miércoles, 21 de septiembre de 2016

PRIMAVERA-JARDÍN-KARTUN


Hace cerca de tres años que me mudé a donde vivo. Una casa con jardín. Nunca en mi  vida -que ya ha pasado el medio siglo- había gozado de una proximidad  con la naturaleza como la que me brinda mi actual hogar.
Anuncio.
Con solo abrir una ventana veo el cielo, el verdor del follaje, el vuelo de los pájaros, el colorido de las flores. Y si camino unos pocos metros con los pies descalzos me interno en la crujiente y mullida grama. Y si giro para un lado y otro, observo los brotes que asoman, los nidos que se arman sobre la horqueta de una rama, las hormigas en fila india, los  brillos estelares. Y si hurgo en la tierra, descubro su oscuridad, la húmeda entraña donde se enroscan fervorosas lombrices. Y si apresto mis oídos, escucho la musical disonancia del murmullo de esa urdimbre de seres surgidos por obra y gracia de la fecundidad.
En mi caso, tener un jardín no solo representa un amable entretenimiento. No contamos con jardinero (somos de una modesta clase media  y no esquivamos –a pesar de la edad- el trabajo-), así que para que ese vergel no se transforme en una intrincada selva, en un lodazal o un baldío, debemos disponer de  nuestras fuerzas físicas y anímicas para cuidarlo. El trabajo con la tierra es duro y requiere de  constante atención. Una labor, en apariencia áspera, que demanda de un tiempo y una mano propensa al cultivo. Pero la energía puesta en ella retorna hacia nuestra interioridad transformada en asombro y armonía. Los momentos que le dedicamos no restan, sino suman. Aún en el plano  de los afectos, de la reflexión o la creatividad.
Desde que alterno escritura y jardinería he comprobado que mis palabras no son las mismas. Y es lógico que así sea, porque la mente se acostumbra a otros ritmos. La naturaleza marca un tiempo distinto: el del sol a pleno que convoca al  ensueño y la molicie, el del estremecedor  sacudón que provoca la furia de las tormentas, el de  la opacidad  visual  con que nos anega el  aguacero. El lento compás  con que se suceden destrucción y renacimiento, el trasiego de la incidencia de los rayos solares, la mudanza de las estaciones con sus peculiares  variantes y sus provocadores   cambios de tonos y de formas.
Un día encontré  en la página de un diario un texto que me gustó mucho[*]. Y como suelo hacer con los textos que me agradan, lo recorté y guardé. En él, Mauricio Kartun, con la sencillez y  simpatía que amerita la temática, expresa: “Para ser feliz un rato, emborracharse. Para ser feliz una semana, hacer un viaje. Para ser feliz un año, casarse. Para serlo toda la vida, cuidar un jardín. Así dicen los chinos, tan proverbiales siempre los tipos.
Grandes los chinos. Una verdad grande como un ombú: de nada disfruto tanto como de la jardinería. Y nada le va mejor, estoy convencido, al trabajo del escritor. Le siguen, cerquita, los gatos, pero quedan segundos ahí: jardín y escritura son el par maestro. Y analógico: crear una pequeña utopía y habitarla. Recorrerla día a día metiendo mano aquí y allá. Sembrar. Componer. Podar. Sacar hojarasca. No hay nada de lo que hago con las manos en tierra que no encuentre su semejante con las manos en tinta. Y encima se alternan en secuencia deliciosa. Dejar el papel para ir a la tierra y volver al papel”. Sin lugar a dudas,  las palabras del dramaturgo aúnan  la   ternura y  el gozo.
Flores y frutos...
La primavera asoma y ha quedado atrás el invierno. Luego vendrán los días en que el fogoso verano nos abrase y seguidamente, las hojas se transformarán en láminas de oro pálido y cubrirán como una alfombra amarillenta, primero y después ocre, el suelo sobre el cual se tiendan nuestras pisadas. Y mientras tanto, la poesía estará allí en lo hondo del subsuelo o enredada entre los rayos de luz que  agiten nuestros sentidos.
Poiesis es el nombre de la Creación. Y crear no es un modo cualquiera de “plantarse” – valga la  homofonía- ante  la vida. Crear es recrear lo que la energía del cosmos nos entrega  en forma gratuita pero con la implícita condición de cultivarlo respetando sus leyes y/o caprichos.
Como acertadamente nos sugiere Kartun: un trabajo a la par –a la par de lo que nace y muere-, un modo de  expresar al unísono –sonoridad y silencio-, un ensamble de  grafismos y significaciones que, como  fluyente savia, dé entidad a lo que vibra en el territorio de las pasiones y en la raíz de nuestra sensibilidad.
Siempre he pensado que escritura y vida van de la mano. El lugar de la escritura no puede ser, al menos para mí, un reducto, un sitio alejado del plural latido de todo lo que existe: mis semejantes, de una u otra  condición, de una u otra edad, de una u otra raza, de uno u otro sector social. Del mismo modo tampoco puede estar ajena al medio ambiente que rodea y contiene a esas diversas versiones de la  humanidad. Desde mi jardín salgo al mundo y hacia mi jardín regreso  después de  “viajar” por las páginas de los libros  que leo y, también, cuando  me reencuentro en las que escribo.
Al fin de cuentas, en la vida y en el texto, ¡todo es  ramas y hojas!!!



[*] Fragmento del texto: Mauricio Kartum, en el jardín. Diario:  La Nación.















sábado, 10 de septiembre de 2016

La figura del maestro en "El primer hombre" de Albert Camus

Hace unos meses leí El primer hombre[*]. La novela que estaba escribiendo Albert Camus por los días en que un accidente automovilístico segó su vida (el 4 de enero de 1960, en las cercanías de Le Petit-Villevin). El texto inconcluso tiene características autobiográficas. En líneas generales, la narración se ajusta a su biografía, y algunas menciones (el nombre de la madre, su firma como Vda. Camus, el nombre del profesor Germain, etc…) coinciden  también con  los datos de su entorno familiar y escolar.
Camus, nacido en Mondovi-Argelia en 1913, había recibido el premio Nobel de Literatura tres años antes de su deceso.
En el capítulo 6 bis del mencionado libro nos brinda un acabado retrato de su maestro del último año de la escuela primaria, a quien llama por momentos Bernard y por momentos Germain. Un maestro que “vigilaba  [a sus alumnos] con buen humor y con severidad”. Louis Germain era, según la  semblanza que nos brinda Camus, un modelo de docente. Abrazaba con pasión su trabajo. Jacques Cormery- nombre detrás del cual se adivina a Albert-niño- se sentía atraído  por su forma vívida y divertida de enseñar. De su armario sacaba, como de un cofre fantástico, lleno de riquezas, mapas, colecciones de minerales, herbarios e insectarios y libros…  a través cuyas páginas, el escritor-niño toma su primer contacto con el imaginario de ficción.   Germain era el único de la escuela que contaba con una linterna mágica (aparato precursor del proyector de diapositivas), con la cual hacía proyecciones de historia natural y geografía. Estimulaba con juegos y competencias el cálculo. Empleaba manuales procedentes de la Metrópolis, que presentaban, ante el asombro de esos niños, nuevos horizontes, y situaciones  muy diferentes de las de la   reducida y áspera circunstancia que los rodeaba. Con ello, despertaba el “hambre de descubrimiento”, tan importante para el desarrollo intelectual y emocional de los escolares. No solo se atenía a enseñar lo estipulado en el programa sino que “los acogía con simplicidad en su vida personal, la vivía con ellos, contándoles su infancia y la de otros niños que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus ideas…” Por considerar a esto último una intromisión en la libertad de pensamiento y creencias de sus discípulos. Y sin embargo, no era un maestro propenso a la laxitud ni la falta de límites. Es más, empleaba el castigo corporal (en ese momento ya prohibido) para enmendar cualquier mal hábito que asomara en su alumnado. Para él el robo, la delación, la falta de delicadeza y la suciedad eran inadmisibles. Respecto del  correctivo sin embargo, nadie se quejaba. Casi todos los niños estaban acostumbrados a las  penurias ya que  provenían de hogares humildes, en los cuales a la ignorancia y precariedad,   que ya de por sí constituían  un castigo, se sumaban las enérgicas  reprimendas de sus mayores.
Finalmente,  el narrador relata una serie de  hechos que resumo en presente, por ser ése el tiempo del ser en acción, y porque este ser en accción determinó de un  modo contundente el futuro del pequeño Camus. Al concluir el año escolar el maestro elige a cuatro de sus más destacados alumnos,  huérfanos de guerra, con el fin de gestionarles una beca para que concurran al Liceo. Entre esos cuatro se encontraba Albert. El pequeño había perdido a su padre al año de nacer, en la guerra del 14. Vivía con su madre, que era sorda, y trabajaba como empleada doméstica en casas de la vecindad, su hermano, algunos tíos y una abuela que gobernaba con mano férrea el hogar. Prácticamente todos sus parientes eran analfabetos. Cuando Albert comunica la buena nueva a su familia, la abuela se opone con firmeza al proyecto del maestro. Son extremadamente pobres y el niño de nueve años debe trabajar para ayudar con los gastos del hogar. El pequeño regresa abatido a la escuela y le transmite al maestro la decisión impuesta por la abuela. Entonces, el señor Germain, quien  vislumbra no solo  la inteligencia   de ese niño (al que llamaba cariñosamente “mosquito”) sino también las  potencialidades que podrían  iluminar su existencia, lo  acompaña a su casa, habla con la abuela y la convence de que debe ingresar al liceo. Dedica horas extras de trabajo, sin paga, para preparar a los postulantes. Y los acompaña en el momento de rendir su examen de admisión. Este es el   punto clave que define a un verdadero maestro.
Albert Camus fue un notable pensador, un luchador por los derechos humanos y un escritor política y moralmente comprometido con su circunstancia,  dotado, por otra parte, de esa honradez intelectual que insta a la autocrítica y a la crítica de posiciones ideológicas a las que se ha adscripto.   Como escritor se destacó por la hondura de las temáticas abordadas y la intensidad con que las expresó. Sin embargo, pudo no haber sido lo que fue en su vida adulta. Pudo ser parte de ese silencio atroz y desgarrador en el que quedaron  entrampados tantos “primeros hombres”, como su padre. Pero gracias a la intervención de ese maestro que signó su existencia, tuvo la oportunidad de  abrir las compuertas de su espíritu y enfocar su mirada hacia un porvenir en el cual su voz individual se transformó en esa voz multitudinaria   que distingue al mundo de las Letras.
Sus logros no lo envanecieron ni le permitieron dejar de lado  la circunstancia de donde provenía. Tampoco pudo olvidar a aquel maestro que tan apasionadamente le  señaló las llaves  apropiadas para destrabar el cerrojo de la revelación.
Al recibir el premio Nobel, Albert envió una carta al señor Germain. He aquí su texto:



Como docente y como lectora me he sentido profundamente conmovida por este  fragmento de vida  que, además de resaltar  la importancia  de la Educación en sí misma, destaca el valor personal de  todos aquellos que ejercen la  voluntad de enseñar como   medio de transformación. O sea, de todos aquellos que de manera armónica promueven la cultura y la esperanza.
Por otra parte, sé que  aprecio el hecho de este  modo porque no lo descontextualizo. Práctica muy común en los últimos tiempos, al menos en Argentina. Si lo descontextualizara, transportándolo imaginariamente a la sociedad actual, escucharía muchas voces enjuiciando duramente al maestro. Dirían que era represor, ya que echaba mano de castigos. Dirían que no les  brindaba a todos los niños la misma posibilidad. Dirían que era autoritario pues decidía  de acuerdo a un criterio propio el destino de otros. Pero, como en  la historia cada hecho es irrepetible y depende de un contexto también irrepetible, extrapolar datos que corresponden a una circunstancia precisa solo sirve para sembrar la duda y la confusión.
Por otro lado me pregunto con respecto a una actualidad que presume de ser inclusiva y ecuánime: ¿la falta de límites y  correctivos  conviene a la formación personal  de los educandos? ¿La equiparación es sinónimo de igualdad? ¿El vaciamiento de contenidos o la simplificación de los mismos  resultan estimulantes? ¿La falta de rigor a la hora de las evaluaciones prepara psicológicamente al alumno para enfrentar una sociedad altamente competitiva?¿El maestro debe ser un cómplice del deterioro del sistema o dentro de sus responsabilidades cabe una actitud crítica frente al mismo? Y por último: ¿tiene un padre escasamente educado, e inclusive confundido por los parámetros de una trama social carente de valores y ejemplaridades, más derecho sobre su hijo que la institución educativa?
 Son preguntas que creo corresponde formularse no solo el Día del Maestro sino todos y cada uno de los días.





[*] Camus, Albert, El primer hombre, Buenos Aires, Tusquets Editores, 2013. Traducción: Aurora Bernárdez.