jueves, 30 de mayo de 2013

AL ACECHO



La paloma es un ave que ha respondido tradicionalmente a un modelo. Diferente en su trayectoria  de otros pájaros, fue símbolo de la paz, de la delicadeza  y la inocencia. Noé envió una paloma, después del Diluvio, en busca de tierra firme donde atracar y ésta regresó con una salvadora rama de olivo en su pico. Y entonces las aguas comenzaron a retirarse.  Poetas y pintores no dudaron en darle cabida en sus obras y en representar a través de su emplumada figura los más tiernos y enaltecedores sentimientos. Las tórtolas, más pequeñas y dóciles, son una variante familiar. A los amantes se los suele llamar “tortolitos” por su entrega amorosa y la fidelidad que tal vínculo entraña.
El simbolismo de libertad no puede atribuirse exclusivamente a ella, sino  a la mayoría de los seres alados. La capacidad de vuelo y el ascenso a las alturas se transforma, por intermedio de un pase racional, en imagen de soltura, de desasimiento, en fin, de liberación.
En la actualidad, sin embargo, la paloma ha perdido ese privilegio y, lejos de esa aura sutil y prestigiosa, se ha convertido en una especie de peste a la que la gente teme y rechaza. He visto a personas correr despavoridas cuando se acerca una bandada o cuando, con un vuelo bajo, rozan casi agresivamente sus cabezas. Sentarse bajo un árbol en una plaza se ha vuelto un peligro: nadie querría ser coronado  con la arrojadiza diadema de su excremento. Del mismo modo, muchos buscan alguna lejanía prodigiosa, en lo que a mantenerse a salvo se refiere, cuando se trata de estacionar vehículos. La deposición corroe la pintura de la carrocería. Otros protegen  cornisas o pechos de ventanas con unas cintas de finísimos pinches con el objetivo de desalentar su presencia en tales lugares. A través de la diseminación de sus deyecciones se transmiten enfermedades. Esto constituye,   indudablemente, otro motivo para   evitarlas. Y ni hablar de su ominosa profanación de edificios y monumentos de valor cultural.
 ¿A qué se debe este cambio? ¿Qué fue de la amigable avecilla? 
Las palomas abundan en las grandes urbes.  El zureo, más que a un arrullo, se parece a   una música amenazante, una suerte de letanía áspera. Ajenas, torpes y desorientadas buscan en los desperdicios su alimento, que puede estar compuesto por las más variadas sustancias. Restos de la llamada “comida basura”, que ingieren los humanos, se han sumado a su dieta. Evidentemente han cambiado sus hábitos. De surcar la inmensidad celeste donde eran “alguien”,  han pasado al amontonamiento ciudadano. De frugívoras, han pasado a ser omnívoras. De ser emblema de  armonía, a convertirse en el pavoroso signo del acecho y la suciedad.

Picasso cartelista. Congreso Mundial de la Paz, 1949. Litografía
René Magritte. La gran familia, 1963.
Es triste verlas colgadas de los hilos que la  intrincada madeja comunicacional tiende por sobre los techos. Se las ve oscuras como cuervos. Con el pico afilado  de tanto roer bazofias de todo tipo, con las alas caídas de tanto tropezón contra el cemento, con las plumas pestilentes de tanto hurgar en los basureros y alcantarillas. ¿Cómo ver en ellas a la paloma de Picasso o Magritte? Esta nueva versión  supera en mucho a la desencantada imagen que  Rafael Alberti  plasmó en un poema que Serrat musicalizó: “Se equivocó la paloma …”.



He aquí cómo mucho de lo que conocemos y creemos percibir con claridad cambia de rumbo. Y el carácter simbólico de nuestra apreciación se destiñe y se tizna con más frecuencia de la que podríamos imaginar. La paloma sigue siendo el mismo  animalito alado, perteneciente a la especie de las colúmbidas, que  los latinos denominaron : palumba y los griegos: πελεια, y a la que, según se cuenta, Venus llevaba en su mano y ataba a su carro. Domesticada, ha perdido su  semblante auroral, su vuelo trascendente, su impronta de nobleza. Domesticar es reducir. Y su gracia silvestre se ha reducido al mermado punto de vista de su domesticador. En su apariencia de ave rapaz se encierra, sin duda, otra faceta de lo simbólico. La paloma actual no es un albatros al estilo baudelaireano. Carece de dotes poéticas y le sobran motivos para parecerse a un carancho. Están al acecho. Solitarias y marginales. Disgregadas de su naturaleza gregaria. Amenazándonos con su vuelo rasante, con su resentimiento alucinado.







sábado, 11 de mayo de 2013

¿ESCRITORES NOVATOS=ESCRITORES OBJETO?


¿Cuál es el verdadero sentido de un concurso literario? O mejor dicho: ¿cuál es la meta a que debería  apuntar ese tipo de competencia? El estímulo de nuevos valores, la capacidad de creación e invención, el aliento al trabajo esforzado y honesto de quien se enfrenta durante horas a una página en blanco con el afán de volcar en ella  el fruto de su pensamiento y su imaginación.
En la actualidad no suelo participar en concursos. Los años y la experiencia me han convencido sobre la inutilidad y el desatino de hacerlo. Pero,  tiempo atrás, cuando todavía el candor y la osadía me habitaban, participé en certámenes y obtuve distinciones que llegaron a sorprenderme. En todos los casos fui una más entre tantos. Desconocía  los entretelones de la organización y  ningún tipo de vínculo  me unía a los jurados. Aunque parezca mentira, fue así como participé.
De un tiempo a esta parte he podido comprobar que los usos y costumbres son muy diferentes de los que se estilaban en aquella lejana época en la cual fui premiada por el destino.
Ahora, o al menos en las últimas décadas, la convocatoria - me refiero específicamente  a  certámenes orientados a escritores “novatos”- se realiza por diferentes medios, aunque, en general es menos masiva. Hay que navegar un poco por el ciberespacio para encontrarlos. Si se publican en diarios es más o menos tres días antes de que venza el plazo. Una vez que se accede a ellos,    las bases y condiciones son inobjetables. Los datos personales van en una plica o sobre cerrado, que sólo se abrirá para conocer la identidad del agraciado. Pero sin embargo he podido comprobar, personalmente o a través del testimonio de amigos, que se abren todos los sobres y  después uno recibe publicidades de la institución, ya sea invitando a participar de actividades que realizan, comprar productos que ellos venden o adquirir libros que los jurados publican donde se explica cómo hacer para escribir un buen cuento. Se podría inferir, con suspicacia extrema, una  serie de amenazas como las que  cierran los mensajes de las cadenas: “si no lo  reenviás, caerán sobre ti mil y una plagas”… En este caso sería así: si no nos bancás los talleres, no vas a ver el engendro que escribiste jamás publicado, si no  nos comprás los productos que vendemos, no te va a conocer ni tu madre, si no leés el libro que explica las fórmulas mágicas del arte de narrar, caerá sobre ti el más pesado y cruel silencio.
Si esto ocurre en los concursos destinados a  novatos en  los que el premio puede ser una simple publicación o una cifra de dinero  insignificante, ¿qué podrá ocurrir en aquellos dirigidos a escritores más experimentados y en donde el monto a cobrar es más interesante? Desconozco el caso, pero la intuición algo me dice al respecto.
El tema de los talleres y libros  (¿de autoayuda?)   especializados en estimular la creatividad y en  difundir   técnicas y artilugios de escritura constituye un capítulo aparte. ¿Habrá alguna receta para escribir cuentos? Sería cuestión de preguntarle a los grandes exponentes del género. Por ejemplo a los Poe, a los Maupassant, a los Melville, a los Borges, por nombrar sólo a  unos pocos. Ellos, que yo sepa, no fueron a ningún taller literario, ni se enfrascaron en la narratología (¡que nombre tan difícil!). Sólo leyeron mucho y escribieron lo que escribieron o mucho más de lo que conocemos de su escritura, porque gran parte habrá ido al papelero sin que nadie se enterara. Por supuesto, lo mismo puede aplicarse a la poesía o la novelística.
Claro que así son las leyes del mercado. Una palabra que suena a compra y venta y que a mí, infatigable lectora sexagenaria, me resulta imposible asociar a talento, a ingenio y, sobre todo, a probidad.
De todas formas, cualquier persona medianamente pensante ya sabe que esos  requisitos de acceso al  Parnaso son el último eslabón, por lo menos hasta que inventen otro, de una serie de anulaciones de la subjetividad que implica la  cultura del simulacro. Nadie se ha muerto por no reenviar una cadena. Podría ser que algo malo le hubiera ocurrido en días posteriores, incluido  morirse, pero todos sabemos que eso no es ni  más ni menos que una parte del plan existencial de cada quien, al que no se puede escapar tan fácilmente. Nadie se morirá tampoco por no comprar un producto tal o cual,  un recetario cuentístico o por no asistir a un taller de escritura. Lo más grave que puede ocurrirle es que no pueda contarse entre los agraciados del Loto escritural y por unos días  sienta un gran cansancio, y tal vez un poco de  hastío. Pero no ha de morirse por eso. Es más, tal vez el berrinche lo estimule a   volver   a la carga, tratando de aguzar la imaginación para encontrarle algún sentido a esa manía de andar dando vueltas y vueltas sobre una página que, por designios inescrutables, se parece al círculo polar. O sea el lugar donde  Frankenstein (¡gracias Mary Shelley!) asume  todo el horror de que es capaz y también  el inmenso dolor que  como depositario  de una potestad  engañosa ha debido soportar.


domingo, 5 de mayo de 2013

GABRIELA MISTRAL: La bailarina



La bailarina ahora está danzando
la danza del perder cuanto tenía.
Deja caer todo lo que ella había,
padres y hermanos, huertos y campiñas,
el rumor de su río, los caminos,
el cuento de su hogar, su propio rostro
y su nombre, los juegos de su infancia
como quien deja todo lo que tuvo
caer de cuello y de seno y de alma.
En el filo del día y el solsticio
baila riendo su cabal despojo.
Lo que avientan sus brazos es el mundo
que ama y detesta, que sonríe y mata,
la tierra puesta a vendimia de sangre,
la noche de sus hartos que ni duermen
y la dentera del que no há posada.
Sin nombre, raza ni credo, desnuda
de todo y de sí misma, da su entrega,
hermosa y pura, de pies voladores.
Sacudida como árbol y en el centro
de la tornada, vuelta testimonio.
No está danzando el vuelo de albatroses
salpicados de sal y juegos de olas;
tampoco el alzamiento y la derrota
de los cañaverales fustigados.
Tampoco el viento agitador de velas,
Ni la sonrisa de las altas hierbas.
El nombre no le den de su bautismo.
Se soltó de su casta y de su carne
sumió la canturía de su sangre
y la balada de su adolescencia.
Sin saberlo le echamos nuestras vidas
como una roja veste envenenada
y baila así mordida de serpientes
que alácrinas y libres le repechan
y  la dejan caer en estandarte
vencido o en guirnalda hecha pedazos.
Sonámbula, mudada en lo que odia,
sigue danzando sin saberse ajena
sus muecas aventando y recogiendo
jadeadora de nuestro jadeo,
cortando el aire que no la refresca
única y torbellino, vil y pura.
Somos nosotros su jadeado pecho,
su palidez exangüe, el loco grito
tirado hacia el poniente y el levante,
la roja calentura de sus venas,
el olvido de Dios de sus infancias.

Gabriela Mistral: seudónimo de Lucila Godoy Alcayaga (Chile-Vicuña, 1889- Nueva York, 1957). En 1945 fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura y en 1951 obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Chile.

Fuente: Grandes poetas de Hispanoamérica, Madrid, Salvat Editores, 1973.

L'Etoile ou Danseuse sur scène- Edgar Degas (1834-1917).