jueves, 5 de abril de 2012

BARTHES-PESSOA: Aprender a desaprender


Todos hemos aprendido, por imitación de nuestros mayores o de nuestro entorno,  pensamientos, hábitos, modos de actuar o de reaccionar que  no siempre nos han resultado beneficiosos, y,  en algunos casos hasta nos han jugado en contra. Los  sentimos parte de nuestra conducta como si fueran  rasgos ingénitos, sin serlo. A lo largo de la vida, compleja y en gran medida enigmática, esos aprendizajes han quedado pegados a nuestro pellejo como  esas enredaderas invasoras que  se  adhieren a  los muros o como  el verdín que desnaturaliza el color y textura de una piedra.
Cuesta trabajo advertir su presencia fantasmal. Los llevamos por años a cuestas sin darnos cuenta de que  son un aditamento contrario a lo que  conviene a nuestra personalidad y a nuestra  predisposición subjetiva.  Atrapados en sus redes nos convertimos en  meros objetos de los designios ajenos.
Suelo guardar en cajas  recortes de diarios o revistas que me han interesado. Esos papeles, al igual que los libros que pueblan mi biblioteca, son mi pequeño pero gran tesoro. A menudo vuelvo a ellos, casi instintivamente, y casi siempre encuentro en sus palabras un modo de aprendizaje totalmente diferente del que hasta ahora he descrito. La palabra de los poetas y la  de los pensadores tiene la virtud, o al menos la intención de ser, parafraseando a Alejandra Pizarnik, la palabra que sana.
El texto que transcribo a continuación es un fragmento de una disertación de Barthes  del año 1977, y pertenece a una nota aparecida en el diario Perfil el 22/03/ 09:
Mi cuerpo es ciertamente más viejo que yo. Si quiero vivir debo olvidar que mi cuerpo es histórico, debo arrojarme en la ilusión de que soy contemporáneo de los jóvenes cuerpos presentes y no de mi propio cuerpo, pasado. En síntesis, periódicamente tengo que renacer, hacerme más joven de lo que soy. Intento pues dejarme llevar por la fuerza de toda vida viviente: el olvido. Hay una edad en la que se enseña lo que se sabe, pero inmediatamente viene otra en la que se enseña lo que no se sabe: eso se llama investigar. Quizás ahora arribe la edad de otra experiencia: la de desaprender, de dejar trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone  a la sedimentación de los saberes, de las culturas, de las creencias que uno ha atravesado.
El hallazgo  del recorte   que contiene tan interesante reflexión me llevó,  de inmediato, al recuerdo de un poema de Fernando Pessoa,  que por haber  leído hace tiempo creía olvidado y sin embargo estaba allí,  en algún recoveco de mi memoria, esperando el momento de hacerse presente y ser repensado. En alguna medida podría establecerse una analogía entre ambos: los dos textos hablan de aprender a desaprender. Sin embargo, el de Pessoa llega un poco más lejos. No se refiere a una etapa de la vida en la que gracias a la maduración arribamos a cierta sabiduría que nos impone el olvido de lo accidental, e impuesto, en pos de lo  esencial subyacente, sino a un  modo de percibir la realidad, en cualquier edad en  que uno se encuentre. Liberar a la mirada del prejuicio, de las formas preconcebidas, de lo que está estigmatizado por la cultura y enfrentarnos al mundo con la inocencia de las primeras percepciones. No caer en la  trampa que las ideas cristalizadas o las creencias  le tienden a la visión, ni permitir que la visión interfiera en la complejidad del pensamiento. Despojarnos de todo simbolismo que  disfrace las apariencias y nos aleje del modo de sentir primordial.

Lo que vemos de las cosas son las cosas.
¿Por qué veríamos una cosa si en su lugar
hubiera otra?
¿Por qué ver y oír serían eludirnos
si ver y oír son ver y oír?

Lo esencial es saber ver,
saber ver sin ponerse a pensar,
saber ver cuando se ve,
y no pensar cuando se ve,
ni ver cuando se piensa.

Pero eso (¡ay de nosotros que traemos el
alma vestida!).
Eso exige un estudio profundo, aprender a desaprender,
terminar con la libertad de aquel convento
que según los poetas tiene a las estrellas por
monjas eternas
y a las flores por penitentes fervorosas de un
solo día,
pero donde al fin de cuentas, las estrellas
no son sino estrellas
y las flores no son más que flores,
siendo por eso que las llamamos estrellas y
flores.

Tanto el texto de Barthes como el de Pessoa son, sin duda, muy esclarecedores. Viene bien releerlos,   sobre todo en momentos    en que nos sentimos  atrapados por la red de  una historia que  se confunde con su relato o,  lo que es peor, un relato que pretende ser la Historia,  en medio de sensaciones impuestas por infranqueables modelos, o ante el panorama de   impresiones absolutamente versátiles y relativas.

Fuente: Pessoa, Fernando, Autopsicografía y otros poemas, Nº 16,  Buenos Aires, CEDAL, 1987.
Traducción: Santiago Kovadloff.

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