jueves, 28 de mayo de 2015

MIS POEMAS: ¿Una noticia puede convertirse en poema?

Noticia que al ser leída se transforma en… ¿poema?
La lengua desentierra. En esta ocasión: un abrazo.
Ellos han estado por más de cincuenta años abrazados.
En principio arropándose, compartiendo el aliento.
La suave exhalación que emana de la boca del recién nacido.
El hálito vital; ese viento ligero, levísimo
que los frutos empujan hacia la arborescencia.
Con los brazos entregados y los cuerpos henchidos de estupor,
habrán imaginado que uno sería para el otro una manta,
un cobertor piadoso.
Y luego habrán atravesado
la palabra esteparia,
la médula del silencio.
Y deslizándose el uno en el otro
se habrán encontrado en el extravío.
Toda la vida, más allá de las  elevadas cumbres,
del otro lado de riscosas laderas.
Ajena, ya. De otros. Del pasado.
Del vértigo que ha llegado a su fin.
Descenso.
Hacia la oscuridad de lo que ni siquiera es requerido.
Nadie supo de ellos.
Nadie alcanzó a encontrarlos.
El uno junto al otro fueron toda la humanidad que les quedaba.
Un alud hizo girar a ese trompo sin vida
hacia el hondón del abrazo.
El tutelar abrazo de dos seres que a cada instante iban perdiendo la luz.
Las heladas construyeron un túmulo.

Después de más de cincuenta años
sus huesos trizados por vendavales y tinieblas
despiertan en la memoria de los hombres
una imagen que es casi una señal. El abrazo que todos nos debemos.
La confraternidad ante  la niebla o la nevisca.
O ante el frío prosaico
con el que nos expulsan los barrancos,
las fortuitas tenazas de las cimas,
la caída fatal e inescrutable.
La soledad que nos estrecha y latido a latido
nos devuelve a la unidad que fuimos – y seremos-
en la altura invencible de la  Nada.




El poema está basado en una noticia aparecida el 05-03-2015, la cual se refiere al hallazgo de los cuerpos de  dos montañistas desaparecidos el 2 de noviembre de 1959 en la ladera oeste del Citlaltepetl, pico más alto de Orizaba-México (5270 m.).


 
  





sábado, 23 de mayo de 2015

LA VISIÓN Y LA MISIÓN DE LOS INTELECTUALES

El diccionario de la RAE da tres acepciones para el término intelectual: 1) Perteneciente o relativo al entendimiento. 2) Espiritual o sin cuerpo. 3) Dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias o las letras. El título de esta nota refiere a la acepción sustantivada, o sea a la persona que hace trabajar su intelecto y tiene por objetivo movilizar el entendimiento del prójimo. Pero también, por insoslayable correspondencia,  a los otros dos significados.
Al intelectual le compete leer e interpretar signos. Signos que componen la trama textual de libros, pero también de cualquier manifestación de la cultura y la sociedad que los produce. La suya es una tarea que implica un esfuerzo de reflexión y también un ejercicio de responsabilidad. El intelectual puede o no tener una posición de prestigio dentro del engranaje que moviliza a la comunidad. Esto depende de muchos  factores. Factores que   se  relacionan con su propio accionar o  que derivan de  circunstancias ajenas a él.  
Siempre he   considerado que la inteligencia es un don valioso y que los actos que provienen de ella deberían responder a la mayor libertad posible, interior y exterior y también al  empeño constante e intenso   con que se la usa. Las capacidades intelectuales, lamentablemente, no son un bien masivo. Por un lado, no todos nacemos con una mente brillante. Por otro,  todas las mentes necesitan de estímulos. Los que hemos pasado por la docencia sabemos que la posibilidad de acceso a una real educación (no a  un simulacro de ella) es el medio más efectivo para el desarrollo intelectual de cualquier persona. También lo es una buena alimentación y un entorno que favorezca las capacidades de cada individuo. Por lo tanto,  la persona que goza de la    facultad de leer comprensivamente, de un ámbito apropiado para el ejercicio reflexivo y del respaldo monetario para acceder a los medios de conocimiento, puede considerase un ser privilegiado. Su posicionamiento social es bien diferente del posicionamiento de quienes carecen de tales favores del destino. Algunos intelectuales ostentan ese privilegio y sacan partido de él sin reparar en que  ese bien está expuesto a los mismos avatares que cualquier otro bien terrenal, y sin la responsable gratitud que debieran demostrar por  poder usufructuar de un don  con el que no cuentan muchos de sus conciudadanos.

En todas las épocas y países ha habido intelectuales, que se han puesto al servicio de un régimen, partido o movimiento político. Tener ideología e incluso mostrar una preferencia política es inevitable para un intelectual. Precisamente porque su trabajo le exige lecturas constantes e incisivas no solo de libros sino también de postulados científicos y  del conjunto del hacer social. Pero ello no implica estar al servicio de.  Su capacidad intelectual y la influencia que con ella alcanzan no pueden estar sujetas a más designios que la honestidad de sus principios. Y la expresión honestidad no solo apunta a una  abstracción ética, sino al hecho concreto  de que ésta provenga de una suerte de debate interno y no a una imposición dogmática. Al respecto me parece interesante lo que dice Santiago Kovadloff en su ensayo Un tiempo de dilemas: “Quisiera, finalmente, referirme al que considero uno de los deberes primordiales del intelectual  en un marco sociopolítico como el latinoamericano. Creo que una de la enfermedades espirituales que sigue padeciendo la vida política continental es el autoritarismo, la arraigada intolerancia al debate, la repugnancia y el horror ante el valor relativo que pudieran revestir nuestras convicciones y, en consecuencia, la necesidad de concebir toda instancia alternativa a la nuestra como una hostilidad, un peligro, una amenaza mortal.”
Sabido es que la influencia de un intelectual en las mentes indoctas no es directa. Nadie accede a un determinado tipo de lecturas por obra y gracia del azar. Y muy pocos tienen la posibilidad de cotejar diferentes fuentes. “La auténticas preguntas, tan inusuales como decisivas, son aquellas que se desvelan por dar vida a lo que todavía no la tiene; aquellas que aspiran a aferrar lo que por el momento es inasible; aquellas que se inquietan por construir el conocimiento en lugar de adquirirlo hecho.”, apunta Kovadloff en otro de los ensayos del mismo libro,[1] titulado Qué significa preguntar.
De allí emana la exigencia de responsabilidad que cabe a todo trabajador del intelecto. Abrir el pensamiento a diferentes perspectivas, favorecer el diálogo cultural y permitir que cada ser humano, de acuerdo a sus propias perspectivas, elija libremente cómo ponerse de pie frente al mundo, es la tarea más enaltecedora que puede realizar un intelectual. Y es la devolución que  debiera hacer a una sociedad, que con todas sus desigualdades e irregularidades, le permitió a él,  mimado erudito, alcanzar un estatus de conocimiento que supera al de la media de la población y está, supuestamente, muy por encima de quienes mínimamente deben luchar cada día por la subsistencia.


[1] Kovadloff, Santiago, La nueva ignorancia, Buenos Aires, Emecé Editores, 2001.

sábado, 9 de mayo de 2015

GEORG TRAKL: sensibilidad cautivada por los poderes nocturnos

HUMANIDAD

Humanidad formada ante volcanes,
redoble del tambor, oscuras frentes de guerreros,
pasos entre vahos de sangre, el negro hierro suena.
Desesperación, la noche en afligidas mentes:
aquí la sombra de Eva, la caza y el rojo dinero.
Nubes, la luz irrumpe, la Última Cena.
En pan y vino mora un dulce silencio.
Y doce es el número de aquellos reunidos.
De noche gritan en sueños bajo los olivos;
Santo Tomás hunde la mano en el sagrado estigma.

LA NOCHE

A ti te canto, salvaje abismo
en la tormenta de la noche
de montañas apiladas;
torres grises
desbordantes de gestos infernales,
fogosos animales,
ásperos helechos, pinos,
cristalinas flores.
Tormento infinito,
que tú atraparas
el manso espíritu de Dios,
gimiendo en la cascada.
En ondulantes pinos.

Áureas arden las hogueras
alrededor de los pueblos.
Sobre riscos negruscos
ebrio de muerte se precipita
el ardiente huracán,
la onda azul
del ventisquero,
y resuena
poderosa en el valle de la campana:
llamas, blasfemias
y los oscuros
juegos de la lujuria.
Asalta el cielo
una cabeza de piedra.

Fuente: Trakl, Georg, Obra poética, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1992. Traducción: Rodolfo Modern. El poema Humanidad pertenece al libro: De profundis. El poema La noche pertenece al libro: Canción del solitario.


martes, 28 de abril de 2015

AGUSTÍN TAVITIAN: La palabra invicta

Hace pocos días se recordó el genocidio armenio. Pasó un siglo desde entonces, ya que tuvo su inicio el 24 de abril de 1915 cuando las fuerzas del Imperio Otomano impusieron la violenta deportación del pueblo armenio. La marcha forzada que comenzó en Estambul provocó casi dos millones de muertes. Una fecha luctuosa no solo para los que la sufrieron en carne propia sino también para quienes  creemos que los derechos humanos son, además de  intransferibles, un bien que pertenece a la humanidad en su conjunto.
La fecha me trajo el  recuerdo del poeta Agustín Tavitián quien expresó en algunos de sus versos ese drama vivido por sus antepasados.
Lo conocí, hace ya tiempo, en la antigua Radio Nacional (de Ayacucho y Santa Fe). En esa emisora  conducía un programa de poesía. Un par de veces lo visité. Era un hombre muy amable y cordial, que abría su espacio a las distintas  voces poéticas que por esos años  andaban empeñadas en hacerse oír.
El libro que tengo entre mis manos se titula: La palabra invicta. Así también se llamaba su  convocante programa.
En su memoria y en la del pueblo que le dio origen, el poema XII, de la  segunda  sección del libro, homónima del título:

Un día estallará mi corazón
y se desparramarán los versos que no he escrito.
Mientras tanto buscaré, almacenaré
y echaré al viento,
los códigos de lo innombrable
que guarda el corazón del hombre.
De los seres auténticos,
develados en el idioma viril de la confianza
y en la tierna ilusión del sentimiento.
Incorporaré a mi asombro el lenguaje desgarrado
de quienes extraen formas y atrapan una imagen
en la caída abismal de sus angustias.
Esos ángeles mortales, hombres y poetas
que acechan la verdad entre infiernos y absurdos
y celebran bellezas ante tanto cansancio cotidiano.
Fusionaré mi simpleza de ser, mi expresión limitada,
en quienes conquistan trascendencias en su idioma
con sacrificios, olvidos y terquedad de sueños
pegados al vuelo de sus dispersas memorias fantasmales.

Un día estallará mi corazón
y se desparramarán los versos que no he escrito,
pero quedará esta confianza, esta fe en los hombres,
en los ángeles caídos del silencio, de la oscuridad,
la soledad, la indiferencia, que están gestando heroicamente
la triunfadora, invencible, inconquistable palabra invicta
que nos sustenta a todos…


Fuente: Tavitian, Agustín, La palabra invicta, Ediciones AKIAN, Buenos Aires, 1988.

martes, 14 de abril de 2015

EDUARDO GALEANO: En sus palabras, la vida continúa...

1935, Buenos Aires: Alfonsina

   A la mujer que piensa se le secan los ovarios. Nace la mujer para producir leche y lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida sino para espiarla desde las ventanas a medio cerrar. Mil veces se lo han explicado y Alfonsina Storni nunca lo creyó. Sus versos más difundidos protestan contra el macho enjaulador.
   Cuando, hace años, llegó a Buenos Aires desde provincias, Alfonsina traía unos viejos zapatos de tacones torcidos y en el vientre un hijo sin padre legal. En esta ciudad trabajó en lo que hubiera; y robaba formularios del telégrafo para escribir sus tristezas. Mientras pulía las palabras, verso a verso, noche a noche, cruzaba los dedos y besaba las barajas que anunciaban viajes y herencias y amores.
   El tiempo ha pasado, casi un cuarto de siglo; y nada le regaló la suerte. Pero peleando a brazo partido Alfonsina ha sido capaz de abrirse paso en el masculino mundo. Su cara de ratona traviesa nunca falta en las fotos que congregan a los escritores argentinos más ilustres.
   Este año, en el verano, supo que tenía cáncer. Desde entonces escribe poemas que hablan del abrazo de la mar y de la casa que la espera allá en el fondo, en la avenida de las madréporas.


Fuente: Galeano, Eduardo, Mujeres, Madrid,  Alianza Editorial, 1995.

Vista del crepúsculo, al fin de siglo

Está envenenada la tierra que nos entierra o destierra.
Ya no hay aire, sino desaire.
Ya no hay lluvia, sino lluvia ácida.
Ya no hay parques, sino parkings.
Ya no hay sociedades, sino sociedades anónimas.
Empresas en lugar de naciones.
Consumidores en lugar de ciudadanos.
Aglomeraciones en lugar de ciudades.
No hay personas, sino públicos.
No hay realidades, sino publicidades.
No hay visiones, sino televisiones.
Para elogiar una flor, se dice: “Parece de plástico”.

Fuente: Galeano, Eduardo, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Buenos Aires, Editorial Catálogos, 2001.

Eduardo Galeano nació en Montevideo en 1940 y falleció en esa misma ciudad el 13 de abril de 2015.


jueves, 9 de abril de 2015

ODISSEAS ELYTIS. El verbo transformado en luz: Dignum est

Mis cimientos en las montañas
y las montañas las levantan los pueblos sobre los hombros
y sobre ellos arde la memoria
zarza que no se consume.
Memoria de mi pueblo, te llaman Pindos y te llaman Athos[1].
Se enturbia el tiempo
y por los pies cuelga los días
vaciando con estrépito los huesos de los humillados.
¿Quiénes, cómo, cuándo escalaron el abismo?
¿Cuáles, de quiénes, cuántos los ejércitos?
El rostro del cielo se vuelve y mis enemigos se han dispersado.
Memoria de mi pueblo te llaman Pindos y te llaman Athos.
Solamente tú por los talones reconoces al hombre
solamente tú hablas por el filo de la piedra.
¡Tú afilas el semblante de los santos
y tú arrastras hasta la orilla de las aguas eternas
la lila de la Resurrección!

Me tocas la mente y se duele la criatura de la Primavera!
¡Me castigas la mano y se emblanquece  en las tinieblas!
Siempre atraviesas el fuego para alcanzar el fulgor.
Siempre el fulgor atraviesas
para alcanzar la cima de las montañas gloria de nieve.
Pero ¿qué las montañas? ¿Quién y qué en las  montañas?
Mis cimientos en las montañas
y las montañas las levantan  los pueblos sobre los hombros
y sobre ellos arde la memoria
zarza que no se consume.

Fuente: Odisséas Elytis, Dignum est (TO AXION ESTI), Madrid, Hyspamérica Ediciones, 1983. Traducción: Cristián Carandell. El fragmento pertenece a la  sección  de este largo poema, titulada: La pasión.




[1] Pindos y Athos son dos macizos montañosos situados al norte de Grecia. 

domingo, 29 de marzo de 2015

MIS CUENTOS: La carcajada

   Resonó en medio de la noche como un latigazo. Al principio compacta y, luego, incisiva en la repetición de su eco. Su vibración atravesaba las sombras, golpeando con violencia vidrios y cerraduras. Fue de  súbito, sin que nadie pudiera identificar su origen.
   La del quinto C se frotó los párpados y saltó de la cama como impulsada por un resorte. Temerosa de todo, con sigilo fue hasta la ventana. Entreabrió la mirilla y sus ojos se perdieron en la oscuridad.  El matrimonio de  ancianos del  primero D, arrancados tan de golpe de la somnolencia que los mantenía al margen de las incertidumbres de la vida moderna, del sobresalto casi van a parar al suelo.  Desde el contrafrente del tercero alguien  replicó con un fuerte improperio.  La parejita del segundo B, recién casados y con la pasión todavía a flor de piel, se abrazó con fuerza, buscando en el contacto estrecho de los cuerpos  alguna protección contra el estrépito perturbador. La del cuarto B, audaz y curiosa, abrió la puerta y se asomó al pasillo, pero sólo pudo divisar el deslizamiento sinuoso de un gato que escapaba escaleras abajo. Del séptimo emergieron gritos de niños y en el octavo no se produjo ninguna reacción. Tal vez, la familia, dueña de los dos únicos departamentos del piso, estaba de viaje. El portero, que habitaba en la planta baja, era medio sordo, razón por la cual, seguramente, ni se enteró.
   Así ocurrió el primer día. Al segundo, la carcajada se repitió con más intensidad. Los habitantes del edificio, aunados en el malestar que les causaba tal irrupción sonora a media noche, se perdían en largas disquisiciones tratando de desentrañar el misterio. La tercera vez se multiplicó indefinidamente, ululante como un viento macabro.
   Después de cortar con su filo la madrugada, todo permanecía en la más completa mudez, pero  muy pocos podían conciliar el sueño o bien lo retomaban hundiéndose en terribles pesadillas. Y si bien el insomnio traía un frío de muerte a los cuerpos, las pesadillas eran peor aún pues de ellas emergían fantasmas del pasado o  sombríos resabios de la vigilia.
   Las vidas se transformaron en una espera de la noche. ¿Volvería a restallar  la lacerante carcajada? ¿Quién reía así con la fuerza de un huracán despertando al  adormecido vecindario?
   Como inevitable consecuencia, cundió el malhumor y la sospecha. Sin embargo, al encontrarse en los pasillos o en el ascensor, los vecinos correspondían ceremoniosamente a los saludos, sin atreverse a preguntar. Cada uno guardaba  la duda para después, y después llegaba la ansiedad nocturna y con ella la resistencia a la entrega del sueño. Resignados esperaban la invasión.
   El grupo de copropietarios e inquilinos era por demás variado. No faltaban especímenes de toda catadura. Cada cual se distinguía, en mayor o menor medida, por una u otra particularidad. Entre ellos,  el casi infaltable joven bohemio y poco comunicativo, al que a  menudo le recriminaban que escuchara música hasta altas horas de la noche, cosa que inevitablemente surtía el efecto de incrementar su rebeldía e iracundia juvenil.  Como airada revancha estallaban a cualquier hora  timbales, baterías y otros instrumentos que hacían temblar las paredes. Las clásicas señoras mayores de intachable conducta y hábitos rutinarios, amigas de emplear ventanas, ojos de cerradura y postigos como observatorio. El abominable cuadro de la  familia numerosa amontonada en un dos ambientes,  del cual emanaba, cada vez que abrían la puerta, un olor rancio y nauseabundo, similar al mal aliento de una fiera agonizante. Y aun los que no dejaban de dar  qué hablar al resto, como era el caso de un divorciado que sólo aparecía de tarde en tarde. “Tipo raro”, deslizaban algunos por lo bajo, acompañando el dicho con una sonrisita, a todas luces, maliciosa. Un profesor jubilado y en extremo cascarrabias, una pareja de artistas de varieté, los padres de un niño prodigio, entre cuyas portentosas habilidades se contaban: haber querido ahorcar al hermano menor, arrojar la tortuga por el balcón, escribir las paredes y otras hazañas más, de las cuales mejor ni acordarse.  Los poseedores de las dos unidades del octavo habían tenido en los últimos tiempos un notable progreso económico que les permitía emprender frecuentes viajes, aprovechando días de asueto, vacaciones de invierno, feria judicial. El padre de familia era abogado o algo por el estilo; ciertos indicios permitían inferir   que trabajaba en algún ministerio. Esto los mantenía como al margen del resto y ellos,  dando rienda suelta al goce que les proporcionaba la envidia de los otros, ostentaban, con descaro,  cierto aire de nuevos ricos.
  A decir verdad, casi todos aborrecían al encargado por su pertenencia a las huestes sindicales. Haber alcanzado  el rango de delegado gremial le permitía acceder a algunas concesiones poco claras, además de infundirle cierto aire petulante. Por otra parte, él se aprovechaba de su sordera para no dar oídos a reclamos que le hacían, con toda razón, sobre la limpieza y estado del edificio y sobre cómo empleaba su tiempo para realizar otras changas que, desde luego, estaban fuera del contrato de trabajo y por las cuales, a veces, obtenía réditos inadmisibles .
   Tres de las viviendas estaban desocupadas, dos en alquiler y una a la venta.
   Unos pocos sostenían que la carcajada podía provenir de los departamentos vacíos. Forjaban hipótesis realistas como que alguno de ellos hubiera sido ocupado sin que nadie advirtiera la presencia de el o los invasores. Otros, más fantasiosos, imaginaban que algún fantasma podría haberse apropiado de esas viviendas. Pero, la mayoría parecía estar convencida de que la sonora risotada provenía de afuera del edificio, aunque era claro que el pozo de aire le servía de caja de resonancia y eso los hacía dudar.
   Ante lo inevitable, empezaron a retrasar la hora del sueño con el fin de estar atentos al momento en que surgía el estentóreo sonido, aunque, esa táctica tampoco les daba ningún resultado. La carcajada cambiaba de horarios. Unas veces resonaba a las dos, otras, a las tres, a las cuatro y aun casi cuando estaba por amanecer, así que no era cosa de estarse despiertos inútilmente toda la noche a la espera.
   Con el correr del tiempo, el estridente impacto  se fue transformando en un estorbo difícil de soportar. La del cuarto B pensó plantear el problema en una reunión de consorcio, pero la acobardaban sus propios  antecedentes. Sabía bien que algunos la consideraban una escandalosa, se lo habían dado a entender en varias oportunidades. La solterona del quinto C la tenía entre ojos, el del tercero D sistemáticamente se oponía a sus propuestas; otros, sin más ni más, la eludían. De todas formas, últimamente las reuniones se postergaban por diversas causas, entre ellas la falta de acuerdo sobre  el modo de administrar los dineros del fondo común, el arreglo de los caños  en el octavo piso que insumiría  un gasto grande, la inquina de tal con tal otro, en fin, la lista sería inacabable.
   Los jubilados del primero,  tampoco se atrevían a hablar por miedo a que les reclamaran el pago de expensas atrasadas. Presos de la sensación de sentirse en falta, salían generalmente separados, de manera furtiva y en horas poco propicias para el encuentro con los convecinos.
   Pero, como era de prever, esa pasividad inercial  comenzó a resquebrajarse.  Un día, el albañil del tercero, al encontrase en el palier con el joven de la música, lo increpó con vehemencia. Ambos entraron en una discusión intensa y terminaron casi llegando a las manos. Nadie le sacaba de la cabeza al operario de que así como su vecino molestaba con los disonantes ruidos del rock pesado, también reía sin tener el más mínimo respeto por el reposo ajeno.  Otro día , una de las recatadas damas del sexto A se trenzó con la del cuarto. La  buena señora estaba convencida de que en  la casa de esa descocada se realizaban reuniones “non sanctas”, que para su estrechez de miras, adquirían el tono y la intensidad de aventuras orgiásticas. Desvarío imaginario que era alimentado por el hecho de que, con frecuencia, se comentaba  por ahí acerca  de la vida disoluta que llevaba la  susodicha. La discusión llegó a mayores y durante el forcejeo de la pelea quedó medio destartalada la puerta del ascensor. El portero intervino, y fue peor el remedio que la enfermedad, pues ambas le enrostraron todas las faltas que cometía en su trabajo y las prebendas que obtenía gracias a su afiliación al sindicato. Al jubilado del primero, que pasaba como escabulléndose, aprovecharon para reclamarle el pago de expensas atrasadas, como si esto tuviera que ver con el tema en cuestión.
   Así, a cada momento, se armaba alguna gresca. Era increíble ver cómo un sonido, que en todo caso, debería haber sido una respuesta de alegría, causaba, en realidad, perturbación. Las sonrisas cordiales y la  cortesía  fueron cediendo lugar al fastidio y las murmuraciones.
   Don Aurelio, un murciano,  cuya zona de vigilacia era el bar de la esquina y que gustaba de darse aires de persona de preclaro entendimiento, alguna vez, ante el modesto auditorio que lo acompañaba, se vio tentado de echar luz, o sombras –nunca se sabe - , sobre el  asunto.
- No hay que olvidar que toda alteración del sueño resulta perjudicial para la salud física y anímica –. Y luego, con una gravedad digna de Sherlock Holmes - Si a ello se suma el anonimato bajo el cual se encubre y el hecho de que nadie pueda  participar de la situación hilarante que la provoca ...
    En medio de una silenciosa y letárgica  siesta dominguera, el encargado descubrió rastros de sangre en el pasillo del quinto, justo frente a la entrada de uno de los departamentos en alquiler. Llamaron a la policía. Forzaron la puerta, revisaron con minuciosidad la vivienda,  pero la búsqueda fue en vano y la alarma  se dio por infundada. No obstante, no dejaron de tejerse las más variadas interpretaciones y hubo hasta quien sostuvo que debía reclamarse la intervención de las fuerzas del orden para custodiar la puerta del edificio.
   La situación comenzó  a trascender los límites de la vivienda colectiva. Pronto se habló del caso, en los comercios del barrio, en el club, en el mercado, en las plazas,  por la calle, en las paradas de transporte. El hecho daba pie a comentarios de todo tipo. Finalmente, quien más, quien menos,  la  había escuchado desde lejos, e inclusive algunos dentro de su propia casa, en los altillos, los sótanos, las cocheras y aun en las más recónditas zonas de la intimidad. El eco de su bronco sonido y, los dimes y diretes  que generaba el mismo, llegaron hasta el recinto sacrosanto de la iglesia. El párroco se vio obligado a arengar a los fieles, entremezclando ambiguamente en su discurso la reconvención y el llamado a la serenidad.
   Una noche resonó más fuerte que nunca y todos salieron a deambular por los pasillos del edificio en busca del posible reidor. Su estridencia  había quedado vibrando en el aire como cuando alguien aprieta un timbre sin quitar el dedo del botón. Al compás de su estrépito se movían los vecinos, entrechocándose en los pasillos o al subir y bajar las escaleras. Parecían marionetas suspendidas del invisible hilo sonoro. Aquí y allá, gritos, insultos, pisotones, codazos.
   En medio del tumulto generalizado, una ácida sonrisa iluminó algún rostro. Otros se contagiaron y, pronto, la nerviosa agitación transformó el rictus del conjunto en desembozado sarcasmo.
   El amanecer los encontró dando vueltas como partícipes de un ritual diabólico. Detrás de los vidrios de la puerta de entrada brillaban los ojos gatunos de personas ajenas al edificio, que, bajo el influjo de los trascendidos, se veían tentadas al espionaje.
 Nunca se supo cómo. Si fue por un fósforo con el que alguien encendió un cigarrillo, por algún desperfecto en la caldera o bien por un cortocircuito en la luz de los corredores, que el edificio, de repente,  comenzó a arder y sus habitantes a escapar como ratas de un naufragio. La construcción, de a poco, se iba desmoronando y con el paso de las horas, paredes, columnas y basamentos se convirtieron en cenizas. Algunos quedaron atrapados entre los escombros, otros murieron quemados y unos pocos lograron ponerse a salvo huyendo desesperadamente.
   La carcajada se apagó con la lentitud de un ascua. Tal vez haya quedado oculta bajo  los restos del incendio. Los mirones se hicieron humo en un santiamén.
   Hubo un aluvión de noticias acerca de lo sucedido, la mayoría bastante contradictorias y en gran medida ambiguas o enigmáticas. Después sobrevino un silencio no menos estremecedor que la horrísona carcajada.