sábado, 20 de junio de 2015

VICENTE ALEIXANDRE: Sombra del Paraíso

PADRE MÍO

                                                            A mi hermana

Lejos estás, padre mío, allá en tu reino de las sombras.
Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana,
lejos de la benévola luz de tus ojos continuos.
Allí nací, crecí; de aquella luz pura
tomé vida, y aquel fulgor sereno
se embebió en esta forma, que todavía despide,
como un eco apagado, tu luz resplandeciente.

Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida,
mente completa que un humano alcanzara,
sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve,
resbaló así la niñez como un alígero pie sobre una yerba noble,
y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios
sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara,
fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi
nacimiento
y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían
la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño.

Alto, padre, como una montaña que pudiera inclinarse,
que  pudiera vencerse sobre mi propia frente descuidada
y  besarme tan luminosamente, tan silenciosa y puramente
como  la luz que pasa por las crestas radiantes
donde  reina el azul de los cielos purísimos.

Por tu pecho bajaba una cascada luminosa de bondad,
que tocaba
luego mi rostro y bañaba mi cuerpo aún infantil, que emergía
de tu fuerza tranquila como desnudo, reciente,
nacido cada día de ti, porque tú fuiste padre
diario, y cada día yo nací de tu pecho, exhalado
de tu amor, como acaso mensaje de tu seno purísimo.
Porque yo nací entero cada día, entero y tierno siempre,
y débil y gozoso cada día hollé naciendo
la yerba misma intacta: pisé leve, estrené brisas,
henchí también mi seno, y miré el mundo
y lo vi bueno. Bueno tú, padre mío, tú solo.

Hasta la orilla del mar condujiste mi mano.
Benévolo y potente tú como un bosque en la orilla,
yo sentí mis espaldas guardadas contra el viento estrellado.
Pude sumergir mi cuerpo reciente cada aurora en la
espuma,
y besar a la mar candorosa en el día,
siempre olvidada, siempre, de su noche de lutos.

Padre, tú me besaste con labios de azul sereno.
Limpios de nubes veía yo tus ojos,
aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente
esa luz que sin duda de los cielos tomabas.
Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco
que así, en los brazos, desvalido, me hubiste.

Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una
yerba triste,
heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia
mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora acaso
de una sombra amorosa,
por la que nunca, nunca tu corazón me olvida.

Oh padre mío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte
tú vives y me amas. Que un vigor poderoso,
un latir, aun revienta en la tierra.
Y que unas ondas de pronto, desde un fondo, sacuden
a la tierra y la ondulan, y a mis pies se estremece.

Pero yo soy la carne todavía. Y mi vida
es de carne, padre, padre mío. Y aquí estoy,
solo, sobre la tierra quieta, menudo como entonces, sin
verte,
derribado sobre los inmensos brazos que horriblemente
 te imitan.

Fuente: Aleixandre, Vicente, Sombra del Paraíso, Buenos Aires, Editorial Losada, 1977.

El mismo año de 1977, Vicente Aleixandre obtuvo el Premio Nobel.

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