martes, 28 de junio de 2011

ALBERT CAMUS: Discurso ante la Academia Sueca, al recibir el premio Nobel

Estocolmo, 10 de diciembre de 1957

Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más profunda cuando evalúo hasta qué punto esa recompensa sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?

He sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permítanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea.

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás,  equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.

Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones, en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su soledad, por lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.

Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión.

Durante más de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en la época de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad.

Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.

No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme.

Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil fe, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me falta dar las gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal personal de gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a si mismo, silenciosamente, todos los días.

Gracias, Ofelia, por el envío de un texto tan valioso.


jueves, 9 de junio de 2011

LITERATURA Y FUTBOL

Cuando pienso en los dineros que se destinan a la televisación del fútbol,  en los manejos no del todo claros de las  asociaciones futbolísticas y en  esa variante del patoterismo que constituyen los barras bravas  me cuesta contener a mi ojo crítico que amenaza con saltar como una fiera. Y sin embargo, no puedo dejar de admitir los beneficios físicos y anímicos, que el fútbol, como cualquier actividad deportiva, aporta a quienes lo practican.  Ante esta disyuntiva, la literatura viene en mi ayuda, como tantas otras veces. Rebusco en mi biblioteca y ¿qué encuentro? Un relato breve perteneciente a las  Crónicas de Bustos Domecq (seudónimo de la dupla: Borges-Bioy Casares),  que tiene el sugestivo título: Esse est percipi (expresión latina que significa: ser es ser percibido). En el relato,   Bustos Domecq,   perplejo ante la desaparición del estadio de River, decide averiguar sobre el asunto y su  búsqueda lo lleva a entrevistarse con un viejo conocido, presidente de un club. Sostiene con él una conversación,  que lejos de tranquilizarlo lo induce a mayores perplejidades. Hacia el final de la misma,  el dirigente le revela:
“…Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. ¿La falsa excitación  de los locutores nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el 24 de junio del 37. Desde aquél preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman”. Bustos Domecq se muestra  desorientado ante la idea de que en el mundo no pase nada. A lo que Savastano (con su flema inglesa, señala Bustos Domecq) le responde:
“Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repantigado, atento a la pantalla  o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone.”
Por la fecha en que fue escrito el relato, dotado de una importante dosis de ironía, parece una anticipación. La ironía con su carga de doble sentido y su connotación antitética resulta, por lo menos, inquietante, para el que la sepa leer.   Entonces  trato de buscarle otro costado al asunto. Por decirlo de un modo simple: el lado bueno. Me acuerdo, de repente, de algunos hinchas furiosos de un club de barrio, muy cercanos a mis afectos, que no se pierden un encuentro y se sienten en la  gloria desde que el club pasó a primera y hasta ha sido capaz de ganarle a equipos con  reconocida trayectoria. Enternecida por el recuerdo, encuentro  un cuento de Fontanarrosa: Viejo con árbol. La acción transcurre en una cancha.  Un viejo jubilado, que se ubica bajo la sombra de un  árbol, sigue las alternativas del partido con gran interés, mientras escucha en su radio portátil un concierto de música clásica. Su presencia y el hecho de estar pendiente del juego y al mismo tiempo escuchar ese tipo de música llama la atención de uno de los hinchas, el Soda, que, intrigado, comienza a darle charla. El viejo  afirma que el fútbol está emparentado con el arte. De  allí en más trata de explicar:
“Mire usted nuestro arquero, efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra -. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales – se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba - Bueno…Eso es la escultura.
(… )
-Vea usted – el viejo señaló hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner – el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así…Bueno…Eso es la pintura.”
(…)
- Y vea usted a ese delantero… -señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado - …ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionado el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia…Bueno…Eso, eso es el teatro”.
Al final de esta enumeración en la que fue asociando el partido de fútbol con las artes, de pronto, ante un penal mal cobrado  por el referí, el  hombre se ofusca y olvida su compostura.  Metiéndose casi en la cancha,  empieza a gritar como un loco. El  otro lo observa sumamente extrañado:
“- ¿Y eso? – se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
- Y eso… vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra - …Eso es el fútbol.”
El cuento de Fontanarrosa rescata, por un lado, el valor expresivo que el fútbol tiene como deporte, y por otro, la pasión y  la lealtad de la hinchada.
Por último, como remate,  saco de  mi biblioteca el libro Patas Arriba de Eduardo Galeano donde encuentro un texto titulado La cancha global de donde extraigo los siguientes fragmentos:
“En su forma actual el futbol nació hace más de un siglo. Nació hablando en inglés, y en inglés habla todavía pero ahora se escucha exaltar el valor de un buen sponsor y las virtudes del marketing, con tanto fervor como antes se exaltaba el valor de un buen forward y las virtudes del dribbling.
(…)
Para el hincha del deporte más popular del mundo, para el apasionado de la más universal de las pasiones, la camiseta del club es un manto sagrado, una segunda piel, el otro pecho. Pero la camiseta se ha convertido además en un cartel publicitario ambulante…”
No soy entendida  ni me interesa especialmente el fútbol como deporte. Asistí una sola vez a un partido y fue en la ya mencionada cancha barrial. No obstante me parece un fenómeno masivo que da para una variedad de puntos de vista. Releyendo textos de  cuatro hombres de letras encontré  respuestas o aproximaciones  a  algunos de los interrogantes  que puede  plantear el tema.
Del cuento de Fontanarrosa podría inferirse que lo popular no tiene por qué estar reñido con  la cultura o viceversa. Siempre y cuando lo primero no vaya en desmedro de lo segundo o viceversa. Las conjeturas que pueden extraerse de la primera crónica citada y de los fragmentos de Galeano son elocuentes respecto del concepto de “progreso” y de la injerencia de la economía “global” en todos los ámbitos, aún, agrego yo,  en el supuestamente prestigioso contexto de la literatura. Pero, como en todo lo que proviene del hacer  humano,  lo esencial es distinguir  entre precio y valor. Las reglas de juego hacen al juego.
 Para terminar, y como en esta nota no se habla solo de fútbol, nada mejor que  una  sintética expresión de Borges  que revela la trascendencia de una auténtica   creación artística ( ¿y por qué no?,  un algo más…): “…el sueño de uno es  la memoria de todos.” (El hacedor, Martín Fierro).

Fuentes bibliográficas: Bustos Domecq, Honorio (Borges, Jorge Luis-Bioy Casares, Adolfo), Crónicas de Bustos Domecq, Buenos Aires, Editorial Losada, 1968.
Fontanarrosa, Roberto, Viejo con árbol, en suplemento de revista Ñ (10/02/2007).
Galeano, Eduardo, Patas arriba, la escuela del mundo al revés, Buenos Aires , Editorial Catálogos, 2001.
Borges, Jorge Luis, El hacedor, Madrid, Alianza Editorial, 1980.