domingo, 24 de noviembre de 2013

ROBERTO BOLAÑO Y LA LITERATURA

A lo largo de mi experiencia como lectora de narrativa (bastante extensa, por mis años, gusto y formación profesional) nunca me había topado con cuentos cuyo tema   fuera el drama escritural, el ambiente en que se crea y difunde la literatura y los tan peculiares vínculos que se establecen entre los  escritores. El libro Llamadas telefónicas, primer volumen de cuentos de Roberto Bolaño, publicado  inicialmente en 1997, y con el cual obtuvo el Premio Municipal de Santiago de Chile, además de ser, en su conjunto, un muestrario de  interesantes piezas narrativas, aborda esa temática en los cuatro primeros cuentos.
Una característica general de los  relatos de Bolaño es la habilidad de entrelazar situaciones con el fin de mostrar desde una exterioridad creíble y realista, la interioridad de los personajes y su interrelación con otros personajes, en consonancia con determinadas circunstancias. Cada cuento es un fragmento de vida,  y como tal elude finales efectistas o  infranqueables. Su dominio de la intriga  otorga fluidez a   una trama  que transparenta el juego de luces y sombras de las relaciones humanas.
El cuento con que comienza el libro, Sensini, narrado en primera persona, esboza el retrato de un escritor argentino  -algunas referencias nos permiten pensar en Antonio Di Benedetto- al que el autor conoce a través de un certamen literario. Se establece una relación epistolar  a partir de la cual va  delineándose la figura de Sensini, su entorno familiar y también  los incidentes en los que, como escritor y como hombre, se ve envuelto.  El cuento  es, en cierta medida, una suerte de  homenaje  que alcanza a una generación de autores, “probablemente la mejor en lengua española de este siglo”, arriesga Bolaño. Escritores cuya vida fue segada por la violencia de la dictadura militar, escritores obligados al exilio, talentosos escritores que debieron pasar penurias y privaciones para poder expresar lo que su vocación y su libertad interior les dictaban.
Pero,  esa aproximación al escritor-protagonista no solo está exenta de toda solemnidad, sino que alcanza ribetes irónicos. El relato abunda en referencias al mundillo literario español –ya que la acción transcurre en ese país-.  Con mirada perspicaz, Bolaño recorre ese ambiente cargado de particularidades. Sensini refleja que “el mundo de la literatura es terrible, además de ridículo”. Las pequeñas o grandes consagraciones provienen de certámenes provincianos cuyos jurados son “una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en otras fiestas”. Esta especie de lotería literaria se publicita en los diarios dentro de las columnas de sociales, en la de sucesos y  deportes o a mitad de camino entre el informe del tiempo y las necrológicas.   Otro dato no muy serio es que  los autores pueden presentar sus relatos en distintos certámenes a la vez con la sola restricción de cambiarle el título, sin que nadie lo advierta. De esa forma logran su precario sustento. Bolaño  atisba la penumbra desde la cual emerge la figura de Sensini. Un escritor de mérito, que proviene de un país que enzarza a Bolaño con el tango y el laberinto, y al cual se le atribuyen connotaciones kafkianas (su más difundida novela es considerada por algunos “un Kafka colonial” y hasta su hijo, uno de los tantos desaparecidos, se llama Gregorio, como el personaje de La Metamorfosis).
Sensini resulta el espejo de un modo de vivir y crear al borde del más ignominioso absurdo. Y ese arco que va  del país expulsor, al cual regresa para morir, casi sin ser visto,  al país que lo asila y  le enseña las  artimañas a las que debe recurrir en pos de un espacio consagratorio, tensa o afloja  las cuerdas por las que transita su existencia.
Henri Simón Leprince, el segundo de los cuentos, describe con pinceladas  enternecedoras a un tipo humano que participa de  pasada de esos círculos áulicos. Se presenta como una historia del pasado,  ubicada en la época de la segunda guerra, pero de una  fatal perduración. Leprince es un fracasado que “sobrevive en la prensa canalla parisina y publica poemas que los malos poetas juzgan malos y que los buenos ni siquiera leen”. Cuando Francia capitula, los colaboracionistas, con poder sobre editoriales y revistas,  lo tientan. Pero él no acepta su invitación. Por el contrario, se suma a la resistencia y colabora con ellos poniendo a salvo a muchos escritores que en el mejor de los casos lo ignoran y, en el peor, lo desprecian. Su labor, sin embargo es temeraria. En una de las tantas aventuras y desventuras en que se ve envuelto mientras trata de salvar artistas perseguidos, conoce a una joven novelista que le aconseja ser “un escritor secreto, tratar de que su literatura no reproduzca su rostro”. Si bien no se vuelven a ver recordará durante mucho tiempo el beso y las lágrimas con que se despidió de él. Y en su fantasía persistirá el ensueño de haber despertado en ella algún posible sentimiento. Finalmente se retira a un pueblo de la Picardía donde ejerce de maestro. “En su corazón, Leprince ha aceptado por fin su condición de mal escritor pero también ha comprendido y aceptado que los buenos escritores necesitan a los malos escritores aunque solo sea como lectores o escuderos”.
En la descripción inicial dice Bolaño: “ el nombre, sin que se sepa por qué le cuadra aunque él es todo lo contrario de un príncipe”. Y es que Leprince más que un ser de carne y hueso es un emblema. Emblema de la soledad del que no ha entrado en el circuito de los  privilegiados. Emblema de irrenunciable dignidad. Emblema de una extrema tensión pasional. Leprince es, en síntesis, el escritor secreto, el invisible creador y recreador. El que sin ninguna oportunidad de  prosperar en su empeño, propicia desde su anonimato la pervivencia  de los otros. El que cree en la creación.   A pesar de su fragilidad, es el más soberano ejemplar de la  cofradía.  Los trazos con que se dibuja a este arquetipo son amargos, pero hondamente conmovedores.
El tercer cuento se titula Enrique Martín, y ya desde el comienzo Bolaño nos pone al tanto de un final irremediable pero que es el único final posible: “Un poeta lo puede soportar todo. (…) El (…) enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, la locura, la muerte.”
Narrado en primera persona, el relato muestra una serie de encuentros y desencuentros entre dos poetas.
El primer desencuentro se produce cuando Enrique Martín, quien escribía mal pero deseaba con ahínco ser poeta publica una revista llamada –proféticamente- La soga blanca. En la publicación, por influencia de un tercero, queda excluido Bolaño. Luego se sucederán  ocasionales encuentros que muestran distintas  circunstancias del personaje: desde escribir poemas mediocres y buscar su aceptación en el prójimo a  su abandono de la poesía para dedicarse a un trabajo de oficina, primero, y luego a la atención de una librería, tarea que alterna con   colaboraciones en una revista, relacionadas  con el avistamiento de platillos voladores. Enrique Martín  va hacia la escritura de sus versos y  vuelve de ella esporádicamente.
Un día su ex compañera, con quien comparte la atención de la librería, lo encuentra colgado en la trastienda del negocio. Bolaño entonces recuerda una carpeta con escritos que le dejó una noche en la que no parecía estar  muy en sus cabales, y al leerlos se  enfrenta  con la más terrible respuesta a las incógnitas planteadas por el oscuro personaje: todos los poemas que ha podido escribir son a la manera de… (de Miguel Hernández, de  León Felipe, de  Blas de Otero,… etc)
Enrique Martín ejemplifica el drama del desencuentro, del cual sus apariciones y desapariciones en la vida del autor son una especie de reflejo especular. Su principal desencuentro es consigo mismo: desea hacer lo que otros hacen. De tanto en tanto busca evasiones porque es incapaz de sacar de sí lo que anhela. Desearía parir, según él mismo confiesa, pero para parir es necesario el paso previo de engendrar, de dar vida a la voz que  habita en lo más profundo de uno mismo.
El cuarto cuento, Una aventura literaria, está escrito con la objetividad de la tercera persona, remarcada por el hecho de que los personajes no tienen nombre: son A y B. B escribe un libro con la intención de burlarse de arquetipos de escritores, en el cual dedica un capítulo a  A, escritor renombrado y competente, pero un tanto pontificador y “catoniano”. Para sorpresa de B, A reseña ese libro elogiosamente. Si bien B desconfía de esa crítica reconfortante (tal vez desconfía de sí mismo) va sintiéndose cada vez más atraído por la figura del literato al punto tal de hacernos  conocer su nombre: Medina Mena. Con el tiempo Medina Mena reseña otros libros de B (quien carece de nombre hasta el final) y siempre sus notas son halagüeñas. La situación desencadena en B  paradójicas  rumias y una serie de  conductas ambivalentes.  El objeto  de sus burlas, Medina Mena, pasa a ocupar el centro de sus preocupaciones. Después de penosos intentos  -penosos por la inseguridad personal que le suscita el odiado y tal vez envidiado personaje- logra entrevistarse con él, quien lo recibe en su casa.
Este es el único de los cuatro cuentos que no refiere a un nombre propio. La palabra aventura, que forma parte del título, remite a acción. La aventura es un lance, una peripecia. En este caso la aventura física, concreta, traduce una peripecia emocional y moral en la que se entremezclan los más variados sentimientos: envidia, admiración, autosuficiencia, dependencia, valoración.
De estas y otras materias se compone el oficio de escribir. Bolaño, agudo observador,  analiza su ambiente de trabajo y también se  analiza a sí mismo. Es indudable que hay parte de él en cada uno de los cuentos.
Cualquier lector busca en un libro placer, imaginación,  entretenimiento, y también, ¿por qué no?, conocimiento. Pero, quizás muy pocos lectores ajenos al ambiente literario puedan imaginarse los entretelones  detrás de los cuales nacen las páginas de un libro. Su gestación, su arribo a una editorial, su  estimación, su  trayectoria dentro del mercado. Y a esto hay que sumarle las  disyuntivas e infortunios a que se ve expuesto su autor: la dificultad de franquear puertas, el sectarismo, la, a menudo, azarosa consagración, la competencia desleal, el arribismo, las envidias, el narcisismo, el tráfico de influencias. Muchas de estas condiciones han sido pintadas con sagacidad por Bolaño. Bien podría decirse que el autor ha  creado historias a imagen y semejanza de  lo que ha sufrido en carne propia.


Fuente: Bolaño, Roberto, Llamadas telefónicas, Buenos Aires, Editorial Anagrama, 2013.

jueves, 14 de noviembre de 2013

EXILIO


El término exilio está aureolado de connotaciones tristes, de relampagueos de zozobra. Es una palabra que rezuma pena y desasosiego. Todo exilio supone un alejamiento de la tierra natal y en tal sentido es sinónimo de expatriación y de destierro. La separación de la tierra supone el alejamiento de la sustancia madre, la que recibe las semillas y la que cobija las raíces. Aquella de la cual nace y en la cual  prospera toda producción.
El exilio puede ser exterior o interior. Puede uno trasladarse  hacia otras  comarcas o permanecer en el territorio donde vio la primera luz. El primer caso puede ser voluntario o impuesto. En el segundo, el desapego es el resultado del menoscabo ha que ha sido expuesta  la idiosincrasia. Y por más que el distanciamiento   se haya impuesto por decisión propia, éste no resulta menos doloroso que si hubiera sido estipulado por  una condena de destierro. También en este caso pesan las circunstancias. Ante una situación de  asfixia, la intimidad tiende a defenderse, a buscar ventanas o aberturas por donde entre un aire reparador. Entonces se produce el retiro. ¿Y hacia dónde puede retirarse quien no quiere o no puede acceder a un pasaje salvador, a un boleto de ida hacia otras márgenes donde pueda sentirse contenido? Podría uno dejarse arrebatar por la frustración, el rencor o el enojo. Y en ese caso perdería la capacidad de razonar o la pasión con que debe estar acompañado cada latido, cada movimiento de sístole y diástole, cada inhalación y cada exhalación, que  acompañan la fluencia vital. Pero si aún se está aferrado a la vida, si aún se siente que vale la pena estar de pie, si aún se valora el sentimiento de quienes nos rodean y pueden ser interlocutores válidos, el exilio se transforma en una meta de carácter profundamente espiritual.


El traslado se va produciendo lentamente. Desde las sombras a la luz. Del espacio cerrado, al abierto. De la palabra, al verbo. Del monólogo al diálogo. Del opresivo enclaustramiento de imposiciones oscurantistas y autocráticas al sutil aleteo de las libertades personales. Aquellas a las que ningún cerrojo puede trabar. Una biblioteca puede ser un buen lugar para acoger esta suerte  de exilio, un jardín también, un espacio propio donde estemos rodeados del encanto de nuestros mejores recuerdos, de esos pequeños objetos casi mágicos que hemos guardado durante años y que emanan tibieza,   de ese grupo de voces amigas que atiza a cada instante el valor de la esperanza, del gesto de dar sin pedir a cambio, de  la comunión que simbolizan los lazos de solidaridad.
La falta de oxígeno se percibe como el apretón de una soga al cuello. La inclemencia golpea nuestro cuerpo como un látigo invisible. La agresión nubla nuestra mirada. El acoso, el miedo, la sinrazón quiebran nuestro espinazo. El pasado regresa como un mal sueño, una pesadilla recurrente. Estamos en silencio, inermes. Pero con solo  girar sobre nuestro centro de gravedad podremos  entrever una pequeña muestra de la creación: un pájaro sobre una rama, un libro abierto, un río que fluye entre  afiladas piedras.
Se puede atribuir a la circunstancia que provocó el alejamiento múltiples caras: ¿discrepancias políticas, divergencias ideológicas, malestar físico y moral, pérdidas de derechos, incongruencia de obligaciones, desorden, incomprensión? Algunas de estas facetas son propias de una sociedad dinámica, de un producto humano que cambia y se renueva. Pero, cuando esas disparidades y alternativas, lejos de estar encauzadas hacia un proyecto de crecimiento, de interacción y de progreso del conjunto, son excluyentes y no responden a una lógica y una visión de futuro que a todos y cada uno  nos comprenda, empujan al desánimo. Porque no es una sola causa la que mata nuestro deseo de pertenencia. Lo que nos aniquila realmente es la sensación de pantano.
Figuradamente, desterrar significa apartar de sí. También significa sacar de debajo de la tierra. Cuando el exilio es interior desenterramos nuestro corazón. Su acompasado ritmo, como el de un reloj, marcará el tiempo durante el cual  sea necesario apartar de sí lo sucio y lo excrementicio para que resplandezca la cualidad de la materia orgánica del suelo que sustenta la  fertilidad y la floración de la vida.


martes, 12 de noviembre de 2013

POESÍA ARGENTINA: Voces "interiores". Néstor Groppa y Alejandro Nicotra.

Casa de nacer

Velaba el ángel de los nacimientos
hilando el humo de la casa mía.
Mi madre entraba a su fotografía
con su talle de rosa de los vientos.

Un almanaque de los sentimientos,
envejecido por la hipocondría,
fue la casa de nacer. Todavía,
la luna nieva sus encantamientos:

una pampa tendida en las ventanas
con su herboristería de mañanas
y un chisporrotear de estrellerío.

¡Qué hermoso haber nacido entre vecinos
alados por el canto y por los vinos,
carpinteros del árbol de amormío!

Fuente: Groppa, Néstor, Eucalar celeste, lapacho rosa- y otros nombres del tiempo-, S. S. de Jujuy, Ediciones Buenamontaña, 1983.

El llamado

Sube desde el ubicuo centro
que en las plantas se nombra como raíz u hoja
y como cerebro o corazón en el hombre.
Sube a estallar en la flor, en el abrazo, en la palabra:
su intensidad es su sentido.

No importa en qué ciudades de humo
nos alumbre el llamado: radiantes
incendiamos los árboles, el cielo, los sitios
en los que el hombre y la mujer se aman.

Todos los días son entonces un día o una noche,
todas las bocas, una sola.

Fuente: Nicotra,  Alejandro, Lugar de reunión, Buenos Aires, Ediciones Taladriz, 1981.