martes, 13 de enero de 2015

ESCRIBAS I

Le scribe accroupi-Louvre.
El escriba sentado (scribe accroupi) se encuentra en el museo del Louvre. Es una talla realizada entre  los años 2480 y 2350 a.C., durante la Vº dinastía  del Antiguo Imperio, en Egipto. Fue descubierta alrededor de 1850 en la necrópolis de Saqqarah, en la ribera occidental del río Nilo,  frente a Menfis, la capital del Antiguo Imperio y del Bajo Egipto, y luego trasladada al museo francés.
La imagen tallada en  piedra caliza conserva, a pesar de los años transcurridos, rastros evidentes de su policromía. Los ojos, realizados en cuarzo y ébano, y  bien abiertos,  reflejan una mirada de  presumible gravedad. Toda la figura, sedente, con el papiro entre sus piernas cruzadas y  el -ahora invisible-  cálamo en su mano derecha,  trasunta cierta circunspección.
En  aquel momento remoto, los escribas fueron personajes de gran importancia para el funcionamiento del Estado y hasta  constituyeron una casta. Desde pequeños hasta ya  avanzada la  juventud eran educados en una dependencia del templo. Adquirían distintos saberes entre los que se contaba principalmente el dominio de la escritura jeroglífica o la  hierática (ideográfica abreviada),  la gramática y lectura de textos clásicos. Pero también aprendían otros idiomas, conocimientos de derecho, geográficos y  de administración contable. En la actualidad su labor abarcaría quehaceres similares a los de un escribano o un perito contable. Pero también  cabría asociarlos  con el perfil de un escritor. Puede  decirse que los escribas eran, en cierto modo,  los intelectuales de aquella época.
Maravilla pensar que, en un pasado tan lejano, la humanidad ya tuviera conciencia del poder que posee la letra escrita, y  que, a quienes detentaran el privilegio de  fijar gráficamente  la memoria social se les prodigara una cuidada formación.
Escribir no es un acto simple. La complejidad del mismo es una consecuencia que deriva, en gran medida, del código lingüístico y también de otros códigos que forman parte de la comunicación. Todos estos sistemas de signos   nacieron en el seno de la sociedad, que también es compleja.
Quien escribe diseña con grafismos un objeto, el texto, que a su vez está constituido por una multiplicidad de otros objetos que han entrado en una red significativa.  Red que atrapa al sujeto  emisor y también a los otros sujetos que, en su afán interpretativo, entren a formar parte del texto en cuestión. La forma que asume el decir es parte de su contenido. No es lo mismo una palabra que otra y tampoco es lo mismo un sonido que otro, un modo de articulación o de modulación que otro. Asimismo, el tiempo y el espacio delimitan la fluencia verbal desde el interior o desde el exterior. Lo que alguien expresa en un determinado momento de su vida puede estar sujeto a modificaciones a lo largo del decurso y lo que responde al  marco de una época puede no ser aplicable  o entendible  en otra etapa. El discurso está también marcado por otros factores: edad de emisores y receptores, grado de formación personal y objetivos a los que apunta, cultura en la que están insertos, determinación ideológica, estado de ánimo circunstancial, y muchos otros, a menudo poco evidentes, pero que ejercen  condicionamientos. Hasta para transgredir las normas es  imprescindible ahondar en ellas y observarlas detenidamente como quien observa, a la hora de tallar,  el trozo de piedra con que cuenta,  para sopesar las posibilidades de aplicar el cincel en una dirección o en otra.

La escritura es una búsqueda insaciable. Para acceder a ella hace falta ser un buen lector. Y esto implica conocer lo que otros han escrito, lo que el código con su perpetua movilidad ha engendrado y puede llegar a engendrar, tener capacidad de desciframiento no solo de textos sino de las acciones y los modos con que se construye el  principio de realidad. Y también ser un ávido lector del propio pensamiento. 

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