domingo, 16 de septiembre de 2012

MIS CUENTOS: Ramificaciones inesperadas


    El sol resplandece detrás del vidrio. Es enero. Saco el plantín de la bolsa. Está envuelto en papel de diario. Se lo quito y empleo un cortante para  romper el plástico que envuelve la tierra y la raíz. Con sumo cuidado, coloco el plantín en una maceta. Una hermosa maceta de cerámica esmaltada. Le agrego más tierra, la apisono, y luego un poco de agua. Allí queda, junto a la ventana, adonde la traspasa un tenue resplandor.


Llega jadeante al borde del acantilado. Sus ojos se hunden en el mar. La noche se ha hecho una con el oleaje. El viento ruge. Siente la punzante acción de su aguja en el tímpano. La piel trémula a causa del golpe rabiosamente frío. Se inclina sobre las piedras. El silbido de una bala  persigue sus espaldas. Se acerca más a la orilla. Un ruido de corridas y gritería le llega de lejos. El olor de la sangre lo marea. Debajo de su camisa se agolpa y palpita tan fuerte como si fuera un segundo corazón.


     Anduve muy ocupada durante toda la semana. Sólo pude regar tres veces la plantita y sin embargo un pequeño pimpollo ha empezado asomar. Diminuto. Apenas curvado en dirección a la claridad. Las hojas primeras están un poco secas, pero otras comienzan a insinuarse como pequeñas espirales verdes.


Se agazapa entre las piedras, al borde del acantilado. La noche, de un azul intenso, mortecino, juguetea con la marea. Los otros han quedado atrás. Puede escuchar el rumor quebrado de sus voces, las  palabras superpuestas por efecto  del viento. El vacío lo atrae como un imán. Siente el desliz de su cuerpo, mientras con todas sus fuerzas reacomoda  la debilidad de su carne sobre los peñascos. Se palpa el pecho y luego frota  los dedos unos contra otros como queriendo sopesar la viscosidad de la sangre, ya medio coagulada. Y la sangre es el acecho, el rojo estallido de un péndulo sobre su cabeza. Pero  el péndulo no estalla sino que se  agita al compás de la espera.


     El pimpollo se abrió. Ya es una flor con un relieve esperanzado. Y a su lado otro botón se inclina e insinúa un color levemente diferente. Con el matiz de lo que está por abrirse al mundo. He quitado las hojas viejas y las nuevas se han desenroscado y muestran su forma de un modo rotundo. Ovaladas, con tímidas nervaduras. Dentro de la maceta y debido seguramente a que ésta tiene un volumen más amplio que el recipiente plástico del principio, se revela casi otra. Más armónica, más  decidida para el crecimiento. Se ve que el lugar le ha gustado. Recibe el sol  del  mediodía y la luz   declinante de la tarde.


Una ráfaga lo derriba. ¿Lo derriba?
Entonces ya es de mañana y un grupo de niños juega en la playa. Arrojan piedras al mar. Corretean. Van y vienen sacudiéndose la arena que se acumula en sus zapatillas y les resulta molesta para andar. En una de esas, uno de ellos recuerda la película de guerra que vio la noche anterior. Juguemos a…
Los otros no le hacen caso y ya están enfilando hacia la escollera. Trepan a ella. Saltando y entre risas llegan a la punta. Sobre el horizonte se divisa un barco pesquero. El que ha quedado rezagado los alcanza. La algarabía  entibia sus cuerpitos, como si fuera un desprendimiento del calor solar.


     Ya han surgido otros botones y el tallo se diversifica en un colorido ramillete. Cada día un chorrito de agua. Cada día el tallo más erguido, las hojas más arrepolladas y festivas, las corolas exultantes. Casi en el mismo momento de trasplantar el plantín, comencé una historia. Y a medida que se desarrollaba iba tomando distintos rumbos. Las palabras del primer día empezaron a ramificar. Mientras unos significados se marchitaban, surgían otros. Pero la historia no deja de ser la que era. Hay un cambio de tonos, de formato, de volumen, tal vez. Cada detalle la hace diferente, y aunque los párrafos y aún las frases se deshilvanen y el ayer parezca haber quedado apresado en un presente que está siempre al borde de un barranco, su movimiento es de un perpetuo avance y retroceso. Como las agujas de un gran reloj estampadas en la piel del universo.


La joven se tiende sobre la arena. Contempla distraídamente a  esos niños que corretean sobre la escollera. Su pensamiento asciende por el escarpado montículo de piedras. Ha comenzado a escribir y el poema la desborda. Entonces saca su cuaderno y empiezan a saltar las imágenes tal como ella saltaba a la cuerda cuando niña, temerosa de pisarla y darse un mal golpe. Con el estómago apretado por la inquietud, y a la vez decidida. Entregada a su juego. Los veleros se alinean sobre el horizonte.


     En otoño la planta ya no  se muestra tan lozana. Ha cambiado la posición del sol. La falta de calor parece haberle quitado esa vivacidad que mostraba en el verano. Las flores entristecidas se inclinan sobre las hojas que las sostienen  gracias a la energía de  la savia, que aunque más perezosamente, no ha dejado de circular por el tallo.


Él ha llegado con la novedad:
-         Se largó la regata.
Ella cierra su cuaderno y lo recibe con  un abrazo. El poema inconcluso está en el fondo de las páginas y está también en ese abrazo.
Las velas flamean sobre la línea de unión entre el cielo y el mar. Un parapente gira, va y viene sobre sus cabezas. Y más allá están los que practican aladeltismo. Y más lejos aún, pero dentro de la cabeza de ella se perfila  un globo aerostático. El viento del mar comienza a abanicar las hojas del cuaderno y las frases en él escritas se sueltan y entrecruzan,  plegándose y replegándose.


     El invierno es cruel. La planta parece haber sufrido una  especie de envenenamiento. Se la ve deslucida. Perdió el color que   tenía en el verano. Ahora sus hojas se han teñido de un verde grisáceo, macilento. Las flores desaparecieron. El tallo está encorvado. Y yo he perdido el timón narrativo. Me fui, como quien dice, por las ramas. Y el texto salta de gajo en gajo. Asume lo incierto como parte de sí.


La sangre resbala hacia el mar. El color morado de las aguas resuena como un estertor. La calma del sueño atraviesa sus párpados. De pronto es un niño jugando en la punta rocosa del espigón. Piedra entre la marea, en el golpe desacompasado de sus latidos. Vela  que se alza en medio de una caricia fresca y  estimulante. El beso de la mujer lo devuelve a la vigilia. Su última carta olía a jazmines.


     Septiembre vibra sobre las cuerdas de un violín invisible. Y la planta despierta. Dos o tres pimpollos se yerguen con esa especie de inocente altivez que muestran las flores ante la proximidad de la primavera. Se han desprendido las hojas secas y en su lugar apuntan los tirabuzones de las nuevas.


Ella le había escrito un poema. Dobló el papel con sumo cuidado y se lo entregó. El lo  prendió en el interior de su casaca. Y el papel crujiente ha repetido durante largo tiempo el tono de voz  de la mujer, llegando desde el otro lado del mar. Y ahora él está allí, al borde del acantilado. Los otros han quedado atrás. Sus gritos,   resbalando en el lodazal de la noche.


     Con la proximidad del verano, la planta resplandece como una joya. Un ramillete de rubíes engarzados en el verdor vibrante de ramas y hojas. Ha crecido varios centímetros y, en   relación con la maceta, supera las expectativas. Sobre la terracota esmaltada reverberan los rayos del sol. Mi historia se ha ensimismado, ha dado un giro sobre sí misma. Empezó a crecer con la planta, pero a diferencia de ésta, ramificó de una manera sombría, sin más trabazón que los personajes en estado puro, prisioneros de la objetividad, con el desconcierto de una ficción que se desboca y expande a través de hendijas.


No va a morir. Lo sabe. Aún, no. Antes de que  brotara la sangre, él extrajo el poema para que no se manchase y ahora lo ha extendido sobre la arena. Y desde esa página arrugada han reflotado los veleros que se balancean  sobre las olas. Es el tiempo que vuelve, que se remonta como una vela sobre el horizonte. Porque no va a morir. La plantita del principio está fuera de su historia – ya se sabe -  y sin embargo él puede verla y va a su encuentro. Tal como iba, en la infancia, a sentarse bajo la higuera, después de haber “cazado” algas entre las rocas que cerraban la playa,  y la transformaban en un espejo de agua. Un personaje no muere porque sí. Alguien o algo pueden sostenerlo. Y así suspendido golpear los bordes  de la escenografía que lo contiene y detiene. Es más, continúa en el filo del acantilado como la  estatuilla de un  fantástico ajedrez. Al menos, por ahora no morirá. Si el relato continuara, podría ser. O, no. Si el relato no fuera este espejismo sellado por el ojo en el vacío. Si otros ojos bien distintos lo desplegaran como una figurita de origami…



Ya la planta está muy grande. Diciembre anuncia calores sofocantes y, tal vez, granizo. He decidido llevarla a un jardín para darle más espacio. La maceta le está quedando chica. El tronco ha engrosado. Una multitud de pétalos aflora entre el follaje. Las ramas forman intrincados dibujos. Y pensar que un día fue una semilla.




(…)



Ramificaciones en el jardín o la anulación del punto final.[1]












El último fragmento aparece tachado,  apenas legible. Y, sin embargo el formato se asemeja al velamen de una embarcación.
Bajo las tachaduras   emergen    niños  con rostros de peces.  Un sol sangriento  inflama el roquedal. Tras   la bruma, un combatiente, sin frontera.  La mujer reclinada sobre el médano,  sostiene entre sus  manos un  cuaderno en el  que persiste la fibrosa materia arbórea.  
 Sobre la línea imaginaria del horizonte, el relato, como un buque fantasma, navega a barlovento.

El cuento pertenece a  la selección Cuentos con niebla.

Ramificaciones con fondo de agua

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