¿Cuál es el verdadero sentido de
un concurso literario? O mejor dicho: ¿cuál es la meta a que debería apuntar ese tipo de competencia? El estímulo
de nuevos valores, la capacidad de creación e invención, el aliento al trabajo
esforzado y honesto de quien se enfrenta durante horas a una página en blanco
con el afán de volcar en ella el fruto
de su pensamiento y su imaginación.
En la actualidad no suelo
participar en concursos. Los años y la experiencia me han convencido sobre la
inutilidad y el desatino de hacerlo. Pero,
tiempo atrás, cuando todavía el candor y la osadía me habitaban,
participé en certámenes y obtuve distinciones que llegaron a sorprenderme. En
todos los casos fui una más entre tantos. Desconocía los entretelones de la organización y ningún tipo de vínculo me unía a los jurados. Aunque parezca mentira,
fue así como participé.
De un tiempo a esta parte he
podido comprobar que los usos y costumbres son muy diferentes de los que se
estilaban en aquella lejana época en la cual fui premiada por el destino.
Ahora, o al menos en las últimas
décadas, la convocatoria - me refiero específicamente a certámenes orientados a escritores “novatos”-
se realiza por diferentes medios, aunque, en general es menos masiva. Hay que
navegar un poco por el ciberespacio para encontrarlos. Si se publican en
diarios es más o menos tres días antes de que venza el plazo. Una vez que se
accede a ellos, las
bases y condiciones son inobjetables. Los datos personales van en una plica o
sobre cerrado, que sólo se abrirá para conocer la identidad del agraciado. Pero
sin embargo he podido comprobar, personalmente o a través del testimonio de
amigos, que se abren todos los sobres y
después uno recibe publicidades de la institución, ya sea invitando a
participar de actividades que realizan, comprar productos que ellos venden o
adquirir libros que los jurados publican donde se explica cómo hacer para
escribir un buen cuento. Se podría inferir, con suspicacia extrema, una serie de amenazas como las que cierran los mensajes de las cadenas: “si no
lo reenviás, caerán sobre ti mil y una
plagas”… En este caso sería así: si no nos bancás los talleres, no vas a ver el
engendro que escribiste jamás publicado, si no
nos comprás los productos que vendemos, no te va a conocer ni tu madre,
si no leés el libro que explica las fórmulas mágicas del arte de narrar, caerá
sobre ti el más pesado y cruel silencio.
Si esto ocurre en los concursos
destinados a novatos en los que el premio puede ser una simple
publicación o una cifra de dinero insignificante, ¿qué podrá ocurrir en aquellos
dirigidos a escritores más experimentados y en donde el monto a cobrar es más
interesante? Desconozco el caso, pero la intuición algo me dice al respecto.
El tema de los talleres y
libros (¿de autoayuda?) especializados en estimular la creatividad y
en difundir técnicas y artilugios de escritura constituye
un capítulo aparte. ¿Habrá alguna receta para escribir cuentos? Sería cuestión
de preguntarle a los grandes exponentes del género. Por ejemplo a los Poe, a
los Maupassant, a los Melville, a los Borges, por nombrar sólo a unos pocos. Ellos, que yo sepa, no fueron a
ningún taller literario, ni se enfrascaron en la narratología (¡que nombre tan
difícil!). Sólo leyeron mucho y
escribieron lo que escribieron o mucho más de lo que conocemos de su escritura,
porque gran parte habrá ido al papelero sin que nadie se enterara. Por
supuesto, lo mismo puede aplicarse a la poesía o la novelística.
Claro que así son las leyes del
mercado. Una palabra que suena a compra y venta y que a mí, infatigable lectora
sexagenaria, me resulta imposible asociar a talento, a ingenio y, sobre todo, a
probidad.
De todas formas, cualquier
persona medianamente pensante ya sabe que esos requisitos de acceso al Parnaso son el último eslabón, por lo menos
hasta que inventen otro, de una serie de anulaciones de la subjetividad que
implica la cultura del simulacro. Nadie se ha muerto por no reenviar una
cadena. Podría ser que algo malo le hubiera ocurrido en días posteriores,
incluido morirse, pero todos sabemos que
eso no es ni más ni menos que una parte
del plan existencial de cada quien, al que no se puede escapar tan fácilmente.
Nadie se morirá tampoco por no comprar un producto tal o cual, un recetario cuentístico o por no asistir a
un taller de escritura. Lo más grave que puede ocurrirle es que no pueda
contarse entre los agraciados del Loto escritural y por unos días sienta un gran cansancio, y tal vez un poco
de hastío. Pero no ha de morirse por
eso. Es más, tal vez el berrinche lo estimule a volver a la carga, tratando de aguzar la imaginación
para encontrarle algún sentido a esa manía de andar dando vueltas y vueltas
sobre una página que, por designios inescrutables, se parece al círculo polar.
O sea el lugar donde Frankenstein
(¡gracias Mary Shelley!) asume todo el
horror de que es capaz y también el
inmenso dolor que como depositario de una potestad engañosa ha debido soportar.
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