El viento mueve el aire. Y me lleva y me trae.
Barca librada al ritmo de ríos interiores.
Ayer hubo un estuario donde el ojo se hizo diente,
y mordiendo las sombras,
ancló en palabras que me dieron nombre.
Hoy, en cambio, el resplandor de agosto que se va
me empuja hacía esta intimidad de hormiga costurera.
Coso una hoja y otra, remiendo los agujeros
por donde brama el ventarrón del tiempo.
Por mi ventana entra la secuencia del día:
la claridad opaca del despertar,
el ígneo aguijón del sol,
la aletargada siesta con puntillas de miel,
el ocaso con su filtro de acuarelas borrosas.
Las grandes urbes son
en potencia escandalosas.
Locuaces, estridentes, plenas de novedad.
Pero viejas en sus rumores y en su extravagancia.
Marchitas en acero y en apilamiento de materiales indeseables
en herrumbre y en humos
opresivos.
El retazo de campo trae además de oxígeno
voces y formas
colores y cadencias,
vibraciones sutiles y,
fundamentalmente, la percepción del movimiento.
Ni rápido, ni demasiado
tardo.
Justo. Casi diría austero.
Abandono el encierro. Los aplausos ocasionales.
La aprobación que paraliza.
La vengativa luz del flash, el calco de otros verbos.
Y entonces me reflejo en.
El balanceo de las nubes o el trémulo equilibrio del colibrí.
La silueta de una flor o la chispa alzando su lengua
cimbreante.
Los terrones que
hablan y la molicie que acalla.
Mis palabras son hijas de un contorno.
Se deshacen- rehacen. Deshiladas se entremezclan con la
gramilla.
Ligeras como la raíz
aérea.
Terrestres-territoriales-terrenales.
¿Y por qué no? Desterradas.
Transferidas a un paisaje en silencio.
Al tono más difuso y, por
lo incierto, más primario en su forma de evocar…
de RINCÓN DE POESÍA
de RINCÓN DE POESÍA
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