El
rojo río dialoga con los últimos fuegos de la tarde.
Cada
vez que retorna a su cuerpo,
los
gritos me despiertan. Vuelven las desmayadas fuerzas
al
ojo que, desde fuera de mí, sostiene en vilo
el
pendular asombro de la vida que escapa y
vuelve,
y se recrea a sí misma para volver a huir.
El
toro es una noche en vigilia.
El
torero un enjambre de manos sublevadas.
Arden
las voces,
las
sonajas del aire en el feroz acecho.
El
torero envuelve con su capa esta tarde de
premoniciones.
Y
las flores de agua se dispersan en busca de un rumbo
que
las proteja de ese río que fluye, sin cesar,
hacia
los labios de arena esparcidos sobre el ruedo.
Todo
gira
y en
un sonar continuo: una, dos, tres…
Son
seis los doblegados escudos
que
golpean las piedras de Sevilla.
Hoy
estaban abiertos todos los portales para que entrara
la
sangre, despacio, remando hacia los patios.
Picadores…El
duelo por los olivares…
¡Qué
bandadas negras disipan la piel de agosto!
Es
un oro frecuente el de este río
Que
visita las carnes de las bestias; una a una.
Tropieza
el hombre y la alegría adentra flores vanas
en
la marginal humanidad.
Banderillas
que echan un denso licor
sobre
las mariposas de azabache.
Las
nubes, en rebaño, deambulan por los ojos del
animal
herido
y el
dolor se suelta desde el cielo como indómito rayo.
Una
cinta de aceites rutilantes enciende las llamas
de
las candelas que no se ven
porque
solo existen en el llanto que se quedó adentro.
El
perfil de un cuchillo despide esta llegada con olor a
derrumbe,
mientras
el animal recoge con sus garras ardientes
la
vestidura azul que lo arrojará fuera del límite
del
tiempo
para
que un hombre crezca como una luna nueva.
Fuente: Arostegui, María Cristina, Río ascendente, Buenos
Aires, Colección Guiomar, Vol.II, 1983. Primer premio del Aula Antonio Machado.
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