Afuera es invierno y el intenso frío agarrota hasta el alma. Pero, la cobertura plástica que hace las veces de salón auditorio resguarda a los oyentes de las inclemencias del tiempo. He conseguido un buen lugar, a distancia prudencial del improvisado escenario. Transcurren unos minutos antes de que comience a tocar la banda. Minutos durante los cuales los técnicos prueban amplificadores, luces, distribuyen lugares y micrófonos. Mientras tanto, entorno mis párpados y me predispongo para lo que viene. La tristeza parece ceder un poco. Tristeza insidiosa, ladrona de vida, me digo. Y sé que sólo algo que valga verdaderamente la pena podrá librarme, aunque sea por un breve tiempo, del “bajón”.
De pronto, irrumpe la música. Me enderezo en el asiento y puedo ver a los ejecutantes como a través de un velo encendido. Mi mirada se detiene en los ojos del trombonista. En su levísimo movimiento. Si se quiere, en el fondo casi de sus percepciones. El hombre parece notarlo, aunque de hecho no pueda individualizarme. Desde la tarima sería imposible distinguir a alguien del público en particular. Y, sin embargo, siento que me roza con su mirada que va y viene de un punto a otro de la platea. Sopla con mucho brío su instrumento, casi con bravura. Aunque, por momentos, su forma de modular se confunda con las demás del grupo. Desde mi lugar puedo advertir cómo los límites de su silueta se dilatan en el movimiento de la vara que va y viene. Es que la vibración lo traspasa y el cuerpo, entregado al ritmo, se balancea con gracia y espontaneidad.
La tensión afloja, como si me fuera desprendiendo de una dura cáscara, porque la música me golpea los tímpanos y conmueve todo mi ser. Me envuelve la voz compacta del saxo, la agitación de los platillos, la punzante sonoridad del clarinete, la quejumbre sincopada del banjo. El jazz trepida como el ramaje de un bosque encantado. Y cuando quiero acordarme mis ojos siguen clavados en el trombonista. Sacudida por el vendaval sonoro y hasta quizás un poco fuera de mí, llego a pensar que me sonríe, a mí sola, como si me estuviera dedicando su actuación. Despacio, mis sensaciones se van desprendiendo del estado anterior. El músico arremete a cada instante con energía y mis hombros se distienden. Cede ese dolor de aguja en la base del cuello, la cabeza se menea hacia un lado y otro. Me reacomodo en el asiento. Las piernas cimbran. Sin darme cuenta, me he quitado los zapatos y los pies libres dan pequeños golpes sobre el frío cemento del piso. Cierro los ojos y me zambullo en el goce de una estridencia que me libera de los ruidos de afuera, de ese sentimiento de intemperie que me molesta con demasiada frecuencia. Y, desconectada del lugar donde estoy, veo cómo se van haciendo cada vez más nítidas las siluetas de los negros en las plantaciones, jadeantes, sudorosos, embrutecidos por el peso del trabajo a destajo, oliendo a fuego y a ceniza, pero cantando, inventando una melodía que los nombre, que dé identidad a su grito ahogado. Y las imágenes que logro entrever no están aquí pero son tan vívidas que las siento fluir dentro de la sangre que circula por mis venas, y salen y se atropellan a través de los labios que oprimen la boquilla del trombón. Este hombre me está contando una historia. Y con ella moviliza y desmonta el acartonamiento escenográfico de esa otra megahistoria que nos incluye a ambos. Me transmite una señal luminosa.
En el breve lapso entre cada una de las interpretaciones, pestañeo y una tibieza solar me invade y, sin querer, busco el rostro del músico en el cual se refleja una alegría intensa. De pronto, el trombonista está a mi lado. Y entonces, el color desvaído que me aprieta por dentro empieza a entonarse, y las claves de sol, que por razones técnicas han quedado fuera de su pentagrama, se acurrucan en el hueco de mis manos. Ejecuta su música tan solo para mí. Para que el laberinto de mi oreja perciba los sonidos que se remontan a través de la noche de mi inacción. Como si yo fuera su invitada de honor en esa fiesta. Fiesta en la que, por otra parte, él participa en calidad de uno más. Y sin embargo, a pesar de ser sólo una parte de un todo orquestal, sus labios articulan signos que responden a una notación expresiva única y absolutamente propia.
Se nota que lo que hace le produce placer, y tanto que, llevado por el entusiasmo, sin darse cuenta, da un paso en falso y al chocar contra la madeja de cables, trastabilla. Uno de los compañeros debe sostenerlo. Y entonces, recién entonces, me doy cuenta de que es un no vidente. ¡Qué término tan equívoco para nombrar la oscuridad absoluta que niega los contornos de la apariencia! Y luego pienso en la escasez de miras de tantos, entre los cuales, no puedo, a veces, dejar de incluirme. A pesar de tener una visión sin preocupantes disminuciones orgánicas, hasta el momento no me había dado cuenta de su ceguera. Claro que la tenía bien disimulada, me digo. Aunque, en realidad, intuya que la distracción mía o la de cualquiera, comienza en la invisibilidad del otro. Toca como si el mundo le sonriera. Me entrega otra mirada, más intensa quizás, menos a ras de la superficie, para que borre la impiedad que me lastima e inmoviliza mis sensaciones. Su melodía no se deja vencer por el barullo, ni por el desdeñoso silencio. Es un soplo que llega desde el fondo de un pantano al que él ha sabido darle otro significado o, al menos, algún significado. Un llamado que atraviesa el sufrimiento y se convierte en voz amigable.
Una vez acabada la función, los oyentes aplauden y los músicos agradecen el homenaje del público con algunos chistes amenos, de los que suelen sacar de la manga esa especie de magos que integran las bandas de jazz. Después, ejecutantes y público salen por la misma puerta – ya he explicado que no se trata de un teatro sino de una carpa de plástico en medio de un gran predio dedicado a eventos culturales. Al trasponer la rampa me topo frente a frente con el trombonista. Sale feliz, conversando con uno de sus compañeros que lo lleva del brazo. Por mirarlo, tropiezo con el felpudo y estoy a punto de caer. Me ataja.
- Huy, disculpe, qué torpe que soy.
- No, no es nada. ¿Cómo puede ser torpe alguien con tan linda voz?- me responde con simpatía mientras se sonroja.
El piropo me sienta bien. Doblemente halago por provenir de quien no puede verme y con inesperada cordialidad disimula mi carencia de movimientos más gráciles. Y es como si apreciara la música que llevo dentro y me cuesta tanto manifestar. Tal vez, mi mejor tono. Pero no me conoce, ni yo a él. Lo he visto actuar hace un momento. Pude apreciar el impetuoso sonido de su trombón, la modulación de notas que entreteje la vara. El, sólo ha escuchado de mí, unas pocas palabras, una disculpa convencional, irrelevante como cualquier otra. Ningún otro dato ni sugerencia que lo lleve a adivinar que su imagen ha quedado grabada en el archivo sonoro de mi memoria. Lo observo mientras se aleja, guiado por su lazarillo y otra vez la música ronda mis oídos y gracias a ella me siento mejor.
Entre el gentío que se encamina a la salida, lo pierdo de vista. Aunque no del todo. Las palabras, con su resonancia magnética, hoy, como si tal cosa, lo han traído de vuelta para que más allá del punto que cierra el texto, recomience el concierto.
El cuento pertenece al libro inédito Perfiles urbanos.
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