domingo, 31 de agosto de 2014

POESÍA ARGENTINA: poema de Ricardo Herrera

MIENTRAS ESCRIBO

a Basilio Uribe


Es de noche. He dejado unas palabras
solas, sobre la página,
y me aletargo en el rumor que ellas levantan:
la colmena de ríspido silencio,
el desierto que avanza
y comienza a rielar.

Nada hay, mas cuánto ardor turba el decir,
lo neutro de lo que apago
como un hierro en el agua.
Vuelvo al papel:

                            Hay una lumbre
mojada, murmurante como fuego
en un mortero. Y, más allá de las llamas
de la sangre, por el aire unos ramos
de cimbreante claridad:
la desesperación del tacto y los olores,
la aspereza tonal de lo terrestre…

Sigo. Traigo a mi mente un pino, desvanecido,
y el sepia de unas hojas
parecidas a las plumas
que encontré bajo el agua;
el sol como una piedra amarillenta,
tibia, opaca, sumergida.

El color de lo muerto,
esa córnea de mármol,
se pronuncia.

(Lo que yo escucho se parece a un hueso,
al corral de piedra y palo
donde muge una vaquilla.)

Su silencio, por una grieta, cae y desaparece;
va posándose en la sombra de mi mano
como la plata de la luna en la oquedad.

Fuente: Herrera, Ricardo, Sobre un día terrestre, Buenos Aires, El Imaginero Ediciones, 1986.



miércoles, 20 de agosto de 2014

BLAS DE OTERO: Con la inmensa mayoría

EN EL PRINCIPIO

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

JUNTOS

Esta tierra, este tiempo, esta espantosa podredumbre
que me acompañan desde que nací
(porque hoy hijo de una patria triste
y hermosa como un sueño de piedra y sol; de un tiempo
amargo como el poso
de la historia):
                                                                      esta tierra, este tiempo que tiran de mis pies
hasta arrancar los huesos a mi esperanza última,
¡ah, no podrán, jamás podrán vencerme,
porque mi mano se me va y se agarra
a otra mano de hombre y a otra mano
que me encadenan, madre inmensa, a ti!

Blas de Otero: Bilbao,1916-Madrid,1979.


Fuente: Otero, Blas, Con la inmensa mayoría, Buenos Aires, Editorial Losada, 1976.


miércoles, 6 de agosto de 2014

MIS CUENTOS: Esplendor de lo ausente

Un hilito de luz  que se desprendía de sus ojos,   bajaba desde el borde de los párpados, en forma de espiral. Era una línea acuosa titilando entre las pestañas, sobre la opalina del globo ocular. Luego se enroscaba en la pupila y penetraba en el nervio óptico hasta dar de lleno en el torrente de agujas silenciosas. Algo adormecido pesaba allá en el fondo, algo que se parecía a una bolsa cargada de piedras. Y los huesos callaban, envueltos en la telaraña del sopor. La mirada se había dado vuelta y esperaba muy adentro,  entre los humores fatigados. Como un madero a la deriva. El corazón a oscuras doblegaba su resistencia.
Aquel día tuvo la sensación de que  todos los espejos se habían astillado y que la gente andaba buscando en los reflejos parpadeantes un escondrijo desde donde llamar sin ser vistos. Tan preocupada como estaba por jugar a las escondidas. Pluto les ofrecía papelitos impresos que ninguno leía, una mujer salió volando impulsada por una canasta de globos que se había atado alrededor del cuello, el oso  más grande del mundo arrojaba manotazos al aire, un hombre se cepillaba los dientes en la alcantarilla, otro se había puesto un antifaz de vampireza, alguien dormitaba dentro de la caja de un electrodoméstico, acurrucado entre aspiraciones de polvo, tal vez soñando  con ser un aparato de utilidad etérea.
Pero los chicos desconfiaban.  Debajo de ese oso hay personas, en la caja alguien respira, Pluto no existe sino en esas películas viejas que hasta las polillas de los videos desprecian, si los globos se pinchan buen porrazo se va a dar esa tonta de la canasta. ¿Por qué ya nadie se disfraza en carnaval?, preguntaban y por toda respuesta encontraban astillas de vidrio, aquí y allá. El sol reverberaba sobre las superficies brillantes y en lugar de iluminar daba un calor de horno. En los fragmentos  dispersos se miraban los árboles, desgajados y turbios, prisioneros de un verdor letal.
Mientras tanto el hilito trepaba por los filamentos nerviosos hacia unas pupilas que tenían el color del desierto. Y allí estaba el payaso, en la puerta del local de fast food, quieto como una estatua pero invitando a entrar. De edad indefinida. Joven tal vez o más viejo que la Tierra. Tenía una nariz redonda y roja. Una cascada de rizos le cubría la cara y el bonete apenas ladeado tapaba una de sus orejas.
 El circo estaba fundido y los carros, abandonados en un parque lejano, solo esperaban la visita de la carcoma y el óxido.
De pronto, luces,  bocinazos. Alguien había caído desde un balcón.
 ¿Suicidio o accidente? ¿Muerte súbita u homicidio inducido? Nadie lo había visto, nadie sabía cómo ni por qué.
El payaso recogió el cuerpo  y lo sostuvo entre sus brazos. En sus ojos se habían paralizado las imágenes. Titubeó un instante y luego empezó a caminar. El cuerpo muerto se empequeñecía a cada paso. Cuando llegó a la casa lo depositó sobre la mesa. Sus hermanos  más chicos lo miraron primero con curiosidad, intentaron tocarlo pero se deshacía. Muy pronto fue polvo. Y lo olvidaron.
Al día siguiente el payaso volvió a la puerta del local de comidas rápidas. Esperaba que cayera otro cuerpo. Todo el día esperó con los brazos abiertos mientras mucha gente pasaba a su lado como sin verlo. El resplandor le nublaba los ojos. Otra vez había bajado el hilito,  y la mirada, opaca, buscaba en el suelo. De un momento a otro caería algún cuerpo y él se agacharía para levantarlo como quien levanta una moneda con la esperanza de que sea verdadera y sirva para algo. Hay cosas lindas en las vidrieras, cosas que se compran con poco  y alegran la vida.
De tanto esperar se olvidó de la función que se le había encomendado: tentar a la gente,. con su sonrisa pintada y su mueca impasible, a entrar en el negocio. Solo esperaba que algo se deslizara desde el cielo, aunque  sea una estrella distraída que hubiera quedado vagando desde la noche anterior. Y finalmente después de unos minutos de expectativa, cayó otro cuerpo convulso, que a pesar de todo, aún latía. El payaso lo recogió con ternura, lo contuvo contra su pecho, luego lo dejó al cuidado de unos niños de la calle, quienes lo acunaron con música de acordeones.
Al terminar su turno lo alzó con cuidado y lo llevó a su casa tal como había hecho con el otro cuerpo. Lo depositó sobre la cama esperando que en cualquier momento despertara del sueño. Miró  hondamente en sus ojos que parecían dos cuencas vacías.
-¡Todavía late su corazón!- irrumpieron los hermanos. Pero la boca parecía sellada; ni una palabra. Le silbaron en los oídos, soplaron sobre sus pómulos. Pero nada. El cuerpo empezó a empequeñecerse hasta desaparecer entre los pliegues de las sábanas.
-¡Otro más!- clamaron los hermanos, sorprendidos de que aún latiendo dejara de existir.
Será cuestión de seguir esperando, se dijo el payaso, pensando en la rutina del día siguiente. En la sonrisa falsa, en los ademanes estudiados, en el gesto de complacencia con que debía inducir a los transeúntes para que  pasaran al local. Para eso le pagaban. Poca plata, claro, pero era tranquilizante llegar a la casa con algo en el bolsillo.
-No nos traigas más cuerpos que desaparecen. Traenos aunque sea un pedazo de pan, una hamburguesa a medio comer, algo que sirva - exigieron los hermanos. Pero, el payaso tenía la presunción de que sus brazos extendidos solo servían para atajar esos oscuros restos de humanidad que parecían caer del cielo. Y entonces decidió no ir a su trabajo, si es que eso podía llamarse un trabajo. Estaba harto de la nariz postiza, del bonete, del rubor con que daba brillo a su rostro.
El hilo acuoso pugnaba por asomar. Brillo irritante en el borde del párpado. Una gota surcó su rostro. Aunque él, ese día, decidió quedarse en casa sentado al borde de la mesa vacía, su sombra forzadamente risueña, se estiró a lo largo  sobre  la vereda. Y más allá. Cubría la calle y se prolongaba en la bocacalle, descendía por las escaleras del subte y se perdía en el hueco oscuro donde la tierra va a dar a cualquier parte, y el resoplido de una maquinaria que se acerca a toda velocidad es un grito  escondido debajo de la superficie...