miércoles, 24 de julio de 2013

MARIO TREJO: El olvido es una alucinación desprovista de objeto

Hombre condenado a dos escenas atroces: la primera y la última. Espiar por el ojo de la cerradura, que es el ojo de Dios (que nos estaba esperando) y descubrir al Otro, que también espía, hacia atrás, hasta el fin de los tiempos.
Y todavía sufrimos por la puerta que no nos animamos a abrir y por aquella otra que no debimos haber abierto nunca.

Fuente: Trejo, Mario, Orgasmo y otros poemas, Buenos Aires, CEAL, 1989.


jueves, 18 de julio de 2013

CLAUDIO RODRÍGUEZ: Siempre será mi amigo


Siempre será mi amigo no aquel que en primavera
sale al campo y se olvida entre el azul festejo
de los hombres que ama, y no ve el cuero viejo
tras el nuevo pelaje, sino tú, verdadera

amistad, peatón celeste, tú, que en el invierno
a las claras del alba dejas tu casa y te echas
a andar, y en nuestro frío hallas abrigo eterno
y en nuestra honda sequía la voz de las cosechas.

Fuente: Rodríguez, Claudio, Desde mis poemas, Madrid,  Ed. Cátedra, 1983.


Claudio Rodríguez: poeta español (Zamora, 1934- Madrid, 1999).

sábado, 6 de julio de 2013

MIS CUENTOS: El violinista del subte.

Qué bien que últimamente han remodelado las instalaciones de los subterráneos.  El sistema de tarjetas resulta más práctico. No me gustan los colores estridentes con que pintaron algunas estaciones, pero las nuevas terminales están lindas. Y ni que hablar de la comodidad que significa llegar a casa desde el centro en un santiamén ... Sus ojos se detienen, en  los quioscos de golosinas con mil tentaciones para endulzar la vida,  y luego en los de diarios y revistas, abarrotados de información de todo tipo. Por un momento, el  omnipresente  televisor, destinado a acorralar desde la altura las miradas, se adueña de la suya.
   En el andén, una multitud espera  el arribo del convoy.  Como la formación lleva quince minutos de demora, puede advertirse cierta inquietud. Una especie de hormigueo,  similar a esos diseños tridimensionales con manchas que se alejan  y reúnen en puntos vagos. Fuera del movimiento general, están los que buscan desesperadamente un banco, los que dormitan en él con las cabezas gachas, los que permanecen  estáticos, con el pensamiento puesto quién sabe dónde. Todo un muestrario de rostros, de facciones, de poses y vestimentas.
   Al fin, desde el fondo del túnel llega el resoplido y la luz se abre paso en la sombría concavidad. El tiempo aletargado se dilata y  por detrás del brusco deslizamiento de las puertas aparece la masa humana, en un hacinamiento de barraca.  Y así, como al pasar, en medio del murmullo generalizado  emergen voces  opacas. Qué pesadilla, viajamos como ganado. Sardinas en lata. ¡Trenes de película! Sí, como los que llevan prisioneros rumbo a los campos de concentración… A las consabidas y exageradas  comparaciones se suman las  protestas sobre las deficiencias del transporte urbano. Todo dicho en un tono bajo, de  tal modo que pocos puedan escucharlo. Y en realidad casi nadie lo escucha porque otros ruidos interfieren o porque a  esa hora del día, la sordera es una armadura para seguir en pie. Después el silencio se impone y la gente, a  los codazos o con  cimbreante contoneo va encontrando un lugar en medio del no lugar. En cada estación, el amontonamiento se aligera y el  ánimo de los viajeros parece distenderse por efecto del tenue airecito de los ventiladores.
   Amelia lucha con los paquetes,  sin dejar de prestar atención a la cartera, que  sostiene por si acaso, contra el pecho. A poco de subir consigue un asiento.   Durante toda la tarde, ha recorrido oficinas tratando de resolver algunos asuntos pendientes y  se siente cansada. Para  gratificarse se compró un ramo de fresias. Las pondrá en el florero del living a modo de conjuro contra la rutina doméstica. Ya puede imaginarse el resplandor de las tonalidades reanimado por la claridad que entra por la  ventana. Por suerte su casa es luminosa. Seguramente el ramillete atrapará la atención del marido. ¡Qué lindo, compraste flores! Y después vendrá el abrazo. El delicado relieve del adorno natural, encenderá su amor. Ya puede imaginarlo. Un gesto de complacencia, a pesar de los años y los sinsabores. El se quedará mirándola  desde el otro lado del  ramo como a través de un jardín imaginario.
   Un niño desarrapado reparte estampitas. Pone atención en él. El chico actúa maquinalmente.  Como por fuerza de costumbre.   Las deposita sobre la falda de la gente. Poca ocasión tiene para entregarlas en mano. Muchos desvían la mirada tratando de evitar el doloroso espectáculo de esa cicatriz de quemadura que le surca el rostro y el  pedazo de oreja faltante. Su cara es como el reverso de las flores. Marchita y descolorida. No voy a darle dinero para no alentar la mendicidad, se dice Amelia, e inmediatamente extrae de su bolsillo el chocolatín que ha comprado para su hijo. El chico lo examina indeciso. En realidad, esperaba la plata, sólo la plata. A cambio de las figuras de santos o vírgenes nadie le da otra cosa. Igualmente no desprecia el regalo. Es más, hace un alto en su entrega y desenvuelve con parsimonia el dorado envoltorio. Rápidamente devora el chocolate y el ojo medio estirado por la deformidad  de la cicatriz brilla en un guiño de satisfacción, de imprevisto placer. Ella, en ese momento, desearía acunarlo porque el pequeño, de algún modo, es como si hubiera renacido. Por un instante, recuerda a Marcelo, cuando era bebé, entre los brazos, con una burbuja de leche en la punta de la nariz. A estas horas estará jugando en casa de su abuela. Aunque cuenta con un considerable número de  juguetes fáciles de transportar, lo que más lo divierte es pasarse horas frente a la computadora, fascinado ante los juegos electrónicos.  Así que puede imaginarlo refunfuñando por la falta de su habitual entretenimiento. Marcelo debe tener la misma edad que este niño, pero no... El pequeño callejero parece cargar sobre sus espaldas una pila de años y ahora que lo mira  con más detenimiento se da cuenta de que hasta renguea. Bamboleándose como un muñeco de trapo, se  aleja rumbo a la puerta que comunica con el otro vagón. Y se pierde entre el gentío. Y es nadie entre nadie.
   Qué difícil viajar en subte. Siempre le ha provocado una suerte de incomodidad estar en un lugar tan cerrado, con un techo de escasa altura y sofocante y,  para colmo, bajo tierra, donde la vista permanece como apresada. Sin paisaje a través de las ventanas. Imposible fijarla en alguien en particular. Cualquiera lo tomaría como una impertinencia o una provocación. Solo se puede repasar como al descuido los rostros y después, haciéndose la dormida intuir historias. Por ejemplo la de ese hombre joven, que está sentado frente a ella. Hace un rato nomás, lo vio observar de reojo, con cierta repugnancia,  al niño mendigo. Luego de removerse, incómodo, en el asiento volvió a hundirse en el diario que lleva abierto. Está anclado en la sección deportiva. A lo mejor trata a toda costa de entretenerse con algo para olvidar las presiones que sufre en el trabajo. De pronto, echa una ojeada hacia el interior del vehículo.  Como si volviera de un oscuro pantano. Las preocupaciones son cada vez mayores y está exhausto, piensa Amelia. A simple vista se advierte. Presume o imagina, por mera asociación con lo que a diario se escucha, que la cabeza del hombre es un hervidero donde a fuego lento se cocinan rumores de despido, exigencias de un jefe que no le llega ni a los talones – un digno exponente de los que trepan a través de artimañas de todo tipo -. Aunque, pensándolo bien, quizás no sea más que uno de los tantos ineptos atornillados a la silla de alguna repartición.
   A su lado, sobre la pana descolorida del asiento, ha quedado el papel brillante de la golosina.    Casi sin darse cuenta, lo toma entre sus dedos. Al manipularlo comienza a emerger la forma de un barquito, como los que solía depositar, cuando niña, en la alcantarilla los días de lluvia. Y la imagen recordada, no sabe bien por qué le trae  a la mente los libros de aventuras, que tanto le encantaban. Ante la pregunta ¿qué  te gustaría ser? , ella respondía invariablemente escritora o actriz. Adormecida por el ronroneo de las ruedas del subte ha vuelto a la infancia. El ruido  que anuncia la detención del vehículo la devuelve a la realidad. Sólo faltan  tres estaciones para llegar. Después aligerase de ropas, un buen baño, y a preparar la cena. Mañana, Dios dirá. La frase hecha golpea sus sienes y en un acto reflejo estruja el barquito, que va a parar, hecho un bollo, a los pies de una anciana,  sentada en el extremo del asiento.
   La señora se sobresalta, al sentir el roce sobre su empeine. Le recuerda a su vecina del “D”. Lee en sus ojos que algo placentero ha debido ocurrirle por estos días. Una fiesta sorpresa en su cumpleaños número ochenta, podría ser. Rodeada de todos sus hijos, inclusive el  mayor, que vive tan lejos, nada menos que en Estocolmo. Y los pocos hermanos que le quedan. La casa brillante, como envuelta en papel de regalo. Aunque algo acaso ha empañado su felicidad. Y se le nota. Claro, siempre hay alguien que falta o que sobra. Cuando se tienen años encima los festejos remueven ciertos olvidos y el pasado regresa demasiado de golpe. Y es increíble el vértigo que esto provoca.
   La anciana se levanta  con cierto esfuerzo y camina lenta, pausadamente hacia la puerta, pero,  antes de llegar, gira  su cabeza y la mira como si hubiera estado presintiendo que esa mujer de las fresias, de puro aburrida ha inventado una historia que la incluye.  Un hombre  que se dispone a descender  con el apuro la hace trastabillar.
-          Cuidado, hijo, que apenas puedo sostenerme.
   Amelia repara en  el individuo. Es un tipo que debe rozar los sesenta. Tiene toda la estampa del porteño endomingado. Algo hay en él de triste y alegre a la vez, piensa mientras entrecierra los ojos con el propósito de alejarse de sus propias preocupaciones, del quehacer cotidiano, del opresivo encierro  del viaje. Y entonces su incorregible inventiva pega un salto y comienza a hilvanar el melodrama que según su parecer se ajusta al personaje. En un salón donde se baila tango conoció a una mujer y va a su encuentro. Lleva años de difícil convivencia con su esposa. Del amor solo guarda un borroso recuerdo, que se reaviva cada vez que abre el cajón de su escritorio donde está la foto de la novia de los veinte años. Ajada y amarillenta como su vida. Sin embargo, “el fuego de la pasión” no se ha extinguido y cuando menos lo espera le parece ver sentada a la  antigua novia junto a la ventana del bar, con su aire ausente y esa sonrisa un poco nostálgica. Se ha puesto su mejor traje y la corbata de seda italiana, regalo de su hija. El subte es el lugar donde se siente más ajeno. Todos miran a otro lado. Pero, en pocos minutos, recobrará su nombre y señas personales y  si el destino no le juega en contra, junto a su compañera de baile tal vez redescubra el camino del deseo.
   El  presunto galán y la anciana  descienden y en ese preciso instante comienza a caer una lluvia de pétalos violetas. Papel picado con el nombre de un nuevo perfume. Novedosas tácticas de propaganda.
   El subte vuelve a arrancar. Quedan pocos pasajeros. De pronto, irrumpe el bochinche de un grupo de adolescentes. Tararean una música discordante, intercalando, de vez en cuando risotadas, insultos y gritos. En cada movimiento se desprenden de un pedazo de cáscara. Su alboroto se asemeja  al torpe aleteo  de los pollos. Predestinados como están a no ser más que centro del batifondo. En una de esas, a uno se le escapa un manotazo y el ramillete de fresias cae al suelo. Otro, al darse vuelta lo pisa y Amelia no puede más que arremeter con furia contra ellos. El resto del pasaje permanece indiferente. Su desmesurada reprimenda  ha desatado la risa burlona de los jóvenes que atropelladamente desaparecen tras la puerta del fondo. El subte se detiene en Los Incas.
    Fin del recorrido. En el piso han quedado las flores pisoteadas. Amelia, haciendo malabarismos con los bultos, se dispone a bajar. El enojo  ensombrece su rostro, unos minutos antes  de un color encendido.  Ha reaccionado como una niña a la que   le  hubieran arrebatado un  juguete y eso le da más rabia. Avanza hacia la escalera mecánica con lentitud. Todo le pesa. Y más aún haber perdido su ramo. Un montón de seres anodinos enfilan hacia la salida, de donde proviene una dulce melodía. A medida que camina, la música la va  envolviendo. Las notas traspasan su oído y es como si en su interior las flores ultrajadas recobraran su forma primigenia. Hasta le parece percibir su aroma y divisar sus contornos ribeteados por el rocío. Es un fragmento de Las cuatro estaciones. Sonidos resplandecientes rebotando contra el encajonamiento de los pasillos. Al trasponer los molinetes, semioculto detrás de una de las paredes de la otra salida  se encuentra el violinista. Todos pasan a su lado como si nada. Pero a él no parece importarle. Está concentrado en el manejo de su arco, en la docilidad de las cuerdas. A sus pies, en la funda abierta hay algunas monedas, aunque su improvisado concierto no tenga precio. Nadie lo aplaude y pocos reparan en su presencia. Pero en el sonido proveniente de su instrumento florece el ímpetu que Vivaldi  seguramente extrajo de la armonía natural. Debajo del silencio de la tierra, un joven  desconocido tensa su arco hasta alcanzar el cielo.
   Amelia  deposita unas monedas en el estuche y le da las gracias, aunque no sabe bien por qué. El muchacho por toda respuesta  ensaya una débil sonrisa. La música envuelve los  corredores y los pasajeros emparejan su paso con el ritmo. Cada uno en lo suyo, avanza desde el frío invernal de los pasillos hacia una primavera de compases fragantes. Impulsados por la suave melodía van subiendo por las escaleras hasta ganar la calle. Los últimos rayos de un sol  que se repliega, iluminan  tenuemente cada figura. Amelia se vuelve, como tratando de apresar con su capacidad auditiva, el sonido que la exime de la tensión subterránea. Sonríe con satisfacción. El violinista tiene un rostro sin pasado. Carece de  historia, de argumento. Desde sus manos brota esa sublime imperfección sonora que en mucho se parece a la libertad.




El cuento pertenece a la selección: Ramificaciones inesperadas y otros relatos.

martes, 25 de junio de 2013

MAROSA DI GIORGIO: erotismo de la naturaleza

Una mañana de primavera, cerca del mediodía, mientras la madre se iba por los rosales, ella sacó de sí, de la blusa, un…¡colibrí! que voló enseguida y se puso sobre su cabeza, pero sin posarse, y  así iban.
Ella con el pajarillo arriba quedaba como un santo. Le dio por andar algo, con eso dorado y verde, arriba. Hasta cruzó las callejuelas.
Y la vio un hombre y se preguntó: -¿Y esta muchacha bajo un picaflor? Ven que te abrazo. Espanto al pájaro aunque sea bellísimo.
Así se hizo; ella también lo abrazó.
Él empezó a hacer una casa al parecer, un cantero, un lecho, plantó alhelíes, porque ella los nombró una vez.
Ella no sabía si corrían años, o cinco minutos breves, larguísimos.
Él le pidió: -Ven adentro y baja toda esa ropa.
Caía por fin la pálida ropa blanca al piso.
En eso por una hendedura que allá arriba había quedado abierta, entró el colibrí.
Ella estaba ahí, tendida y desnuda.
El colibrí buscó el pecho, el ombligo, el sexo. Y temblaba y libaba allí.

Fuente: Di Giorgio, Marosa, Camino de las pedrerías, Buenos Aires, Ed. El cuenco de plata, 2011.
   

Camino de las pedrerías tiene como subtítulo la denominación: relatos eróticos. Podría hablarse en este caso de un panerotismo, ya que toda la naturaleza, festiva y reluciente, está traspasada por el Eros. Su imaginación fluyente y pródiga otorga  esa pulsión a todos los seres (humanos, plantas, animales y aún minerales) que conforman sus escenas. La vida en toda su plenitud vibra en imágenes sorprendentes.
El libro trasunta libertad. No hay límites. No hay referencias convencionales. Nada es lo usual, ni lo previsible. La palabra es una materia dúctil que arracima sensaciones extrañas, asombrosas,  que se crean y recrean, movidas por un constante impulso  de transformación.
Marosa di Giorgio nació en Salto- Uruguay, en 1932 y falleció en Montevideo, en 2004.



sábado, 15 de junio de 2013

ANTONIO REQUENI: Piedra libre

El padre juega con sus criaturas.
La cara vuelta contra la pared
y el brazo levantado hasta los ojos,
está contando como si llorara.
Y mientras cuenta sus criaturas crecen,
van por el mundo, suben escaleras,
se enamoran o estudian geometría.
Cuando termina de contar, el padre
entra en los cuartos y revisa muebles.
Apenas ve. ¿Quién apagó las luces?
Su voz, que ha enronquecido, los invita
a dejar de una vez sus escondites.
Y los hijos regresan, jubilosos.
¡Cómo han crecido! Son casi tan altos
como los sueños que en su juventud
solían desvelarlo dulcemente.
¡A contar! ¡A contar –exclama el padre-
(los grandes siempre vuelven a ser niños).
Y los hijos se apoyan contra el muro,
hunden la frente entre los brazos. Cuentan.
Y mientras cuentan –once, doce, trece…-
el padre se va haciendo pequeñito.
Cuando terminan de contar lo buscan.
Lo buscan pero el padre no aparece.
Se ha escondido debajo de la tierra.


Fuente: Poesía Argentina del Siglo XX (selección de Miryam E. Gover de Nasatsky, Buenos Aires, Ed. Huemul, 1981.

jueves, 6 de junio de 2013

FILISBERTO HERNÁNDEZ: El "inventor" de una escritura extrañamente atrayente.

 EXPLICACIÓN FALSA DE MIS CUENTOS 

   Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer ni cuidar su crecimiento: solo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
   Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.

Fuente: Hernández Filisberto, Las Hortensias y otros relatos, Buenos Aires, Ed. El cuenco de Plata, 2010.






Filisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964). Quizás este raro ejemplar arbóreo tenga algo en común con sus cuentos.


jueves, 30 de mayo de 2013

AL ACECHO



La paloma es un ave que ha respondido tradicionalmente a un modelo. Diferente en su trayectoria  de otros pájaros, fue símbolo de la paz, de la delicadeza  y la inocencia. Noé envió una paloma, después del Diluvio, en busca de tierra firme donde atracar y ésta regresó con una salvadora rama de olivo en su pico. Y entonces las aguas comenzaron a retirarse.  Poetas y pintores no dudaron en darle cabida en sus obras y en representar a través de su emplumada figura los más tiernos y enaltecedores sentimientos. Las tórtolas, más pequeñas y dóciles, son una variante familiar. A los amantes se los suele llamar “tortolitos” por su entrega amorosa y la fidelidad que tal vínculo entraña.
El simbolismo de libertad no puede atribuirse exclusivamente a ella, sino  a la mayoría de los seres alados. La capacidad de vuelo y el ascenso a las alturas se transforma, por intermedio de un pase racional, en imagen de soltura, de desasimiento, en fin, de liberación.
En la actualidad, sin embargo, la paloma ha perdido ese privilegio y, lejos de esa aura sutil y prestigiosa, se ha convertido en una especie de peste a la que la gente teme y rechaza. He visto a personas correr despavoridas cuando se acerca una bandada o cuando, con un vuelo bajo, rozan casi agresivamente sus cabezas. Sentarse bajo un árbol en una plaza se ha vuelto un peligro: nadie querría ser coronado  con la arrojadiza diadema de su excremento. Del mismo modo, muchos buscan alguna lejanía prodigiosa, en lo que a mantenerse a salvo se refiere, cuando se trata de estacionar vehículos. La deposición corroe la pintura de la carrocería. Otros protegen  cornisas o pechos de ventanas con unas cintas de finísimos pinches con el objetivo de desalentar su presencia en tales lugares. A través de la diseminación de sus deyecciones se transmiten enfermedades. Esto constituye,   indudablemente, otro motivo para   evitarlas. Y ni hablar de su ominosa profanación de edificios y monumentos de valor cultural.
 ¿A qué se debe este cambio? ¿Qué fue de la amigable avecilla? 
Las palomas abundan en las grandes urbes.  El zureo, más que a un arrullo, se parece a   una música amenazante, una suerte de letanía áspera. Ajenas, torpes y desorientadas buscan en los desperdicios su alimento, que puede estar compuesto por las más variadas sustancias. Restos de la llamada “comida basura”, que ingieren los humanos, se han sumado a su dieta. Evidentemente han cambiado sus hábitos. De surcar la inmensidad celeste donde eran “alguien”,  han pasado al amontonamiento ciudadano. De frugívoras, han pasado a ser omnívoras. De ser emblema de  armonía, a convertirse en el pavoroso signo del acecho y la suciedad.

Picasso cartelista. Congreso Mundial de la Paz, 1949. Litografía
René Magritte. La gran familia, 1963.
Es triste verlas colgadas de los hilos que la  intrincada madeja comunicacional tiende por sobre los techos. Se las ve oscuras como cuervos. Con el pico afilado  de tanto roer bazofias de todo tipo, con las alas caídas de tanto tropezón contra el cemento, con las plumas pestilentes de tanto hurgar en los basureros y alcantarillas. ¿Cómo ver en ellas a la paloma de Picasso o Magritte? Esta nueva versión  supera en mucho a la desencantada imagen que  Rafael Alberti  plasmó en un poema que Serrat musicalizó: “Se equivocó la paloma …”.



He aquí cómo mucho de lo que conocemos y creemos percibir con claridad cambia de rumbo. Y el carácter simbólico de nuestra apreciación se destiñe y se tizna con más frecuencia de la que podríamos imaginar. La paloma sigue siendo el mismo  animalito alado, perteneciente a la especie de las colúmbidas, que  los latinos denominaron : palumba y los griegos: πελεια, y a la que, según se cuenta, Venus llevaba en su mano y ataba a su carro. Domesticada, ha perdido su  semblante auroral, su vuelo trascendente, su impronta de nobleza. Domesticar es reducir. Y su gracia silvestre se ha reducido al mermado punto de vista de su domesticador. En su apariencia de ave rapaz se encierra, sin duda, otra faceta de lo simbólico. La paloma actual no es un albatros al estilo baudelaireano. Carece de dotes poéticas y le sobran motivos para parecerse a un carancho. Están al acecho. Solitarias y marginales. Disgregadas de su naturaleza gregaria. Amenazándonos con su vuelo rasante, con su resentimiento alucinado.