Una rosa sobre mi mesa distrae al tiempo. Giro mi cabeza una
y otra vez y
allí la encuentro. Entorno los párpados y entonces el tallo
se estira y los
pétalos me acarician por dentro. Asoma entre penumbras e
ilumina lo que el verbo
oscurece.
Ella es todo un modelo de escritura: delicadeza, colores
tenues, equilibrio y
mesura. Pero también espinas, hojas dentadas. Áspera y
negligente.
Así es la flor que habla con su tonalidad.
¿Y cómo es su interior? Oscuro laberinto en el que se pierde
mi mano mientras
escribo, al tiempo que su apariencia emigra con la luz.
Prisionera de ese
gesto, atravieso su condición de ser en fuga y la leo, me
lee, en la página
donde ambas hemos sido escritas.
Es así como la rosa, mutable y trémula, restituye al
misterio, la invención
mientras se aleja - me aleja- de los hábitos de la muerte.
René Magritte pintó una rosa enclaustrada. Ésta, mi rosa, ha quedado atrapada entre papeles por años y años y ahora asoma en esta imagen que jamás será ella misma. Su vestigio es el trazo escrito entre el tiempo y su sombra. Este color de cielo intenta explicar lo que escapa a toda explicación...
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