Ha comenzado la Feria del Libro. Se inauguró
con discursos de contrario cariz de parte de los representantes de la ciudad y de la nación. Al igual que el año pasado en que se cuestionó la participación de
Vargas Llosa en la apertura y eso dio pie a dimes y diretes de uno y otro
sector, la feria comienza bajo el signo de la intolerancia y el encono, que no
proviene del contenido de la letra impresa sino de factores ajenos a la
literatura.
Se supone que una feria de libros
es un lugar donde se difunden y venden libros escritos por un variado espectro de autores,
de distintos países, épocas, temáticas, géneros, estilos e ideologías. También constituye un espacio donde se promueve la
lectura, que es una actividad que tiende a la apertura. Un libro es una suerte
de ventana abierta al pensamiento ajeno y plural, al conocimiento de diversos
ámbitos y problemáticas, a la pasión con que alguien se enfrenta a una página
en blanco con el fin de volcar en ella algo tan apreciado como su irrenunciable
vocación de crear. La feria, como espejo de una sociedad, refleja asimismo un
estado de cosas.
Año a año he ido perdiendo las
ganas de concurrir a la feria; pérdida de interés que aqueja también a muchos
otros lectores y aun a hacedores del quehacer cultural. Debo aclarar que no me resultan atractivos los
megaeventos. Prefiero recorrer librerías sin tanta gente haciendo ruido a mi
alrededor, sin olor a tostados o a choripán, con vidrieras bien provistas de
libros pero sin luces de bengala. Pero además hay otros motivos por los cuales
no me resulta atractiva. Motivos que tienen que ver con discrepancias profundas
con el sistema mercantilista que nos devora día a día, sin que muchos, -cada
vez hay menos lectores de las entrelíneas o del trasfondo de la realidad- lo
adviertan, y que también ha pasado a
formar parte de la órbita de la cultura. Los vicios de un sistema donde entran
en juego múltiples intereses, y hasta prebendas, se han extendido como una
poderosa infección.
No obstante casi siempre me doy
una vueltita por eso de que todo hay que verlo para creerlo o descreerlo. Porque además amo los libros y en el fondo, si no concurro me siento en falta
con ellos. Desde chiquita intuí que eran una invalorable compañía y que en
ellos encontraría, entre otros muchos dones, la
fantasía, que no es lo opuesto a la
realidad sino lo complementario y afin.
En mis juegos infantiles siempre estaban presentes los personajes de los
cuentos leídos o contados y a veces hasta soñaba con corporizarlos en mi
persona. A los quince años lloré, tratando, en medio de las disyuntivas morales
que me planteaba – muy intensas para una adolescente- de entender las razones del protagonista de Crimen y castigo. Hoy, después de mucho
camino recorrido, los libros siguen siendo un lugar de solaz, pero también la
instancia del replanteo, de las encrucijadas éticas y estéticas, de la rebeldía e incluso, y por sobre todo, de la revelación. El que no lee es como el que no
ve, no porque sea invidente –ellos pueden leer y hasta tienen un código para
hacerlo-, sino porque son ciegos en el sentido de tener mermada su competencia intelectiva y
emocional. Los que andan a tientas por el mundo, llevándose por
delante lo que está a su paso sin poder discernir entre un acto libre y un acto
condicionado, entre lo oscuro y lo claro, entre la ficción y la realidad.
Como educadora que he sido y sigo
siendo me entristece ver a niños mendigando por las calles. Y me emociona positivamente ver a personas, de distintas edades,
absortas ante las páginas de un libro mientras viajan en cualquier medio de
transporte.
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