lunes, 21 de febrero de 2011
Literatura y cocina
Considero que cocinar es una tarea poética. Me conmueven las frutas y verduras con su estallido de colores. El aroma de las especias. Las carnes con sus vetas, valga la redundancia, carnales. Mientras preparo un plato, me siento una alquimista. Las recetas a secas me resultan aburridas y tomo de ellas, como en la escritura, lo que me da pie para la invención, la combinatoria que se impone en cada momento, según mi estado de ánimo, la predisposición de mi fantasía o las expectativas que me despierten los posibles receptores. Pero, durante la ejecución, siento que también intervienen circunstancias azarosas. No todo lo puedo manejar . Hay sabores, matices y formas que se me imponen. Puede influir un rayo de sol que atraviesa los vidrios, el ruido de la lluvia, que haga calor o frío, un recuerdo que se cuela, alguna sensación inesperada, o todo junto, en inquietante remolino. Mientras cocino, pruebo y, a veces, el resultado puede ser impredecible. Excesivamente dulce, agrio o salado, o un poco soso. En definitiva, con las variantes que la vida misma presenta al paladar. Y que solo por medio de ensayo y error puedo poner en punto justo, aunque, sabiendo que puede ser el punto justo para esa ocasión y no para otra. La movilidad sensorial que desencadena el arte culinario, así como el sutil equilibrio que se debe alcanzar respecto del tiempo de cocción podrían casi equipararse con la motivaciones y tiempos de la escritura . Sé que a muchos le parecerá pedestre la comparación. Sobre todo a aquellos que piensan que el intelecto es un compartimiento en el que solo entran percepciones o reflexiones de alto vuelo, sin advertir que en el imaginario de cada quien participan nutrientes de diverso tipo. Habrá también quienes piensen que escribo como una cocinera o que cocino como si escribiera. Y, tal vez, estén en lo cierto...
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