jueves, 14 de noviembre de 2013

EXILIO


El término exilio está aureolado de connotaciones tristes, de relampagueos de zozobra. Es una palabra que rezuma pena y desasosiego. Todo exilio supone un alejamiento de la tierra natal y en tal sentido es sinónimo de expatriación y de destierro. La separación de la tierra supone el alejamiento de la sustancia madre, la que recibe las semillas y la que cobija las raíces. Aquella de la cual nace y en la cual  prospera toda producción.
El exilio puede ser exterior o interior. Puede uno trasladarse  hacia otras  comarcas o permanecer en el territorio donde vio la primera luz. El primer caso puede ser voluntario o impuesto. En el segundo, el desapego es el resultado del menoscabo ha que ha sido expuesta  la idiosincrasia. Y por más que el distanciamiento   se haya impuesto por decisión propia, éste no resulta menos doloroso que si hubiera sido estipulado por  una condena de destierro. También en este caso pesan las circunstancias. Ante una situación de  asfixia, la intimidad tiende a defenderse, a buscar ventanas o aberturas por donde entre un aire reparador. Entonces se produce el retiro. ¿Y hacia dónde puede retirarse quien no quiere o no puede acceder a un pasaje salvador, a un boleto de ida hacia otras márgenes donde pueda sentirse contenido? Podría uno dejarse arrebatar por la frustración, el rencor o el enojo. Y en ese caso perdería la capacidad de razonar o la pasión con que debe estar acompañado cada latido, cada movimiento de sístole y diástole, cada inhalación y cada exhalación, que  acompañan la fluencia vital. Pero si aún se está aferrado a la vida, si aún se siente que vale la pena estar de pie, si aún se valora el sentimiento de quienes nos rodean y pueden ser interlocutores válidos, el exilio se transforma en una meta de carácter profundamente espiritual.


El traslado se va produciendo lentamente. Desde las sombras a la luz. Del espacio cerrado, al abierto. De la palabra, al verbo. Del monólogo al diálogo. Del opresivo enclaustramiento de imposiciones oscurantistas y autocráticas al sutil aleteo de las libertades personales. Aquellas a las que ningún cerrojo puede trabar. Una biblioteca puede ser un buen lugar para acoger esta suerte  de exilio, un jardín también, un espacio propio donde estemos rodeados del encanto de nuestros mejores recuerdos, de esos pequeños objetos casi mágicos que hemos guardado durante años y que emanan tibieza,   de ese grupo de voces amigas que atiza a cada instante el valor de la esperanza, del gesto de dar sin pedir a cambio, de  la comunión que simbolizan los lazos de solidaridad.
La falta de oxígeno se percibe como el apretón de una soga al cuello. La inclemencia golpea nuestro cuerpo como un látigo invisible. La agresión nubla nuestra mirada. El acoso, el miedo, la sinrazón quiebran nuestro espinazo. El pasado regresa como un mal sueño, una pesadilla recurrente. Estamos en silencio, inermes. Pero con solo  girar sobre nuestro centro de gravedad podremos  entrever una pequeña muestra de la creación: un pájaro sobre una rama, un libro abierto, un río que fluye entre  afiladas piedras.
Se puede atribuir a la circunstancia que provocó el alejamiento múltiples caras: ¿discrepancias políticas, divergencias ideológicas, malestar físico y moral, pérdidas de derechos, incongruencia de obligaciones, desorden, incomprensión? Algunas de estas facetas son propias de una sociedad dinámica, de un producto humano que cambia y se renueva. Pero, cuando esas disparidades y alternativas, lejos de estar encauzadas hacia un proyecto de crecimiento, de interacción y de progreso del conjunto, son excluyentes y no responden a una lógica y una visión de futuro que a todos y cada uno  nos comprenda, empujan al desánimo. Porque no es una sola causa la que mata nuestro deseo de pertenencia. Lo que nos aniquila realmente es la sensación de pantano.
Figuradamente, desterrar significa apartar de sí. También significa sacar de debajo de la tierra. Cuando el exilio es interior desenterramos nuestro corazón. Su acompasado ritmo, como el de un reloj, marcará el tiempo durante el cual  sea necesario apartar de sí lo sucio y lo excrementicio para que resplandezca la cualidad de la materia orgánica del suelo que sustenta la  fertilidad y la floración de la vida.


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