sábado, 19 de octubre de 2013

La mecedora



En esta mecedora me acunaba mi madre cuando aún no había nacido. No era como ahora se la ve. Tenía otro color y, seguramente otro compás bien diferente al que le imprimen mi cuerpo y mi alma.
En  ese tiempo yo era invisible. Un pequeño renacuajo flotando en la placenta nutricia. No podía ver  el rostro de mi madre, ni ella el mío. Pero juntas nos agitábamos   al ritmo con   que la hamaca se balanceaba. Y nos intuíamos.  Quizás hasta nos enviáramos mensajes. Indescifrables signos de esa singular  unión entre el afuera y el adentro.
Cuando nací y ella me sostuvo en sus brazos, mi ojo y mi latido  pudieron atravesar la claridad parpadeante del día y de la noche. Siempre me resultó difícil entenderla. A mi madre, digo. A veces hablaba con palabras filosas y el pensamiento se le enredaba en una madeja de abismos. Y aún así la amaba. Tal vez porque  algún tácito  mandato me imponía el afecto filial o porque el amor, ese  oscuro emisario de la sangre, poco entiende de razones o sinrazones. O, tal vez porque,  de tanto en tanto, regresaba el recuerdo de aquella  tibia caricia con que, en su mecedora,  me   mecía.  
Hace poco reciclé la silla-hamaca. Limpié las asperezas que los años y el uso le habían propinado. Devasté los colores   originales. Con lija y diluyente borré marcas y heridas  del pasado. Luego mezclé pinturas hasta hallar un tono más amable y la vestí de verde en honor al jardín que alumbra mis páginas y de lila porque  este color es uno de mis preferidos. Y también  porque evoca a las   lavandas en flor.
Muchas tardes me siento en ella y acuno mis lecturas. Y de paso, pienso e imagino. No he tenido hijos… Seguramente no estaban escritos en mi destino. Como no están escritos en el destino de tantas otras mujeres. No me he sentido yerma por eso. La fertilidad es  inherente al ser en lucha, al cotidiano trabajo de estar intensamente vivos.
Hubo un momento en que debí trasformarme en madre de mi madre. Y hasta ella me confundió en sus sueños con su progenitora. Suele ocurrir cuando la ancianidad cerca y cercena. Y entonces tuve que arroparla y acunarla para que no sintiera tan hondo  el frío de la muerte.
Y ahora que no está, ni están sus desencantos y desarmonías, ha quedado en mi casa y en mi pequeño mundo su mecedora. Con su verde y su lila y su perezoso vaivén. Desde ella doy vida a lo invisible. Y siento en mi interior, en el nido de mis entrañas cómo se acercan y alejan las palabras, cómo el lenguaje fluye y confluye. Como si un renacuajo vibrante y tibio quisiera ver la luz.


1 comentario:

  1. Emotivo y hermoso texto. Bellamente expresado: estar en paz con los que hemos querido y nos han querido, a pesar de los pesares, de todo aquello que queda abismado en nuestra sangre. Y a pesar de todo: el inexplicable amor.

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