Cuando
me vine a vivir a mi actual domicilio, con la mudanza dejé atrás mi vida de soltera. El cambio me enfrentó a
la responsabilidad de ser amante, compañera, esposa, equilibrista entre los
derechos y las obligaciones, a comprender y exigir comprensión, a compartir espacios
y sentimientos. Un hito importante en la vida de cualquier persona.
Como
era lógico, corté amarras y al igual que sucede cuando una emprende un viaje, tuve que elegir qué traer
y qué dejar. Muchas cosas quedaron relegadas: libros, revistas literarias,
ropas pasadas de moda o desgastadas, adornitos y hasta algún que otro aparato,
que, o porque podía venirle bien a mi madre o porque ya no necesitaba dejé en
la casa donde había vivido.
Entre
tantos objetos quedó algo que, sin
embargo, constituía un bien preciado. La movilización emocional y los trajines nublan,
a veces, un poco la visión y la memoria.
Pero nunca es tarde para reparar el pasajero descuido y siempre hay alguien que por azar o
necesidad nos hace recordar lo que olvidamos. Y fue así de simple: un día, una
señora vecina y amiga que ya tiene sus años y con ellos la desventaja o
ventaja, nunca se sabe, de no estar muy actualizada, requirió nuestra ayuda y entonces me acordé de
Valentina.
A
estas alturas se estarán preguntando qué tiene que ver todo esto con esa suerte
de personaje cuyo nombre nos remite a las nociones de valer y
valor, nombre propio y por lo tanto con mayúscula, para más datos femenino, con
un sufijo ina que rima con mi nombre de
pila, qué sé yo, las asociaciones podrían ser múltiples. Valentina fue, es y
será parte esencial de mi historia, pero, desde luego, no voy a describirla. Eso sería como matarla, reducirla a la nada de
la materia, y además para quien tenga la
infinita paciencia de leer estas páginas, un estorbo infernal. Lo que importa
realmente es cómo llegó hasta mí, cuál fue la ayuda que me brindó y por qué la
quiero tanto que hasta querría llevármela conmigo a la tumba, si es que a nadie
le interesa, o en el caso contrario, dejársela a quien sepa valorarla y amarla
como yo.
Desde
chiquita me gustó escribir. La escritura
era mi espacio propio, mi mundo aparte, mi solaz. Ya en la primaria echaba a
rodar mi imaginación pergeñando cuentos que no me atrevía a mostrar a nadie. A
los catorce o quince me dio por el diccionario. Mi lenguaje era precario, al
menos yo lo sentía así. Deseaba escribir con el lenguaje de los grandes, ¡vaya
pretensión! La juventud nos pone en la cabeza desvaríos que en realidad son
parte de ella y está bien que los tengamos porque nos estimulan en el
crecimiento, no de tamaño, ya que ése es natural, sino de miras, de ganas de
hacer, de curiosidad y reflexión. Buscaba palabras difíciles o raras y apuntaba
el significado en un cuadernito. De alguna manera las archivaba en el inconsciente para que vinieran a mí en el
momento menos esperado. También leía, aunque no tanto como ahora. Claro, lo hacía despacito y trabajosamente.
En
plena adolescencia sentí el deseo de fijar tipográficamente lo que me venía a
la cabeza y que anotaba en papeles
sueltos, en libretas o en hojas en blanco de las carpetas de estudio. Como mi
familia era muy humilde y no tenía acceso a grandes posibilidades, empecé a
pedir ayuda o más bien a insinuar un pedido de ayuda, que fue escuchado por mi
tía Cristina, hermana de mi padre, de quien heredé el nombre. El hijo menor de
ella se había recibido de abogado y tenía una vieja máquina de escribir que
usaba para los escritos que realizaba fuera de la oficina. Permanecía horas en
su casa pasando a máquina mis textos, en
una habitación aislada. Mi tía, dando muestras de un elogiable criterio de respeto por la privacidad, jamás se acercaba.
Ese
trabajo de escribiente solitaria duró varios años. Cuando ya era más grande, me
surgió la idea alocada de mandar mis poemas, que era lo que escribía por ese
entonces, a concursos literarios organizados por sociedades de fomento u otras
instituciones por el estilo y como ya no podía contar con la máquina de mi
primo, le pedía prestada una a mi vecina de al lado, una loca linda a la que, aunque tenía máquina, no le interesaba escribir.
Solía tener fieros ataques de histeria que canalizaba, como corresponde a tales
casos, teatralmente, hasta que, tal vez
persuadida de la imposible atención del reducido
auditorio familiar, comenzó a concurrir a un taller de arte escénico. Algo
positivo, dentro de todo. Bueno, pero dejando de lado los chismes barriales,
que sólo sirven para demostrar que, quien más quien menos, todos padecemos algún tipo de locura, obsesión o
disloque, evidencia innegable de nuestra imperfecta humanidad, la cosa es que con su maquinita pasé textos en
limpio y me seguí exponiendo a la lid de los certámenes, que no ganaba pero me
daban cuerda para seguir adelante.
Cuando
ya había ingresado en la facultad, la pasión escritural se hizo más fuerte y un
día decidí que no podía seguir así, pidiendo prestado a este y al otro un
elemento tan indispensable.
Mi
mamá se había hecho socia del Hogar Obrero, benemérita institución, que tuvo un
mal desenlace, pero que en su momento brindó ayuda a la gente de escasos
recursos. Dado mi reducido “peculio” saqué un crédito a pagar en no sé cuántos
meses, y me traje a casa a Valentina, una Olivetti portátil, color naranja, que fue mi compañera
de aventuras durante mucho tiempo.
Cuando
viajé a España, en el ochenta, tenía muchas ganas de llevarla conmigo. Hubiera sido lindo sacarla a pasear,
que conociera el Viejo Mundo y de paso me ayudara en los trabajos que me
proponía hacer. Pero, no fue posible. No se puede viajar con sobrepeso. Ingrata
mezquindad del destino porque Valentina no se merecía que se la midiera con
tanta liviandad. Lejos de ser un sobrepeso, hubiera sido una gran compañía para
mí. En España me las rebusqué para encontrar gente solidaria y que con afán de dar un empujoncito a la
creatividad ajena suplió la falta.
Gracias
a la ayuda de Valentina pude seguir insistiendo con una tarea que me causaba mucho placer. Gané algunas
distinciones en certámenes. Pero la sorpresa y el desconcierto que me
provocaban esos pequeños éxitos menguaban siempre todo posible envanecimiento y en el fondo nunca
pude dejar de entrever que el resultado era un poco como el de una tómbola. También hice trabajos con los que me gané unos
pesos, paliando con ello la escasez de mis entradas como docente.
Pero,
llegó un día – tarde o temprano hay un día irremediable - en que el modo de
ayuda de Valentina me quedó corto. En realidad no sólo resultaba ineficaz para mí sino que la demanda socio-cultural
imponía otras reglas. Siempre sentí
recelo de los avances tecnológicos, no porque tuviera resistencia al cambio. Más
bien desconfiaba y desconfío, aun hoy, de ciertas
mutaciones adversas que el progreso conlleva. Pero al fin, como en tantas otras
cosas tuve que aflojar y convencerme de que necesitaba otro tipo de máquina.
Pensé en una electrónica pero la revolución
industrial iba demasiado rápido y cuando terminé de resolverme por la
electrónica, ya estaban en el mercado las computadoras con más funciones y
mejor rendimiento. Compré una que me costó buena parte de mis ahorros. Dos o
tres años antes había asistido a unos cursos de computación, pero a la hora de
la ejecución caí en la cuenta de que esos
conocimientos ya estaban perimidos. Así que me encontraba en punto cero. Seis meses o más
estuvo la máquina apagada. Temía que al encenderla me tirara un tarascón o
explotara como una bomba, chamuscándome,
con el agravante de que en la quemazón se hicieran cenizas los 1.500
dólares que con esfuerzo había desembolsado. ¡Qué horror! Al fin se apiadó mi
sobrina mayor, que ya se había recibido de Diseñadora Gráfica y vino a mi casa
varias veces a enseñarme a usarla. Eso sí - me acuerdo que le dije - con un método más o menos de maestra de jardín
de infantes. Lo que son las cosas de la vida. Yo le había aclarado algunas
dudas de Lengua y Literatura cuando estaba por entrar en la secundaria y ahora
ella me devolvía la atención enseñándome a manejar el aparato siniestro. Esto me demostró que una siempre tiene cosas
para aprender y que no sólo los mayores sabemos
dar lecciones.
Con
los rudimentos que aprendí me fue suficiente para perderle el miedo. Después
fui recabando información por otras partes y logré un cierto dominio (domiñito)
del Word y seguí manoteando el teclado. Dale
que dale. Con buenos frutos, con medianos frutos, con pobres frutos, pero
frutos al fin.
Pasó
el tiempo – ese desgraciado nunca deja de pasar – y la nueva máquina me resultó
vieja porque la revolución industrial seguía dando saltos desenfrenados. Compré
una nueva computadora. Como no hay desgracia sin suerte me costó un tercio de
la anterior. El gobierno de turno había devaluado abruptamente el peso. ¡Sean eternos los laureles que supimos
conseguir! ¡Coronados de gloria vivamos! Canté envido, ya que el tercio no era
tal, pero bueno, como en el truco, hay que amañarse para seguir jugando. Al
principio también a ésta le tenía miedo aunque ya no tanto como le había tenido
a la primera.
Ahora
puedo entrar a Internet (¡¡¡gran valor!!!), chatear (cuando encuentro a alguien con un ratito de
tiempo, en este mundo de permanentes apuros), enviar y recibir mails (con esas
historias de libros de autoyuda que ayudan a superar desde una desventura
amorosa hasta un traspié electoral). Y también escribir.
Actualmente
he abandonado la poesía, que siempre cultivé. Quiero decir la escritura de
poemas, la lectura no, porque cómo podría abandonar esos versos memorables como
los del poema Liberdade de Fernando
Pessoa:
Ai que prazer
Não cumprir um dever,
Ter um livro para ler
E não o fazer!
Ler é maçada,
Estudar é nada.
O sol doira
sem literatura.
O rio corre, bem ou mal,
Sem edição original
E a brisa, essa
De tão naturalmente matinal,
Como tem tempo não tem pressa…
(...) (fragmento de broma futurista del enigmático portugués)
O
tantos otros poemas maravillosos que he leído. La poesía siempre está, aunque
no se la vea, auque parezca una miserable pordiosera, o, por el contrario, una
especie de nube aúrea. La poesía es ese gesto de libertad y rebeldía que nos
retorna a la juventud y a los más tibios sueños.
Pero
bueno, ahora se me dio por querer ser “cuentera” o “cuentista”, trabajo que
también tiene lo suyo. Nada fácil. Eso sí, muy constructivo. Con algo de la
síntesis del poema, un poco de la racionalidad del ensayo y con el requisito de
una agudeza de observación cercana a la de la novela.
Ya
me disparé por las ramas, porque al fin de cuentas esta es la historia de
Valentina, la pobre Valentina, ahí calladita en un rincón del armario del
escritorio. Estas locas maquinarias modernas dan para mucho, son muy
serviciales, pero nunca tendrán el encanto de Valentina, la primera, la que
compartió tantos de mis desvelos, la que compré con mis primeros sueldos y con
tantas ilusiones. Ella será siempre única. Con ese carácter de único que tiene
lo que una quiere de veras, lo que ha querido tan fuertemente como una
vocación, un destino, una esperanza. Aunque es sabido que todas esas metas no
siempre son alcanzables, ni satisfactorias. Pero, igual están allí,
diciéndonos: “Dale, vieja, tirá para adelante, no te dejes vencer, no te
amilanes.”
Alguien
puede estar en un rincón, en la oscuridad más absoluta, silenciosa,
aparentemente olvidada, pero está y tiene una historia. Igualito que Valentina.
Aclaro que ésta no es mi máquina, sino una réplica de la de Horacio Quiroga, quien desde el medio de la selva nos conmovió con sus extraordinarios cuentos. |
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