El gran testigo
La inmensa mayoría escribe porque buscan fama y dinero, por distracción, porque meramente tienen facilidad, porque no resisten la vanidad de ver su nombre en letras de molde.
Quedan entonces los pocos que cuentan: aquellos que sienten la necesidad oscura pero obsesiva de testimoniar su drama, su desdicha, su soledad. Son los testigos, es decir los mártires de una época. Son hombres que no escriben con facilidad sino con desgarramiento. Son individuos a contramano, terroristas o fuera de la ley.
Esos hombres sueñan un poco el sueño colectivo. Pero a diferencia de las pesadillas nocturnas, sus obras vuelven de esas tenebrosas regiones en que se sumieron y siniestramente se alimentaron, son la ex - presión o la presión hacia el mundo de esas visiones infernales; momento por el cual se convierte en una tentativa de liberación del propio creador y de todos aquellos que, como hipnotizados, siguen sus impulsos y sus órdenes secretas. Motivo por el cual la obra de arte tiene no sólo un valor testimonial sino un poder catártico, y precisamente por expresar las ansiedades más entrañables de él y de los hombres que lo rodean.
Nada más equivocado, pues, que pedirle a la literatura el testimonio de lo social o lo político. Escribir en grande, simplemente es, sin más atributos. Pues si es profundo, el artista inevitablemente está ofreciendo el testimonio de él, del mundo en que vive y de la condición humana del hombre de su tiempo y circunstancia. Y dado que el hombre es un animal político, económico, social y metafísico, en la medida en que su documento sea profundo también (directa o indirectamente, tácita o explícitamente) un documento de las condiciones de la existencia concreta de su tiempo y lugar.
El rescate del mundo mágico
El arte, como el sueño, incursa en los territorios arcaicos de la raza humana y, por lo tanto, puede ser y está siendo el instrumento para rescatar aquella integridad perdida; aquella de que inseparablemente forman parte la realidad y la fantasía, la ciencia y la magia, la poesía y el pensamiento puro. Y no es casualidad ninguna que haya sido en los países más dominados por la razón abstracta donde los artistas hayan ido en busca del paraíso perdido: el arte de los niños o de los negros o de los polinesios, aún no triturado por la civilización tecnocrática.
Las letras y las bellas artes
Que yo sepa, escritores como Sófocles, Dante y Shakespeare no se propusieron la belleza como fin, sino el examen de nuestra condición humana, la exploración de sus abismos y límites. Es claro que en este trabajo se encuentra la belleza, pero no aquella que se logra cuando se la busca por sí misma, sino otra: grande y trágica, desgarrada por la disonancia y el horror. Todas las tragedias escritas por el hombre, desde las que cuenta el destino de Edipo hasta la que narra la muerte de Iván Ylich muestran esa belleza de los abismos.
Fuente: Sábato, Ernesto, El escritor y sus fantasmas, Buenos Aires, Emecé Editores, 1976.