sábado, 22 de octubre de 2011

MIS POEMAS: Laberinto musical

Laberinto musical. Desgarrada sonoridad oculta en el paisaje urbano.
Mendigos que iluminan con linternas de delirio las calles despobladas.
Prostitutas adheridas como enredaderas a los troncos de los árboles.
Duendes muertos de sed.
Hombres y mujeres, a orillas de la oscuridad y la ternura.
Pumas y linces afilando sus garras y sus ojos.
Hay algo de títere en la gestualidad de las calles,
algo de medio luto en la inflorescencia lila de los jacarandáes,
un rictus de penumbra... Pero los túneles de las notas y
las puertas abiertas de las síncopas permiten deslizarse
hacia otras zonas. El gemido del bandoneón ramifica
y todo se cubre de una vegetación casi selvática. Exuberancia y limpidez, tonos y semitonos
incendiarios, espirales de hojas sobre la tersura del silencio.
Las orejas parecen ojos y los ojos imitan a las manos en su acción de aferrar. El tacto se vuelve raíz, el paladar implora cierto regusto
de tabaco y desdén.
Aspero y salvaje, el fuelle recorta la melodía. Le da forma de puñal y con su filo escarba
la inmóvil turbulencia callejera, las figuras de cera del museo animado. Allí donde  impera el ritual del extravío y las imágenes desimaginan,
allí donde se desprende la violencia desolada de un trozo de mampostería y cae
en  las bocas desmesuradamente abiertas. Cae y el silencio
aprisiona la lengua. La dureza del cemento sella las comisuras de los labios. Solo mirar.
Una inmensa rosa abre sus pétalos sobre la luz. Ilumina musicalmente el laberinto por donde las pisadas se pierden y reencuentran. Y el pasado regresa con su ademán de pesadilla. La música envuelve en su celofán de disonancias la escena repetida. Suburbios de la pasión hecha añicos en el drama del pasadizo. ¿Antes o ahora? Puro instante de eternidad en las esquinas de una ciudad donde una rosa arde incontenible, nimbada de aquiescencia sonora, bravía como un huracán. ¿Entonces o después? Hermandad de los ruidos contrapuestos. ¿Aquí o allá? Un país de humo se esconde tras el telón.
De este lado, los instrumentos resuenan como un bosque, mientras se dibuja sobre el pentagrama esta tormenta que borra límites y acerca la inmensidad a cualquier parte. 

Del poemario: Homenajes.


sábado, 15 de octubre de 2011

MIS CUENTOS: CONCIERTO

Afuera es invierno y el intenso frío agarrota hasta el alma. Pero, la  cobertura plástica que hace las veces de salón auditorio resguarda a los oyentes de las inclemencias del tiempo. He conseguido un buen lugar, a distancia prudencial del improvisado escenario. Transcurren unos minutos antes de que comience a tocar la banda. Minutos durante los cuales  los técnicos prueban amplificadores, luces, distribuyen lugares y micrófonos. Mientras tanto, entorno mis párpados y  me predispongo para lo que viene. La tristeza parece ceder un poco.  Tristeza insidiosa, ladrona de vida,  me digo.  Y sé que sólo algo que valga verdaderamente  la pena podrá librarme, aunque sea por un breve tiempo, del “bajón”.
  De pronto, irrumpe la música. Me enderezo en el asiento y puedo ver a los ejecutantes como a través de un velo encendido. Mi mirada se detiene en los ojos del trombonista.   En su levísimo movimiento.  Si se quiere, en el fondo casi de sus  percepciones.  El hombre parece notarlo, aunque de hecho no pueda individualizarme. Desde la tarima sería imposible   distinguir a alguien del público en particular. Y, sin embargo, siento que me roza con su mirada que  va y viene de un punto a otro de la platea. Sopla con mucho  brío su instrumento,  casi con bravura.  Aunque, por momentos, su   forma de modular se  confunda con las  demás del grupo. Desde mi lugar   puedo    advertir cómo los límites de su silueta se  dilatan en el movimiento de la vara que va y viene. Es que  la vibración lo traspasa y  el cuerpo, entregado al ritmo,  se balancea con gracia y espontaneidad.
   La tensión afloja,  como si me fuera desprendiendo de una dura cáscara, porque la música me golpea los tímpanos y conmueve todo mi ser.  Me envuelve la  voz compacta del saxo, la agitación de los platillos, la  punzante sonoridad del clarinete, la quejumbre sincopada del banjo. El jazz trepida como el ramaje de un bosque encantado. Y cuando quiero acordarme mis ojos   siguen clavados en el  trombonista.  Sacudida por el vendaval sonoro y hasta quizás un poco fuera de mí, llego a pensar que me sonríe, a mí sola, como si me estuviera dedicando su actuación. Despacio, mis sensaciones se  van  desprendiendo del estado anterior.   El  músico arremete a cada instante con energía y mis  hombros se distienden.  Cede ese dolor de aguja en la base  del cuello, la cabeza se menea hacia un lado  y otro.  Me reacomodo en el asiento. Las piernas cimbran. Sin darme cuenta, me he quitado los zapatos y los pies libres dan pequeños golpes sobre el frío cemento  del piso. Cierro los  ojos y me zambullo en el goce de una estridencia que me libera de los  ruidos de afuera, de ese sentimiento de intemperie que me molesta con demasiada frecuencia. Y,  desconectada del lugar donde estoy, veo cómo se van haciendo cada vez más  nítidas las siluetas de los negros  en las plantaciones, jadeantes, sudorosos,  embrutecidos por el peso del  trabajo a destajo, oliendo a fuego y a ceniza, pero cantando, inventando una melodía que los nombre, que dé identidad a su grito ahogado. Y las imágenes que  logro entrever no están aquí pero son tan vívidas que las siento  fluir  dentro de la sangre que circula por mis venas,  y salen y se atropellan a través de  los labios que oprimen la boquilla del trombón. Este hombre me está contando una historia.  Y con ella moviliza  y  desmonta el acartonamiento escenográfico de esa otra   megahistoria que nos  incluye a ambos. Me transmite una señal luminosa.
   En el breve lapso entre cada una de las interpretaciones, pestañeo y una  tibieza solar me invade y, sin querer, busco el rostro del músico en el cual se refleja  una alegría intensa. De pronto, el trombonista está a mi lado.   Y entonces, el color desvaído que me aprieta por dentro empieza a entonarse, y las  claves de sol, que por razones técnicas han quedado fuera de su pentagrama, se acurrucan en el hueco de mis manos. Ejecuta su música tan solo para mí. Para que el laberinto de mi oreja perciba los sonidos que se remontan a través de la  noche de mi inacción.   Como si yo fuera su invitada de honor en esa  fiesta. Fiesta en la que, por otra parte, él participa en calidad de uno más.  Y sin embargo, a pesar de ser sólo una parte de un todo orquestal, sus labios articulan   signos que responden  a una notación  expresiva única y absolutamente propia.
Se nota que lo que hace le produce  placer, y tanto que,          llevado por el entusiasmo, sin darse cuenta, da un paso en falso y al chocar contra la madeja de cables, trastabilla. Uno de los compañeros debe sostenerlo. Y entonces, recién entonces,  me doy cuenta de que es un no vidente. ¡Qué término tan equívoco para nombrar la oscuridad absoluta que niega los contornos de la apariencia! Y luego pienso en la escasez de miras de tantos, entre los cuales, no puedo,  a veces,  dejar de incluirme.  A pesar de  tener una visión  sin   preocupantes disminuciones orgánicas,  hasta el momento no me  había  dado cuenta de su ceguera. Claro que la tenía bien disimulada, me digo. Aunque, en realidad,  intuya que  la distracción mía o la de cualquiera,  comienza en la invisibilidad del otro. Toca como si el mundo le sonriera. Me entrega otra mirada, más intensa quizás, menos a ras de la superficie,  para que borre la impiedad que me lastima e inmoviliza mis sensaciones. Su melodía no se deja  vencer por el barullo, ni por el desdeñoso silencio. Es un soplo que llega desde el fondo de un pantano al  que él ha sabido darle otro significado o, al menos, algún significado. Un llamado que atraviesa el sufrimiento y se convierte en voz  amigable.
    Una vez acabada la función, los oyentes aplauden y los músicos agradecen el homenaje del público con algunos chistes amenos, de los que suelen  sacar de la manga esa especie de magos que integran las bandas de jazz. Después, ejecutantes y público salen por la misma puerta – ya he explicado que no se trata de un teatro sino de una  carpa de plástico en medio de un gran predio dedicado a eventos culturales. Al trasponer la rampa me topo  frente a frente con el trombonista. Sale feliz, conversando con uno de sus compañeros que lo lleva del brazo. Por mirarlo,  tropiezo con el felpudo y estoy a punto de caer. Me ataja.
-         Huy, disculpe, qué torpe que soy.
-         No, no es nada. ¿Cómo puede ser torpe alguien con tan linda voz?- me responde con simpatía mientras se sonroja.
   El piropo me sienta bien. Doblemente halago por provenir de quien no puede verme y con inesperada cordialidad disimula mi carencia de movimientos más gráciles.  Y es como si apreciara la música que llevo dentro y me cuesta tanto manifestar. Tal vez,  mi  mejor tono.  Pero no me conoce, ni yo a él. Lo he visto actuar hace un momento. Pude apreciar el impetuoso sonido de su trombón,  la modulación de notas que entreteje la vara. El, sólo ha  escuchado de mí, unas pocas palabras, una disculpa convencional, irrelevante como cualquier otra. Ningún otro dato ni sugerencia que lo lleve a  adivinar que su imagen ha quedado grabada en el archivo sonoro de mi memoria. Lo observo mientras se aleja, guiado por su lazarillo y otra vez la música  ronda mis oídos y gracias a  ella me siento mejor.
   Entre el gentío que se encamina a la salida, lo pierdo de vista. Aunque no del todo. Las palabras, con su resonancia  magnética, hoy, como si tal cosa, lo han traído de vuelta para que más allá del punto que cierra el texto, recomience el concierto.


El cuento pertenece al libro inédito Perfiles urbanos.

martes, 11 de octubre de 2011

LUIS FERNANDO VERÍSSIMO: Recriação

RECREACION

Dios suspiró. Estaba cansado. Hace billones de años, cuando era más joven y ambicioso, la idea de crear un Universo no Le había parecido absurda. Ahora se arrepentía. El emprendimiento había escapado a Su control. No conseguía acordarse ni siquiera de cuántas lunas tenía Saturno. Estaba, definitivamente, volviéndose viejo.
Miró en torno a la mesa de reuniones. Su presencia allí era innecesaria. Como Director-Presidente tenía la última palabra, pero las decisiones eran tomadas por Su asesoría. Aquellos jóvenes tecnócratas pensaban que tenían la respuesta para todo. Querían transformar  su proyecto en algo más moderno y dinámico. Pero el trabajo  en sí  había sido de Él. Había creado todo literalmente de la nada. Cuando ellos no habían ni siquiera nacido. Pero paciencia. Era preciso acompañar a los tiempos. Ordenó que comenzaran los trabajos, vetando la propuesta del asesor de RP  de que todos se uniesen en una oración. Odiaba a los chupamedias.
-¿Cuánto tiempo llevará la Recreación?- preguntó.
El coordinador del proyecto vaciló. El Viejo, como siempre, quería respuestas simples y directas. Con El era todo luz, luz, tinieblas, tinieblas. Pero las cosas ya no eran tan simples. El Director de la División de Obras intervino.
- Precisamos hacer un análisis de costos, después un organigrama, un  diagrama de flujo,
un ...
- Yo  hice todo en seis días _ interrumpió el Director Presidente. - Y solito. Solo descansé el domingo. En mi tiempo no existía el sábado inglés.
Otra vez Él volvía a la carga con sus recuerdos. Nadie negaba Su valor. Pero el tiempo de los pioneros ya había pasado. Ahora era el tiempo de los técnicos. De los gerentes. De los especialistas.
- Pienso que deberíamos comenzar cerrando la Tierra - arriesgó el Director Financiero.
Aquel era un asunto delicado. El Viejo tenía una predilección especial por la Tierra. Inclusive por cuestiones familiares. Pero Él se quedó en silencio. El Director Financiero continuó:
- Creo que la Tierra ya dio lo que tenía que dar. Todos sus recursos están agotados. No es lo más rentable. No hay cómo recuperarla. Debemos acabar con ella antes de que comprometa a todo el Grupo.
-  ¿Usted quiere decir simplemente... liquidarla?
- Eso. Dudo que algún otro grupo quisiese comprarla. Ni siquiera un grupo árabe. Nuestro representante allá, el papa, recibiría una indemnización, claro. O sería llamado para acá. No veo mayores problemas. Y tendríamos que descontarlo en el impuesto a la renta...
El asesor de RP mostró alguna preocupación.
- En términos de imagen, quedaría mal.
- ¿Por qué? - preguntó el Director de Planeamiento e Investigación -  Ya eliminamos miles de otros planetas, algunos bastante mayores. No pasa un día sin que tiremos abajo una estrella.
- Ya, ya...
- Administrar un Universo es un proceso férreo, mi querido.
Tenemos un proyecto para cumplir, metas para alcanzar. No podemos quedarnos preocupados por el planetita...
- El  problema fue el tipo de colonización elegido para la tierra - observó el Director Financiero, mirando con el rabillo del ojo al Viejo. - Desde el principio, con la pareja aquella, ya se podía suponer que no iba a salir bien. Muy ingenuos, sin iniciativa...
- Quién sabe - sugirió el asesor de RP - ¿si rehacemos la Tierra en otros moldes, más empresariales? Días más largos, para aumentar la productividad y bajar la natalidad. Una nueva inyección de petróleo...
- Olvídelo - dijo el Director Financiero. - La Tierra no tiene más arreglo. Fue muy mal administrada. Está fundida. Solo estaríamos prolongando su agonía, con subsidios. Propongo el cierre.
La propuesta fue aceptada por mayoría. Habían pasado a discutir el formato que tendría el nuevo Universo. La idea era aumentar la centralización, acabar con la expansión constante, para facilitar la administración, y disminuir los costos de la manutención...
En la cabecera de la gran mesa, el Viejo parecía dormir.


Fuente: Veríssimo, Luis Fernando, A mãe do Freud, San Pablo, L&PM Editores, 1987
Traducción: María Cristina Arostegui

 La crisis socioeconómica mundial es suficientemente grave como para no tomarla  en  cuenta.    Autoconvencernos de que por su ajenidad no puede alcanzarnos es, según mi modesto criterio, un disparate o un embuste.
La literatura tiene,  a veces, algo  de  predicción. La mirada del escritor puede ser incisiva y, de algún modo, adelantarse a las miradas más impasibles de los que andan por el mundo sin ver del todo claro o esquivando la posibilidad de ver claro porque acarrea angustia, incertidumbre o porque contradice sus propias expectativas . El texto de Veríssimo tiene sus años y  además  es pura ficción. Sin embargo la alta cuota de ironía e irreverencia que contiene debería, al menos, sacudirnos. Parafraseando a Sábato: Una de la misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo.Cada uno es dueño de reaccionar o no  ante la chicharra o los acordes musicales del despertador. Quien se haga el dormido, que luego se atenga a las consecuencias.

Nota aclaratoria: el tamaño de fuente del texto Recreación no responde a intenciones de minimizar el valor de su contenido sino a un simple capricho tecnológico. A pesar de insistir por todos los medios a mi corto alcance con el tamaño doce, que es el usual en mis publicaciones,  la maquinaria lo achicó. Eso me da pie para una reflexión: La tecnología muchas veces nos gana de mano. Pero la idea no se doblega aunque la minimicen.