otra ocurrencia que permita desembocar en un
callejón… en este caso el de la ambigüedad. Todos
decían las cosas pero de tal forma que
lo mismo era decirlas que no decirlas. La escala iba entre: decirlas
a medias, decirlas al revés, como en una jerigonza, decirlas a los gritos,
decirlas soto voce, decirlas fuera de contexto, decirlas entre dientes, no
decirlas pero insinuarlas, no decirlas en orden, no decirlas para decirlas y
decirlas para no decirlas. E incluso decir una cosa por otra y decir la construcción de lo real y fáctico como si perteneciera a un plano
intelectivo paralelo. Los habitantes de esa comarca se jactaban de su habilidad
y juzgaban severamente a quien incurría o pretendiera incurrir en una sintaxis de
comprensión completa.
Pero, como el silencio habla, y
suele hacerlo con extremo rigor, los comarcanos finalmente debieron bajar los
ojos y conformarse con el asentimiento.
Y llegó un día en que perdieron sus
propias palabras y con ello la capacidad de conformar una "comarcaneidad" (perdón por el neologismo). Y fueron
un montón de voces entreveradas y exangües.
Si bien el paisaje era borroso
hay cosas que a la larga no pueden dejar de verse, u olerse.
Cadáveres-balas-basura-inundaciones-pantanos-madrigueras-vampiros-ácidos-despojos…
Sin duda, habían llegado lejos
con su porfiada idolatría de la impostura.