El sol resplandece detrás del vidrio. Es
enero. Saco el plantín de la bolsa. Está envuelto en papel de diario. Se lo
quito y empleo un cortante para romper
el plástico que envuelve la tierra y la raíz. Con sumo cuidado, coloco el
plantín en una maceta. Una hermosa maceta de cerámica esmaltada. Le agrego más
tierra, la apisono, y luego un poco de agua. Allí queda, junto a la ventana,
adonde la traspasa un tenue resplandor.
Llega jadeante
al borde del acantilado. Sus ojos se hunden en el mar. La noche se ha hecho una
con el oleaje. El viento ruge. Siente la punzante acción de su aguja en el
tímpano. La piel trémula a causa del golpe rabiosamente frío. Se inclina sobre
las piedras. El silbido de una bala
persigue sus espaldas. Se acerca más a la orilla. Un ruido de corridas y
gritería le llega de lejos. El olor de la sangre lo marea. Debajo de su camisa
se agolpa y palpita tan fuerte como si fuera un segundo corazón.
Anduve muy ocupada durante toda la semana.
Sólo pude regar tres veces la plantita y sin embargo un pequeño pimpollo ha
empezado asomar. Diminuto. Apenas curvado en dirección a la claridad. Las hojas
primeras están un poco secas, pero otras comienzan a insinuarse como pequeñas
espirales verdes.
Se agazapa entre
las piedras, al borde del acantilado. La noche, de un azul intenso, mortecino,
juguetea con la marea. Los otros han quedado atrás. Puede escuchar el rumor
quebrado de sus voces, las palabras
superpuestas por efecto del viento. El
vacío lo atrae como un imán. Siente el desliz de su cuerpo, mientras con todas
sus fuerzas reacomoda la debilidad de su
carne sobre los peñascos. Se palpa el pecho y luego frota los dedos unos contra otros como queriendo
sopesar la viscosidad de la sangre, ya medio coagulada. Y la sangre es el
acecho, el rojo estallido de un péndulo sobre su cabeza. Pero el péndulo no estalla sino que se agita al compás de la espera.
El pimpollo se abrió. Ya es una flor con
un relieve esperanzado. Y a su lado otro botón se inclina e insinúa un color
levemente diferente. Con el matiz de lo que está por abrirse al mundo. He
quitado las hojas viejas y las nuevas se han desenroscado y muestran su forma
de un modo rotundo. Ovaladas, con tímidas nervaduras. Dentro de la maceta y
debido seguramente a que ésta tiene un volumen más amplio que el recipiente
plástico del principio, se revela casi otra. Más armónica, más decidida para el crecimiento. Se ve que el
lugar le ha gustado. Recibe el sol
del mediodía y la luz
declinante de la tarde.
Una ráfaga lo
derriba. ¿Lo derriba?
Entonces ya es
de mañana y un grupo de niños juega en la playa. Arrojan piedras al mar.
Corretean. Van y vienen sacudiéndose la arena que se acumula en sus zapatillas
y les resulta molesta para andar. En una de esas, uno de ellos recuerda la
película de guerra que vio la noche anterior. Juguemos a…
Los otros no le
hacen caso y ya están enfilando hacia la escollera. Trepan a ella. Saltando y
entre risas llegan a la punta. Sobre el horizonte se divisa un barco pesquero.
El que ha quedado rezagado los alcanza. La algarabía entibia sus cuerpitos, como si fuera un
desprendimiento del calor solar.
Ya han surgido otros botones y el tallo se
diversifica en un colorido ramillete. Cada día un chorrito de agua. Cada día el
tallo más erguido, las hojas más arrepolladas y festivas, las corolas
exultantes. Casi en el mismo momento de trasplantar el plantín, comencé una
historia. Y a medida que se desarrollaba iba tomando distintos rumbos. Las
palabras del primer día empezaron a ramificar. Mientras unos significados se
marchitaban, surgían otros. Pero la historia no deja de ser la que era. Hay un
cambio de tonos, de formato, de volumen, tal vez. Cada detalle la hace
diferente, y aunque los párrafos y aún las frases se deshilvanen y el ayer
parezca haber quedado apresado en un presente que está siempre al borde de un
barranco, su movimiento es de un perpetuo avance y retroceso. Como las agujas
de un gran reloj estampadas en la piel del universo.
La joven se
tiende sobre la arena. Contempla distraídamente a esos niños que corretean sobre la escollera.
Su pensamiento asciende por el escarpado montículo de piedras. Ha comenzado a
escribir y el poema la desborda. Entonces saca su cuaderno y empiezan a saltar
las imágenes tal como ella saltaba a la cuerda cuando niña, temerosa de pisarla
y darse un mal golpe. Con el estómago apretado por la inquietud, y a la vez
decidida. Entregada a su juego. Los veleros se alinean sobre el horizonte.
En otoño la planta ya no se muestra tan lozana. Ha cambiado la
posición del sol. La falta de calor parece haberle quitado esa vivacidad que
mostraba en el verano. Las flores entristecidas se inclinan sobre las hojas que
las sostienen gracias a la energía
de la savia, que aunque más perezosamente,
no ha dejado de circular por el tallo.
Él ha llegado
con la novedad:
-
Se largó la regata.
Ella cierra su
cuaderno y lo recibe con un abrazo. El
poema inconcluso está en el fondo de las páginas y está también en ese abrazo.
Las velas
flamean sobre la línea de unión entre el cielo y el mar. Un parapente gira, va
y viene sobre sus cabezas. Y más allá están los que practican aladeltismo. Y
más lejos aún, pero dentro de la cabeza de ella se perfila un globo aerostático. El viento del mar
comienza a abanicar las hojas del cuaderno y las frases en él escritas se
sueltan y entrecruzan, plegándose y
replegándose.
El invierno es cruel. La planta parece
haber sufrido una especie de
envenenamiento. Se la ve deslucida. Perdió el color que tenía en el verano. Ahora sus hojas se han
teñido de un verde grisáceo, macilento. Las flores desaparecieron. El tallo
está encorvado. Y yo he perdido el timón narrativo. Me fui, como quien dice,
por las ramas. Y el texto salta de gajo en gajo. Asume lo incierto como parte
de sí.
La sangre
resbala hacia el mar. El color morado de las aguas resuena como un estertor. La
calma del sueño atraviesa sus párpados. De pronto es un niño jugando en la
punta rocosa del espigón. Piedra entre la marea, en el golpe desacompasado de
sus latidos. Vela que se alza en medio
de una caricia fresca y estimulante. El
beso de la mujer lo devuelve a la vigilia. Su última carta olía a jazmines.
Septiembre vibra sobre las cuerdas de un
violín invisible. Y la planta despierta. Dos o tres pimpollos se yerguen con
esa especie de inocente altivez que muestran las flores ante la proximidad de
la primavera. Se han desprendido las hojas secas y en su lugar apuntan los
tirabuzones de las nuevas.
Ella le había
escrito un poema. Dobló el papel con sumo cuidado y se lo entregó. El lo prendió en el interior de su casaca. Y el
papel crujiente ha repetido durante largo tiempo el tono de voz de la mujer, llegando desde el otro lado del
mar. Y ahora él está allí, al borde del acantilado. Los otros han quedado
atrás. Sus gritos, resbalando en el
lodazal de la noche.
Con la proximidad del verano, la planta
resplandece como una joya. Un ramillete de rubíes engarzados en el verdor
vibrante de ramas y hojas. Ha crecido varios centímetros y, en relación con la maceta, supera las
expectativas. Sobre la terracota esmaltada reverberan los rayos del sol. Mi
historia se ha ensimismado, ha dado un giro sobre sí misma. Empezó a crecer con
la planta, pero a diferencia de ésta, ramificó de una manera sombría, sin más
trabazón que los personajes en estado puro, prisioneros de la objetividad, con
el desconcierto de una ficción que se desboca y expande a través de hendijas.
No va a morir.
Lo sabe. Aún, no. Antes de que brotara
la sangre, él extrajo el poema para que no se manchase y ahora lo ha extendido
sobre la arena. Y desde esa página arrugada han reflotado los veleros que se
balancean sobre las olas. Es el tiempo
que vuelve, que se remonta como una vela sobre el horizonte. Porque no va a
morir. La plantita del principio está fuera de su historia – ya se sabe - y sin embargo él puede verla y va a su
encuentro. Tal como iba, en la infancia, a sentarse bajo la higuera, después de
haber “cazado” algas entre las rocas que cerraban la playa, y la transformaban en un espejo de agua. Un
personaje no muere porque sí. Alguien o algo pueden sostenerlo. Y así
suspendido golpear los bordes de la
escenografía que lo contiene y detiene. Es más, continúa en el filo del acantilado
como la estatuilla de un fantástico ajedrez. Al menos, por ahora no
morirá. Si el relato continuara, podría ser. O, no. Si el relato no fuera este
espejismo sellado por el ojo en el vacío. Si otros ojos bien distintos lo
desplegaran como una figurita de origami…
Ya la planta
está muy grande. Diciembre anuncia calores sofocantes y, tal vez, granizo. He
decidido llevarla a un jardín para darle más espacio. La maceta le está
quedando chica. El tronco ha engrosado. Una multitud de pétalos aflora entre el
follaje. Las ramas forman intrincados dibujos. Y pensar que un día fue una
semilla.
(…)
Ramificaciones
en el jardín o la anulación del punto final.[1]
El último fragmento aparece
tachado, apenas legible. Y, sin embargo
el formato se asemeja al velamen de una embarcación.
Bajo las tachaduras emergen
niños con rostros de peces. Un sol sangriento inflama el roquedal. Tras la bruma, un combatiente, sin frontera. La mujer reclinada sobre el médano, sostiene entre sus manos un
cuaderno en el que persiste la
fibrosa materia arbórea.
Sobre la línea imaginaria del horizonte, el
relato, como un buque fantasma, navega a barlovento.
El cuento pertenece a la selección Cuentos con niebla.
Ramificaciones con fondo de agua |
No hay comentarios:
Publicar un comentario