Se ha comprendido ya que Sísifo
es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su
desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le
valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar
nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos
dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la
imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el
esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar una enorme piedra, hacerla rodar y
ayudarla a subir una pendiente cien
veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la
ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la
calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos
llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo
y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la
piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que
habrá de volverla a subir hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese
regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo
piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el
tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que
vuelve tan seguramente como su desdicha,
es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las
cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino.
Es más fuerte que su roca.
Si este mito es trágico lo es
porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo
si a cada paso lo sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual
trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no
es menos absurdo: pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace
consciente. Sísifo, proletario de los Dioses, impotente y rebelde, conoce toda
la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La
clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su
victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.
Fuente: Camus, Albert, El
mito de Sísifo, Bs.As, Ed. Losada, 1982.
La rebelión va acompañada de la
sensación de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. En
esto es en lo que el esclavo rebelado dice al mismo tiempo sí y no. Afirma, al
mismo tiempo que la frontera, todo lo que sospecha y quiere conservar más acá
de la frontera. Demuestra con obstinación, que hay en él algo que “vale la pena de…”, que exige
vigilancia. De cierta manera opone al orden que lo oprime una especie de
derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir.
Al mismo tiempo que la repulsión
al intruso, hay en toda rebelión una adhesión entera o instantánea del hombre a
cierta parte de sí mismo. Hace, pues, que intervenga implícitamente un juicio de
valor, y tan poco gratuito que lo mantiene en medio de los peligros. Hasta
entonces se callaba , por lo menos, abandonado a esa desesperación en que se
acepta una situación aunque se la juzgue injusta. Callarse es dejar creer que
no se juzga ni se desea nada, y en ciertos casos, es no desear nada en efecto.
La desesperación, como lo absurdo, juzga
y desea todo en general y nada en particular. El silencio la traduce bien. Pero
desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga. El rebelde
(es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo), da media vuelta. Marchaba
bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a
lo que no lo es. Todo valor no implica la rebelión, pero todo movimiento de
rebelión invoca tácitamente un valor. (…)
Por confusamente que sea, una
toma de conciencia nace del movimiento de rebelión: la percepción, con
frecuencia evidente, de que hay en el hombre
algo con lo que el hombre puede
identificarse, al menos por un tiempo. Esta identificación no era sentida
realmente hasta ahora. (…)
Ese impulso es casi siempre
retroactivo. El esclavo, en el instante en que rechaza la orden humillante de
su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebelión
lo lleva más allá de donde estaba en la
simple negación. Inclusive rebasa el límite que fijaba a su adversario, y ahora
pide que se le trate como igual. Lo que era al principio una resistencia
irreductible del hombre, se convierte en el hombre entero que se identifica con
ella y se resume en ella. Esa parte de sí mismo
que quería hacer respetar la pone entonces por encima de lo demás y la
proclama preferible a todo, inclusive a la vida. Se convierte para él en el
bien supremo. Instalado anteriormente en un convenio, el esclavo se arroja de
un golpe (“puesto que es así…”) al Todo o Nada. La conciencia nace con la
rebelión.
Fuente: Camus, Albert, El hombre rebelde, Bs.As., Ed Losada,
1981.
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