Ernesto
y yo no tenemos hijos. Lo intentamos, pero bueno, no se dio. Al principio
estaba triste, y a veces hasta me daba por llorar. Después, como todo, pensás
en otra cosa y la mufa se pasa. Mi mamá y mi hermana siempre insistiendo: “¿por
qué no adoptás?” Y no me disgustaba la idea, pero nunca me decidí. Me dejaba
estar. Algunos dicen “¿y si te sale enfermo o medio loco?” Un riesgo que se
corre. Vaya a saber quiénes son los padres biológicos, si no trae alguna tara
genética. Y una al final piensa. Aunque,
en realidad, lo mismo podría pasar si fuera tuyo. Miedo o egoísmo, o la
mezcla de ambos. Y de tanto pensar, la
vida se va pasando y llegás a la edad en que ya no estás para críos, ni
pañales, ni toda esa milonga. Y para espantar lo que a la larga o a la corta
podría espantarte, te entusiasmas con algo. Algo, claro está, que además de
sacarte de la rutina - como comúnmente se dice - te llene. Yo aprendí a hacer tapices y eso ya me absorbe bastante
porque pasa como siempre, o casi siempre. Lo que arranca como un simple entretenimiento al
final te gana de mano. Empezás con
diseños sencillos, fáciles, pero después, entre que la profesora te impulsa a superarte y a vos
van surgiéndote otras ideas, te enganchás con trabajos más complejos y cuando
te querés acordar, acabás medio entreverada en la urdimbre. Es que lo difícil
divierte más que lo fácil y además una va dando rienda suelta a todo lo que tiene adentro.
Hace poco instalé un pequeño taller de telares y hasta he vendido alguno.
Ernesto, también. Descubrió que le gustaba cantar y se metió en un coro.
Realmente tiene buena voz. Era una pena que desperdiciara esas condiciones. Y
vivimos bastante bien. No te digo que ¡oh! Tampoco hay que exagerar. Digamos
sin apremios y en lo que respecta a la relación conyugal, dentro de los límites
de la aceptable convivencia. Ni nos tiramos los platos por la cabeza, ni
tampoco la pavada de estar todo el día como adolescentes. Nada es ideal y quien
dice lo contrario, miente. Pero, aunque todo esté controlado, a veces se siente
como un hueco, algo medio indefinible, una especie de soledad compartida, como
unas ganas de llegar a tu casa y que no esté todo en silencio, cada silla en su
lugar y las carpetitas impecables y ese olor a limpio, a lavandina o
desodorante de ambientes, a velitas
aromáticas o sahumerios de lavanda. Bueno, será que aunque uno quiera sustraerse a las modas y critique las manías
que se le meten a la gente de hacer lo que otros hacen, al fin el bichito te pica
y la picadura justo va a dar en el hueco ése que ya te está empezando a jorobar.
A nosotros nos pasó. No al mismo tiempo porque somos muy independientes y, nos acostumbramos a
vivir solos y hacer lo que se nos antoja. Pero un día, que lo veo a Ernesto como
un chico, meta jugar con la perrita que tiene el Bocha en la quinta. Y otro
día, yo que me quedo extasiada frente al caniche ése de la vecina que, como es
de circo, tiene la manía de caminar en
dos patas. Otro día me entero de que la chica del negocio donde compro los
bastidores le regaló un gato al abuelo que está con demencia senil y hay que
ver cómo se entretiene el pobre viejo con el animalito. El canario de Alcira
que canta mejor que Pavarotti. Los conejos en miniatura que vi en la
veterinaria. Los loros del mecánico de la vuelta que, aunque parezca cuento, han aprendido a entonar La cucaracha. De no
creer. Lo que es el mundo animal. De tanto ver se te despiertan las ganas. ¿Y
si compráramos una mascota? A tal punto llegamos que una tarde nos trenzamos con Ernesto en una discusión de
esas en que uno se mete cuando no tiene nada qué hacer y que no te llevan a
ninguna parte. El opinaba que son mejores los perros grandes y guardianes. Yo
estaría chocha con uno de esos que parecen de juguete, más un adorno que un ser
viviente. Pero no puede ser. Ni chico ni grande. Las dimensiones del
departamento no dan y un perro estaría incómodo. Un gato podría ser. La cosa es
con quien dejarlo cuando te vas de veraneo. Pájaros, no. Jamás he admitido
pájaros en jaulas. Pensé: una tortuga. ¿Qué mal le hace a nadie una tortuga? Y ahí fue cuando Ernesto se empezó a reír a
carcajadas y hasta insinuó si con la menopausia no me estaría trastornando un
poco. El asunto de las mascotas pasó al olvido y seguimos viviendo igual. Los
tapices me mantenían ocupada y Ernesto estaba feliz con su música y con las
presentaciones del coro que había ido
adquiriendo cierta fama.
Una
mañana de otoño, al salir al balcón, descubrí sobre una de las plantas una
mariposa bastante grande, con un cuerpo y unas patas impresionantes y alas en
proporción. Había pasado una semana de lluvias intermitentes y tormentas de
esas que parece que el mundo se viene abajo y, seguramente arrastrada por los
fuertes vientos, la mariposa con las alas maltrechas se refugió entre las ramitas de una de las
macetas. De movida, me impresionó un poco el bicharraco de un tamaño y color
poco convencional. Yo pensaba en esas maripositas primaverales de tonos vivos y
más bien pequeñas. Pero esta era parda, entre marrón y negra y bastante
grandota. Intenté ayudarla a volar, pero fue en vano porque como ya dije tenía
un ala rota y la otra medio estropeada.
Pensé: mucho no le queda a la pobre. Pero, no. Siguió viva y agarrada con ímpetu a las ramas. Hasta
descubrí encima de algunas hojas unas bolitas diminutas, justo donde ella había
estado. Depositó huevitos, seguro que van a nacer otras mariposas, le dije a
Ernesto. La fantasía ociosa tiene cada ocurrencias. Los dos estuvimos de acuerdo en dejarla porque
en medio de todo si tenía que morirse que lo hiciera dentro de un habitat
natural, en este caso las plantas. Dejé de limpiar el balcón para no molestarla
y la vigilaba a cada rato. Y, aparentemente, sin que mediara en principio otro sentimiento que la compasión que nos provocaba
su incapacidad volátil, nos fuimos encariñando. Como le hablaba sin obtener más
respuesta que alguna leve inquietud de sus patitas o algún aleteo casi
imperceptible de tan débil, movida por la inusitada idea de provocar algún otro
tipo de reacción, se me ocurrió hacerle escuchar Lazy butterfly, esa pieza de
jazz de la cual guardaba un lejano recuerdo. Cada vez que tenía un rato libre,
la pasaba. En una de esas, me acuerdo que era la noche de un sábado, Ernesto
vino hacia mí y me propuso bailar. Hacía tanto que no bailábamos. La verdad, me
sorprendió. Pero no me hice desear y, dejándonos llevar por el compás de Lazy butterfly, llegamos al balcón y vimos cómo la mariposa nos sonreía complacida.
Se ve que en medio de la desgracia sabía apreciar nuestra hospitalidad ¡Al fin
teníamos una mascota! ¡Y qué mascota! No cualquiera.
Mariposa
de otoño. Un poco triste, la perezosa. Con sus colores también otoñales. A
nadie se le ocurriría adoptar a una mariposa y menos una mariposa a la que las
rachas de la tormenta han dejado medio desalada. Sin embargo la imprevista adquisición constituye algo más que una compañía. Sí,
porque aunque la comunicación con ella sea mínima y elemental, se siente su
presencia y sus ansias de vuelo, que, al fin de cuentas, son una forma de poner
al mal tiempo buena cara. Imposible saber si intuye lo que se avecina, pero
arrastra su cuerpo entre el verde como oponiendo sus flacas energías a la
inclemencia. Y con eso te da a entender tantas cosas que una llega a pensar má
que filosofía ni ocho cuartos. Esta te enseña más que el Heráclito ése, famoso
por lo de las aguas del río y toda esa historieta. Porque, más que todo eso, ella,
con sus mínimos actos, es casi casi como
la quintaesencia – qué palabrita, ¿no? - del “carpe diem” horaciano. Quién lo
iba a decir. Una simple mariposa. Pero tan dulcemente persistente como esos
versos que de jóvenes nos aprendíamos de memoria y que vuelven cuando todo lo
demás queda en suspenso. O en el momento menos esperado, mezclándose entre las
palabras y las acciones cotidianas, tan poco poéticas. No sé si será por eso o vaya a saber por qué, pero desde que ella
está entre nosotros, el disco de Hawkins no deja de vibrar en el tocadiscos y aunque hacemos más o menos lo de siempre, porque tampoco
vamos a experimentar grandes cambios a estas alturas, ya no es lo mismo. Si el
azar o la Providencia
- vaya uno a saber - nos puso en el camino a la Butterfly , por algo será.
Leí el cuento, que tuve que pasar a un Word aparte, para agrandar la letra, confieso. Me gustó mucho la forma coloquial adoptada , casi conversada. El valor de la mariposa está puesto por quienes la adoptaron , excusa para transformar la realidad, aunque sea con un toque, un granito de arena que cambia el resto. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminar