sábado, 11 de febrero de 2012

CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE: Veneratio vitae


VENERATIO VITAE[1]

   Hombres como el “Gran Doctor”[2] tornan menos sombría la condición humana.
   De mí y de ti, de dos cualquiera en esta extraña tierra, puede nacer un Alberto  Schweitzer y redimir la pluralidad de nuestros errores.
   Tales seres también tornan más miserable nuestra condición: nos libran de todo esfuerzo.
   Un Schweitzer, en Gabón, da nuestra medida última, asume la completa responsabilidad.
   Nos sentimos empequeñecidos frente a él. Nuestra mala conciencia se esponja en la cama del insomnio: ese hombre hace lo que teníamos ganas de hacer y nunca nos atrevimos. Ya no precisamos atrevernos. Y ponemos en el tocadiscos el Magnificat de Bach.
   Recordamos la glosa musical de Schweitzer, mientras él cura la disentería, la tuberculosis y la lepra en Africa  y recibe la cornada del antílope al que  iba a llevar la ración de mandioca.
   Sabemos que no basta con oír a Bach, para elevar el espíritu.
   No basta con estudiar Filosofía para comprender la vida.
   Ni es suficiente el diploma de Medicina para cuidar a los enfermos del Instituto.
   Más aún, es preciso colocar la música, la filosofía y la medicina en la valija y partir para donde el mestizo, el indio, el paria viven su muerte a la espera de la muerte definitiva, y vivir y morir con ellos.
   Sin romanticismo. La solución de Schweitzer no es romántica, es el misticismo convertido en minucias, inserto en la realidad más desnuda, misticismo que se despoja de contenido abstracto.
   Con las ganancias de los recitales de órgano en Europa, construir un hospital en la selva africana. Hospital que comienza en el gallinero y no acaba nunca.
   Y la música haciendo. Arte tendido sobre el piso de tierra, elevándose entre el barullo de los monos, ofreciendo su faz terrestre y llena de misericordia.
   El pensamiento sutil, los motetes sublimes, los conciertos para clave y violín se prosternan delante de la vida – pues es la vida que se rescata en lo mayor y en lo menor, en lo que sufre, en lo que es capaz de sufrir y, por lo tanto, de existir.
   Contemplamos, perturbados, la muerte de este hombre que no debía morir – así como lo pretendía nuestro egoísmo y nuestra paz de espíritu.
   Lo mejor de nosotros cumplió  su tarea, y tenemos que descubrir a otro que nos dispense de ser buenos. Mientras preparamos el viaje a la Luna.
   Para tratar de comunicarnos con otros mundos,  dado que no hemos aprendido lo que él practicó diariamente  del mismo modo en que  a diario nos afeitamos: la comunicación directa con la humanidad.



Fuente: Drummond, seleta em prosa e verso, Rio, Livraria José Olympio Editora, 1973. Crónica perteneciente al libro: Cadeira de balanço.
Traducción: María Cristina Arostegui


[1] En latín: homenaje a la vida.

[2] Alberto Schweitzer (1875-1965), médico, filósofo, musicólogo, misionero y teólogo protestante alemán que, en 1952 recibió el Premio Nobel de la Paz y que dedicó su vida a un leprosario en Africa.








miércoles, 1 de febrero de 2012

JOSÉ CARLOS GALLARDO: Selección de poemas


ARTE POÉTICA

He intentado la vida a grandes voces.

Cruzar el mar o el sueño es fácil: basta
tender las velas o las sombras.

He intentado la voz; tender la voz,
la lona, el viento, la manera fuerte
de aparecer y señalar las cosas.

La vida está después del mar o el sueño.

En la orilla, en el cuerpo, el gran relámpago,
la dilatada y mínima presencia
que se eterniza en un latido.

He intentado poner en pie la voz,
sacar la sangre con las manos,
encender en el puño una palabra.
Lo intento. Crezco por anhelo. Alcanzo
la voz al vuelo
 y permanezco en ella
erguido y sin razón, como una tea.

Fuente: Gallardo, José Carlos, Amor americano, Madrid, Ed. Adonais, 1968.

JUNIO-JULIO DEL 36

El tiempo iba de mano en mano como una falsa moneda,
y las canciones, muy lejanas, se teñían de verde.
En cualquier parte, el pan y la amistad se donaban.
Se abría de brazos una flor. Se olía la palabra.
Todo era extracto de guirnalda y mirador,
elocuencia de paz y bendición del campo.
Se daba el agua con un júbilo de ramo fresco,
de manantial de anís y surtidor de hojas tempranas.
Los niños adquirían la ortopédica sabiduría
picaresca del gorrión como una estatura de saltos,
y la Vega ensanchaba sus habares y sus vientos lejanos.
Pasaba un aeroplano como el correo del silencio.
Los seminaristas se bañaban en fuentes de porcelana.
Las mujeres cosían delante de las casas.
Y el Avellano estaba todavía en su sitio.
Era el silencio una orden de medusa caliente,
una arena de ríos disecados a la intemperie.
Y los hombres jugaban a las cartas y los vinos
como miniaturistas de jalea y palosanto.

Pero un día un fusil apareció empuñando
una bandera. La tierra se salió de madre.
Los rincones saltaron de su polvo y levantaron
un griterío de muertos espontáneos. Las gargantas
mostraban el sádico tatuaje de las balas.
Y el campo se nubló bajo el rugido sideral
de las primeras explosiones. Dios, entonces, se cruzó
de brazos y asumió su esfinge, su desierto,
y el cielo cayó a tierra como una piedra herida.
Los niños aprendieron un diccionario de cadáveres,
y el corazón de las mujeres se partió
bajo la azada fría de una guerra de impiedades.
Mi madre, con la muerte en los brazos, hija de Caín y Abel
fundándose, corría por la calle
despavorida de ninguna parte.
Llamó a una puerta, y el vacío
le dio un crespón para que supiera
con quien embanderarse…

Fuente: Gallardo, José Carlos, Dolor en cera, Madrid, Ed. Colección Dulcinea, 1979.

EL REGRESO

Volvía ajeno al transeúnte que era,
los ojos, en la borra del recuerdo.
Se le caía un pétalo turbado,
una ofrenda inocente, un ceño
perdido
de animal que no encuentra su agujero.
Pasaba
gente a su lado, coro
perfecto de avenida
echada en el misterio.
Dobló la esquina. Estaba
encrucijado con el desconcierto.
Tendió la mano:
el aire ya era invierno.
Era la noche
                             y era
pasado el tiempo.
A mitad de mí mismo,
el cuerpo
tembló como una avispa
que pierde el vuelo.

Y siguió por la calle
reconociéndose en su verdadero
ser transeúnte
y ajeno.

Fuente: Gallardo, José Carlos, Palabra en pena, San Sebastián, Ed. Caja de Ahorros Provincial de Guipúzcoa, 1976. Primer premio “Ciudad de Irúm”.

Mi recuerdo del Aula Antonio Machado y de su fundador

Allá por los años 78 ó 79 comencé a frecuentar los cursos de Literatura Española que se impartían en la Oficina Cultural de la Embajada de España. Me llevaron allí dos compañeros de las Nuevas Promociones Literarias de la Sade. Estábamos dando  los primeros pasos en la escritura, llenos de ilusiones y muy activos en nuestra intención de  encontrar un cauce para nuestra joven producción.
Conocí entonces a José Carlos Gallardo. Los tres aprendices de poeta escuchábamos con asombro las  disertaciones de este admirador y difusor de las letras españolas. Durante varios años continué asistiendo  a esas amables reuniones que empezaban en la sede cultural y se prolongaban en el bar El Cisne, en la esquina de  Montevideo y Marcelo T. de Alvear. Tuve oportunidad de conocer a escritores argentinos que pasaban por allí  atraídos por el  esplendor cautivante de las palabras, y también  descubrí a  escritores españoles que cruzaban el mar con su valioso bagaje de poemas y experiencias y ese don de la amistad que se  multiplicaba como el pan en  cada brindis  o    en la animada charla. En el año 1980 obtuve la beca del ICI, que me permitió viajar a España. Sentí en ese momento que tocaba el cielo con las manos.
José Carlos, fundador del Aula Antonio Machado, era un hombre generoso y   muy humano. Su verba encendida de metáforas, sus dotes para la sociabilidad, su  estampa de seductor, y  algunas de sus peculiaridades, como la oscura capa –reminiscencia, tal vez,  de los tunos o de algún  bardo decimonónico-  con que impactaba en las reuniones,  le daban el tono de quien simplemente se afana por deslumbrar.  Pero,  al tratar con él, una se daba cuenta de que sus cualidades de hombre abierto y receptivo contrarrestaban   cualquier prejuicio a  que pudiera predisponer esa apariencia. Escuchaba a todos, sin distinción de edades, de condiciones intelectuales o intereses,  y compartía a manos llenas su amor por la creación en todas sus vertientes.
Hombre de dos patrias:  su España, su Granada natal,  que forjó su carácter y lo proveyó de vivencias y paisajes, que él supo transformar en obra poética, y, Argentina, patria de adopción, donde formó una familia y generó un interesante lugar de reunión e intercambio cultural. Abrió las puertas de su casa, que era un poco su alma, a quienes solíamos frecuentar el Aula y allí pudimos escuchar la voz de algunos poetas que  llegaron a Buenos Aires gracias a su gestión. José Hierro, Blas de Otero, Fernando Quiñones, Carlos Bousoño, entre otros, ampliaron sensiblemente el panorama de la literatura hispana que se difundía en los ámbitos académicos.
En el 82, obtuve el primer premio del Aula Antonio Machado por mi libro de poemas Río ascendente.  Y en el 83, mi trabajo para la postulación a la beca,  una monografía donde analizaba la poesía de Bousoño, se transformó en un ensayo, que obtuvo mención en el certamen  Coca-Cola en las Artes y  las Ciencias e integró un libro publicado por la Editorial de Belgrano. Para mí – que en ese entonces era muy tímida- estas posibilidades de valoración fueron fundamentales. Gallardo, incansable generador de puentes, había  creado un ámbito propicio.  El     influjo alentador de ese ámbito  luego se fue encadenando con otros  que templaron mi  carácter y  enriquecieron mis  búsquedas creativas.
Aunque José Carlos  ya no esté físicamente  entre nosotros,  su presencia poética, plena de amor por la vida, vibrante en el recuerdo de gratas horas compartidas, abierta como las puertas de su casa, de su gente, de sus mañas, regresa  en estos versos  que no lo dejaron partir del todo, y  que hoy alumbran esta página de mi blog.

jueves, 26 de enero de 2012

RENEÉ MAGRITTE: Pintando poéticamente


Crear no significa necesariamente buscar la aceptación. Magritte lo tenía claro. Por eso pudo hacer poesía a través de sus cuadros.
Cuando era niño, me gustaba mucho jugar con una niña pequeña en un viejo cementerio abandonado de una pequeña ciudad de provincia. Visitábamos las criptas, a las que entrábamos levantando unas pesadas puertas de hierro, y salíamos de nuevo a la luz en un punto donde un pintor venido de la capital pintaba en una de las avenidas del cementerio, sitio muy pintoresco, con sus columnas de piedra rotas, dispersas por entre las hojas caídas. El arte de pintar me parecía entonces algo vagamente mágico, y el pintor un ser dotado por poderes superiores. Desgraciadamente después tuve que aprender que la pintura tenía muy poco que ver con la vida inmediata y que toda tentativa de liberación  siempre había sido escarnecida por el público: el Angelus de Millet produjo un escándalo en su época; se acusó al pintor  de insultar a los campesinos por representarlos de esa manera. Quiso destruirse la Olympia de Manet, y los críticos reprocharon a este pintor el mostrar a las mujeres fragmentadas en trozos, porque de una mujer colocada detrás de una barra solo mostraba el busto, quedando oculto el resto. En vida de Courbet, se daba por hecho que era un hombre de pésimo gusto, puesto que no tenía empacho en exhibir su falta de talento. Asimismo, vi que existían infinitos ejemplos de este tipo y que se extendían a todos los dominios del pensamiento. En cuanto a los artistas, la mayoría renunciaba fácilmente a su libertad y ponía su arte al servicio de cualquier cosa o cualquier persona. Sus preocupaciones y sus ambiciones  son, por lo general, las mismas que las de cualquier advenedizo. Así, pues, fui ganando una desconfianza absoluta hacia el arte y los artistas, sea que estuviesen consagrados o que aspirasen a estarlo, y consideré que no tenía nada en común con esa institución. Yo tenía mi propio punto de apoyo: la magia del arte que conocí en la infancia.En 1915, traté de recobrar la posición que me permitiese ver el mundo de otra manera que la que se me quería imponer. Era dueño de una cierta técnica pictórica, y en la soledad intenté hacer algunas obras completamente diferentes de todo lo que conocía en pintura. Experimenté los placeres de la libertad pintando imágenes opuestas a toda convención. Entonces, una singular casualidad quiso que alguien llamase mi atención, con una sonrisa de conmiseración y la intención imbécil de hacerme una mala jugada, sobre un catálogo de una exposición de cuadros futuristas. Tenía ante los ojos un poderoso desafío lanzado contra el sentido común, tan aburrido para mí. Se trataba de la misma luz que encontraba al salir de los pasillos subterráneos del viejo cementerio en el que, de niño, jugaba durante las vacaciones.
 

Fragmento de una conferencia  de Reneé Magritte  en 1938.
Fuente: Paquet, Marcel: Reneé Magritte. El pensamiento visible. Ed. Benedikt Taschen, Bonn, 1994.

sábado, 21 de enero de 2012

CÉSAR VALLEJO: Un hombre pasa con un pan al hombro...

Un hombre pasa con un pan al hombro.
¿Voy a escribir después sobre mi doble?

Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo.
¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?

Otro ha entrado a mi pecho con un palo en la mano.
¿Hablar luego de Sócrates al médico?

Un cojo pasa dando un brazo a un niño.
¿Voy después a leer a André Breton?

Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre.
¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?

Otro busca en el fango huesos, cáscaras.
¿Cómo escribir después del infinito?

Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza.
¿Innovar luego el tropo, la metáfora?

Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente.
¿Hablar después de cuarta dimensión?

Un banquero falsea su balance.
¿Con qué cara llorar en el teatro?

Un paria duerme con el pie a la espalda.
¿Hablar, después, a nadie de Picasso?

Alguien va en un entierro sollozando.
¿Cómo luego ingresar a la Academia?

Alguien limpia un fusil en su cocina.
¿Con qué valor hablar del más allá?

Alguien pasa contando con sus dedos.
¿Cómo hablar del no-yo sin dar un grito?

Fuente: Vallejo, César, Poemas humanos, Buenos Aires, Editorial Losada, 1982.

MIS POEMAS: a César Vallejo

Alguien que se desborda y se desmiga, que golpea y es golpeado.
Alguien que sacudió ramas con su voz de diluvio.
Alguien que escuchó el crepitar de sus huesos como si fueran ecos de otras voces.
Alguien que de tanto horadar en los sentidos halló la sensación del semillero.
Alguien que dijo: ¿cómo hablar del no-yo sin dar un grito?
¿Cómo hablar de un pronombre indefinido sin ver la opacidad de su aislamiento?
Sentir es dar acaso con nombres innombrados, pervivencias de la desolación o la intemperie, piedras de lejano fulgor, tallos quebrados en medio de una tormenta donde arrecian los vientos del olvido.

Era un jueves y la llovizna intensa lo humedecía por dentro.
El se despojaba de sus señas rituales para encontrarse luego con ese otro que deambulaba por calles de París. Y sus manos, infatigablemente laboriosas, eran dos alas que empujaban el cielo hacia otra parte.
Estaba allí pero no estaba allí, sino en todo sitio donde hubiera que hurgar en las palabras para encontrar el término preciso con que la luz da forma a lo animado. Porque todas las voces del idioma le resultaban pocas cuando se trataba de inventar una manera de reescribir lo que en el fondo de las sensaciones ha quedado dormido o detenido.
Ese jueves se convirtió en el aguacero más intenso que humedeció la América española y le dio fluidez a sus inviernos. Y “murió de un abrazo” y resucitó de entre los vivos y fue una música terrestre aunque no terrenal.
No tuvo un nombre sino muchos como lo dieron a entender sus poemas donde lo indefinido atravesó las piedras del silencio para ser lo unánime.
- Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo...- en su diario de viaje esto quería decir: estoy dentro de mí y estoy contigo.
Un pronombre refiere a otras palabras, las menos dichas, las jamás soñadas. Las que él supo encontrar mientras cruzaba el mar o en las laderas de alguna serranía de su Perú, las que ha perdido el mundo, las que a tantos parecieron extrañas o ripiosas y que él remontaría hasta las estrellas de un firmamento ubicuo.
De las reglas no quiso ni acordarse y entre sus manos cada significado  ardió como una brasa. Dio en la pluralidad el golpe exacto con que el pronombre se convierte en nombre.
-Alguienes- él diría con sonrisa de aborigen que atraviesa la tierra por un túnel donde la vida grita inmensamente.


 Del poemario: Homenajes.

domingo, 8 de enero de 2012

ANA EMILIA LAHITTE: Lugar de mí...

Lugar de mí.
Entraña y universo.
Nudo de tiempo y sangre
avasallada.

¿Concebiste en amor
                                                        esta condena?

¿Quisiste ser mi madre,
eres madre
del ser que yo aventuro,
que desnudo
en soledad de dioses
y alimañas?

No te agradezco, sufro
tu vigencia de sombras consumadas.
Padezco tu despojo
al atribuirme tiempo
                                                       de lo humano
hambre y sed, esperanza y horizonte
para que prosigamos desangrándonos.

Fuente: Poemas elegidos por María Elena Walsh a la madre, Buenos Aires, Editorial Colihue, 2001. El  texto pertenece al libro: Poema con universo.

viernes, 30 de diciembre de 2011

AÑO NUEVO, VIDA NUEVA

Año nuevo, vida nueva. Así se  solía decir cuando yo era chica. Una salutación que ha perdido vigencia.  Hoy  a nadie se le ocurriría  pronunciarla por  temor de ser etiquetado  como dinosaurio.
Aunque, pensándolo bien, ¿tendría algún sentido? Con cada paso que damos, con cada segundo acechando desde el reloj, la vida es nueva y vieja al mismo tiempo. Plena de luz y de proyectos o  marchita en la reincidencia de errores, en la desmemoria o la vacuidad. Nada cambia de un día para otro, nada deja de ser difícil, complicado, áspero para pasar a ser venturoso, sencillo y fácil  a partir de una simple  mudanza del calendario.
En este fin de año tan conmovedor para mí, por razones personales, y tan crítico para el  resto del mundo vienen a mi memoria los poetas del Barroco. Ellos,  con su postura reflexiva frente a las antitesis existenciales, su conciencia de la precariedad y de la pérdida, con su lúcida  constatación del inexorable transcurso temporal fueron maestros de clarividencia. Los hombres y mujeres del Barroco, indagaron en los enigmas metafísicos y también en  los enigmas de lo físico y corrieron el velo que separa la realidad de la apariencia.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño
y los sueños, sueños son.
Estas palabras que Calderón pone en boca de Segismundo nos interrogan desde el pasado y abren una dolorosa  grieta en este presente donde lo efímero es dueño y señor de lo concreto y lo  abstracto, de la acción y del pensamiento, del deseo y   la práctica.
A veces nos sentimos poderosos e imbatibles. Un éxito laboral o profesional, un amor correspondido, un buen negocio, cierto ascendiente sobre el prójimo, una vida de placer  pueden ser el punto de partida de un envanecimiento que no es más que eso. Un vacío que se llena con estopa. El golpe de dados que no abolirá el azar.
Quevedo lo expresa, con  el vigor que lo caracteriza,  en un soneto:
Cualquier instante de la vida humana
es nueva ejecución, con que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana.
Éste es también  un fin de año difícil para el país. No nos podemos hacer los distraídos respecto de las encrucijadas que nos plantea. Momento de movilizaciones e incertezas. Y, sin embargo, el ritual nos impone que levantemos la copa en un brindis. Y no está mal que lo hagamos porque nos  queda la esperanza,  que no es una palabra vacía ni un término ocasional. El valor de esta palabra es que cada uno puede llenarla, libremente,  con  todo lo mejor que haya sabido atesorar con vistas al futuro. La esperanza nos guía e  ilumina en medio de cualquier noche.
En mi caso he vuelto mi mirada nada menos que al siglo XVII, a los grandes maestros del pensamiento para encontrar en ellos  algunas respuestas a las preguntas que el mundo actual esquiva por  múltiples razones y sinrazones. Encuentro en ellos la fe en la reflexión siempre necesaria para encarar lo  que está por venir. La   vertiginosa circunstancia  actual rehuye el dolor que significa asumir el aislamiento en una torre,  en algo parecida a la que encierra al Segismundo calderoniano. La torre del  individualismo y la claudicación.

Fuentes: Calderón de la Barca, Pedro, La vida es sueño, Zaragoza, Editorial Ebro,   
               1959.
               De Quevedo, Francisco, Sonetos líricos, Buenos Aires, Editorial Huemul, 
               1969.