De noche o de día. En medio de la tranquilidad o el bullicio. Mientras se viaja o encerrado entre cuatro paredes recubiertas de aislante. Da igual. A veces se escribe cuando no se escribe. El impulso irrumpe en un momento cualquiera de la vida. Y la existencia se transforma. Surge el síndrome del cazador. El que apresa una imagen, un ademán, un fragmento de diálogo. La instantaneidad de cualquiera de esas posibilidades se transforma en una fiera al acecho. Se inicia un doble juego: perseguir al perseguidor. La circunstancia puede ser variable. Lo que importa es que el ojo ha divisado la presa y su zarpazo amenazante y a la vez atractivo desgarra nuestra cotidianeidad, nuestras rutinas, nuestro sueño, nuestra convivencia. De pronto el texto nos ronda, espía a través de los ramajes, está agazapado tras un sillón, murmura a nuestras espaldas. Oculto en una cajita que hace tiempo no destapamos, pendiendo del goteo de una canilla, en el tropiezo o la caída que provoca una baldosa floja o un desnivel de la vereda. Y es esa sensación de desequilibrio, de inestabilidad lo que mueve a las palabras, la causa de su descenso y ascenso, el vértigo con que se destraban y entretejen, el mareo que arrastra esa marea. ¿Cuándo fue? ¿Cuándo es? No hay reloj que pueda medir su hora.
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