El diccionario de la RAE
da tres acepciones para el término intelectual: 1) Perteneciente o relativo al
entendimiento. 2) Espiritual o sin cuerpo. 3) Dedicado preferentemente al
cultivo de las ciencias o las letras. El título de esta nota refiere a la
acepción sustantivada, o sea a la persona que hace trabajar su intelecto y
tiene por objetivo movilizar el entendimiento del prójimo. Pero también, por
insoslayable correspondencia, a los
otros dos significados.
Al intelectual le compete leer e interpretar signos. Signos que
componen la trama textual de libros, pero también de cualquier manifestación de
la cultura y la sociedad que los produce. La suya es una tarea que implica un
esfuerzo de reflexión y también un ejercicio de responsabilidad. El intelectual
puede o no tener una posición de prestigio dentro del engranaje que moviliza a
la comunidad. Esto depende de muchos factores. Factores que se relacionan con su propio accionar o que derivan de circunstancias ajenas a él.
Siempre he considerado que la
inteligencia es un don valioso y que los actos que provienen de ella deberían
responder a la mayor libertad posible, interior y exterior y también al empeño constante e intenso con que se la usa. Las capacidades
intelectuales, lamentablemente, no son un bien masivo. Por un lado, no todos
nacemos con una mente brillante. Por otro,
todas las mentes necesitan de estímulos. Los que hemos pasado por la
docencia sabemos que la posibilidad de acceso a una real educación (no a un simulacro de ella) es el medio más
efectivo para el desarrollo intelectual de cualquier persona. También lo es una
buena alimentación y un entorno que favorezca las capacidades de cada
individuo. Por lo tanto, la persona que
goza de la facultad de leer comprensivamente, de un
ámbito apropiado para el ejercicio reflexivo y del respaldo monetario para
acceder a los medios de conocimiento, puede considerase un ser privilegiado. Su posicionamiento social
es bien diferente del posicionamiento de quienes carecen de tales favores del
destino. Algunos intelectuales ostentan ese privilegio y sacan partido de él
sin reparar en que ese bien está
expuesto a los mismos avatares que cualquier otro bien terrenal, y sin la
responsable gratitud que debieran demostrar por
poder usufructuar de un don con
el que no cuentan muchos de sus conciudadanos.
En todas las épocas y países ha habido intelectuales, que se han
puesto al servicio de un régimen, partido o movimiento político. Tener
ideología e incluso mostrar una preferencia política es inevitable para un
intelectual. Precisamente porque su trabajo le exige lecturas constantes e
incisivas no solo de libros sino también de postulados científicos y del conjunto del hacer social. Pero ello no
implica estar al servicio de. Su
capacidad intelectual y la influencia que con ella alcanzan no pueden estar
sujetas a más designios que la honestidad de sus principios. Y la expresión
honestidad no solo apunta a una abstracción ética, sino al hecho concreto de que ésta provenga de una suerte de debate
interno y no a una imposición dogmática. Al respecto me parece interesante lo
que dice Santiago Kovadloff en su ensayo Un
tiempo de dilemas: “Quisiera, finalmente, referirme al que considero uno de
los deberes primordiales del intelectual
en un marco sociopolítico como el latinoamericano. Creo que una de la
enfermedades espirituales que sigue padeciendo la vida política continental es
el autoritarismo, la arraigada intolerancia al debate, la repugnancia y el
horror ante el valor relativo que pudieran revestir nuestras convicciones y, en
consecuencia, la necesidad de concebir toda instancia alternativa a la nuestra
como una hostilidad, un peligro, una amenaza mortal.”
Sabido es que la influencia de un intelectual en las mentes indoctas
no es directa. Nadie accede a un determinado tipo de lecturas por obra y gracia
del azar. Y muy pocos tienen la posibilidad de cotejar diferentes fuentes. “La
auténticas preguntas, tan inusuales como decisivas, son aquellas que se desvelan
por dar vida a lo que todavía no la tiene; aquellas que aspiran a aferrar lo
que por el momento es inasible; aquellas que se inquietan por construir el
conocimiento en lugar de adquirirlo hecho.”, apunta Kovadloff en otro de los
ensayos del mismo libro,[1]
titulado Qué significa preguntar.
De allí emana la exigencia de responsabilidad que cabe a todo
trabajador del intelecto. Abrir el pensamiento a diferentes perspectivas,
favorecer el diálogo cultural y permitir que cada ser humano, de acuerdo a sus
propias perspectivas, elija libremente cómo ponerse de pie frente al mundo, es
la tarea más enaltecedora que puede realizar un intelectual. Y es la devolución
que debiera hacer a una sociedad, que
con todas sus desigualdades e irregularidades, le permitió a él, mimado erudito, alcanzar un estatus de
conocimiento que supera al de la media de la población y está, supuestamente,
muy por encima de quienes mínimamente deben luchar cada día por la
subsistencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario