viernes, 28 de diciembre de 2012

SALUDO DE FIN DE AÑO


Los fines de año propician brindis, salutaciones y renovación de buenos deseos dirigidos al prójimo y también a nuestra propia existencia.
Hace ya casi dos años que vengo publicando el blog y muchas veces me pregunto: ¿por qué lo hago? ¿tiene sentido hacerlo?
Es innegable que  la inquietud y el malestar social existen. Ningún intelectual honesto,  trabajador de la cultura o ciudadano pensante puede dejar de advertirlo. Y el malestar tiene muchas causas, y de peso. Quizás algunas de esas causas vengan de lejos y comprometan a  diferentes sectores de la población. El individualismo, que parece ser una de las marcas de fábrica de los argentinos, se ha agravado con el correr del tiempo. Todos hablamos a la vez y nos cuesta trabajo escuchar al otro. Todos, o al menos una gran mayoría, somos un inmenso y petulante yo-sin tú (o vos – si nos adecuamos a la variante lingüística regional-). Lo más triste es que esto afecta  cualquier posibilidad de diálogo y, muy especialmente,  de diálogo cultural. Ante esta perspectiva ¿cómo no  dudar ante un emprendimiento que tiene como  meta la comunicación? Sin embargo, persisto en mi empeño y recibo visitas. Y me alegra que así sea.
 El centro  vital del blog es la palabra. Y es de ella de la que quiero hablar en este fin de año.
El diccionario de la RAE la define así: Sonido o conjunto de sonidos articulados que expresan una idea. Representación gráfica de esos sonidos. La concisión   característica del diccionario impide ver, o  al menos vislumbrar, tantos otros matices. Los que dependen de en qué contexto se dice, quién la dice, quiénes serán sus receptores, cómo se dice, por qué se dice, o se calla, en qué momento se dice,   en relación a qué otras palabras…
La ficción asociada a ella puede ser altamente conmovedora, en el  empleo que  le dé un novelista, o puede ser  falaz en boca de un canalla. La carga  sentimental que contiene puede elevarnos al éxtasis o a la más intensa emoción en el verso de un poeta, o puede ser una pegajosa tela de araña en boca de quien pretenda embaucarnos. Empeñar la  palabra es comprometerse a algo, y dar la palabra es permitir al interlocutor que nos devuelva  dialécticamente su parecer. La verborragia es un vicio de conducta que pretende acorralar al receptor. Quien monologa solo se escucha a sí mismo, y seguramente, tampoco le interese demasiado la respuesta del prójimo. Está encerrado en  la burbuja de su propio lenguaje, en la órbita fantasmal de su relato.
En su polisemia radica, quizás, su luminosidad. Toda palabra es luz. Atraviesa el hondón del pensamiento, se desliza subrepticiamente por los pasadizos del inconsciente, se arremansa o estalla; designa, asigna y consigna. Pero también es tinieblas: puede encubrir, postergar, tergiversar, amenazar…
Las palabras, aun en su forma gráfica, apuntan a un sonido, y ese sonido es el que otorga ritmo al texto o discurso. El ritmo de cada persona es intransferible y dice mucho acerca de su  movimiento íntimo, de ese sutil vaivén entre  fantasía y realidad que mece y estremece  su interioridad. Su contrapartida, el silencio, también contiene rasgos  de signo. Como en la partitura musical: los silencios hablan. Y a veces más intensamente que las palabras. La gestualidad y los visajes aportan también  datos que resultan significativos  en el momento de la interpretación de un mensaje.
Gracias al lenguaje somos seres sociales. Y también gracias a él podemos acceder al cosmos, a ese permanente enigma energético que nos sobrecoge y  maravilla a cada instante. Con las palabras nombramos los destellos del universo que atisban nuestras percepciones, expresamos nuestros estados de ánimo, y, por su intermedio,  nos tornamos proclives al cambio y al intercambio.
Hay derivaciones desventuradas: palabrería, por ejemplo,  palabreja, es otra; palabrón/ona, palabrota, palabreo. Casi todas apuntan a un uso improcedente del don de emitir palabras, pero tienen un nombre porque no todo en el ámbito de lo humano es perfecto, ni muchísimo menos, y por suerte. Sus variaciones muestran toda la riqueza que puede extraerse de un código, que siempre estará sujeto a transformaciones.
La palabra no es patrimonio de nadie en particular pero es patrimonio  de la humanidad en su conjunto. La innúmera cantidad de lenguajes que pueblan la Tierra  dan cuenta de las diversas  culturas, de formas de pensamiento a veces antagónicas, de la apertura a la   pluralidad de las ideas. Babel es una torre de voces que se entrecruzan y es una inmensa biblioteca (como la imaginó Borges) que encierra los múltiples sentidos del universo.
El analfabetismo y el déficit educativo privan a las personas del dominio de las palabras. La voz de los sectores que sufren estas carencias se apaga y generalmente quedan tapados por ese oscuro  telón de  boca de la invisibilidad. El derecho a expresarse va a parar al mismo  lodazal en que sucumben tantos otros derechos: el derecho al trabajo, a la alimentación, a la vivienda digna, a la salud, al mínimo bienestar. No hay castigo más cruel que la ignorancia y la desesperanza.
Ningún cerrojo o forma de aislamiento  nos puede  despojar del don de la palabra y con ella de la capacidad de pensamiento. Nada hay más personal y propio que la forma en que interpretamos la realidad, y aún la irrealidad. La libertad de expresión debe ser un pilar dentro de una sociedad que se precie de ser igualitaria. Esta  proposición que parece muy simple, no lo es, ya que muchas veces nuestro pensamiento está sujeto a las influencias del medio, a las imposiciones subliminales, a la seducción que provocan discursos que suenan como la flauta de un  encantador… Es preciso tener claros los objetivos para que no nos subyuguen con melodías enajenantes.
No basta con pregonar la libertad sino  que hay que estar dispuesto a ejercerla, con toda la responsabilidad que esto supone. La repetida  frase: “Nuestra libertad termina donde comienza la del prójimo” suena muy bien, pero, por lo visto, es una música difícil de ejecutar. La palabra es libre en tanto y en cuanto lo sea quien la pronuncia.
A menudo se habla de la mediocridad  que ha ganado terreno en la época actual y, es innegable que el mundo de la palabra también está inmerso en ese estado de cosas. El lenguaje se ha empobrecido, a veces reducido a su mínima expresión, cumpliendo solo una función fática, a veces adoptando formas confusas, impropias, engañosas, y hasta lisa y llanamente  chabacanas. Y esto puede advertirse en el    vocabulario empleado por emisores con  escasa formación, pero también en quienes son transmisores de la cultura, en los medios de  comunicación y aún en los funcionarios que nos representan. Lo viejo y desgastado alterna con la terminología más ramplona en pos de una popularización mal entendida.
A poco de haber nacido, la palabra nos dio una forma de reconocimiento. Las primeras palabras que pronunciamos seguramente sirvieron para nombrar a quienes nos dieron vida y también para diferenciarnos de ellos. Para decir: aquí estoy yo. Y si bien con el tiempo y los desafortunados aprendizajes fuimos perdiendo esa soltura con que la voluntad pretende imponerse ante lo que le es ajeno, recordar ese momento de independencia íntima es provechoso en los momentos en que nos sentimos próximos a los abismos del sinsentido.
Por todas estas razones, y muchas más, que por una cuestión de síntesis he dejado afuera de este mensaje, considero que la palabra es un valioso legado que recibimos con la implícita condición de traspasarlo al futuro, a sabiendas de todo lo bueno y lo malo, lo prodigioso y lo peligroso que él encierra.
Y  ahora vuelvo a mis preguntas del principio: ¿por qué el blog? ¿tiene sentido publicarlo? Si algún sentido tiene deberé buscarlo en  el intenso  placer que  me provoca el trabajo con el lenguaje,  en esa tentadora necesidad de retomar el juego que alegró mi infancia,  en  la maravilla que significa el hallazgo de los significados, o en cualquier puerta, ventana o mirilla  a través de la cual  pueda acceder al conocimiento y a la comunicación.
¡Brindemos en este fin de año por la proteica palabra, por el verbo que estalla en pedazos,  y luego se renueva, que repta y alza vuelo, que es nuestro espejo y también los múltiples reflejos de otras voces lejanas que irrumpen en nuestras vidas  con su modulación!


domingo, 23 de diciembre de 2012

POEMAS NAVIDEÑOS


VÍSPERAS

Toque de vísperas de fiestas.
Presentimientos.
Mi corazón es blanco de ternura.
¡Solemnidad!

Hablamos en voz baja.

Un árbol canta como un niño
piadoso
todo blanco de estrellas.

Mi corazón es blanco de ternura.

Fuente: Fijman, Jacobo. Obra poética I: Molino rojo. Hecho de estampas, Buenos Aires, Editorial Leviatan, 1998.

NAVIDAD

Navidad… En la provincia nieva.
En los lares apartados,
un sentimiento conserva
los sentimientos pasados.

Corazón opuesto al mundo.
¡qué verdad es la familia!
Mi pensamiento es profundo,
estoy solo y sueño saudade.

¡Y cómo es blanco de gracia
el paisaje que no sé,
visto desde detrás de la vidriera
el hogar que nunca tendré!

Fuente: Pessoa, Fernando, Poesía completa, Barcelona, Ed. Libros de Río Nuevo, 1983. Traducción: Miguel Angel Viqueiras.

POEMA XIII

arbolito
silencioso arbolito de Navidad
eres tan pequeño
te pareces más a una flor

¿quién te encontró en el bosque verde
y te lamentaste mucho al dejarlo?
mira voy a consolarte
porque tienes un aroma tan dulce

voy a besar tu fresca corteza
y a abrazarte contra mí protegiéndote
tal como haría tu mamá
solamente no tengas miedo

mira las lentejuelas
que duermen todo el año en una caja oscura
soñando con que las saquen y las dejen brillar
los globos las cadenas doradas y rojas las hebras mullidas

alza tus bracitos
y te los daré todos para que los tengas
cada dedo tendrá su anillo
y no habrá ni un solo lugar oscuro o infeliz

luego cuando termines de estar vestido
te quedarás junto a la ventana para que todos te vean
y ¡cómo te observarán!
oh, pero estarás muy orgulloso

y mi hermanita y yo nos tomaremos de la mano
y levantando la vista hacia nuestro hermoso árbol
bailaremos y cantaremos
“Navidad Navidad”


POEMA XLVI

Jehová enterrado, Satanás muerto,
son adorados por Mucho y Presto;
la maldad piensa que no está mal,
tan solo es bueno lo que apetece;
tic dice humíllate; tac, obedece;
lo Eterno es solo Plan Quinquenal:
si Dicha y Pena marchan del brazo
¿hay quien se pueda llamar humano?

pillos sin dueño las Sombras cuecen,
su Enrique es Tom, su Tom es Dick;
si Trastos matan graznan y crecen,
el Culto a Mismo es lo más chic;
con instrumentos de nuevo cuño,
Denuevocuño es bien valorado:
Si un micro torna copto al Judío
¿hay quien se pueda llamar humano?

los falsos claman por la Verdad,
esclavos piden su libertad;
el Burdo es santo, el poeta es lerdo,
a ilustres tunos duele el Progreso;
Almas proscriptas, Ánimo enfermo,
qué hará la Mente si enferma el Ánimo:
si amor es χοιτο y el Odio un juego
¿hay quién se pueda llamar humano?

Cristo Rey, éste es mundo acabado;
y no tenemos ni un salvavidas:
si por las olas solo Él camina
Hay quien Se pueda llamar humano.

Fuente: Cummings, Edward Estin, XLIX POEMAS, Buenos Aires, CEAL, 1988. Traducción de cada poema: Jorge Santiago Perednik y  Alfonso Canales.







miércoles, 5 de diciembre de 2012

Mis cuentos: HISTORIA DE VALENTINA


Cuando me vine a vivir a mi actual domicilio,  con la mudanza dejé atrás  mi vida de soltera. El cambio me enfrentó a la responsabilidad de ser amante, compañera, esposa, equilibrista entre los derechos y las obligaciones, a comprender y exigir comprensión, a compartir espacios y sentimientos. Un hito importante en la vida de cualquier persona.
Como era lógico, corté amarras y al igual que sucede cuando una  emprende un viaje, tuve que elegir qué traer y qué dejar. Muchas cosas quedaron relegadas: libros, revistas literarias, ropas pasadas de moda o desgastadas, adornitos y hasta algún que otro aparato, que, o porque podía venirle bien a mi madre o porque ya no necesitaba dejé en la casa donde había vivido.
Entre tantos objetos quedó algo que,  sin embargo, constituía un bien preciado. La movilización emocional y los trajines   nublan, a veces, un poco la visión  y la memoria. Pero nunca es tarde para reparar el pasajero  descuido y siempre hay alguien que por azar o necesidad nos hace recordar lo que olvidamos. Y fue así de simple: un día, una señora vecina y amiga que ya tiene sus años y con ellos la desventaja o ventaja, nunca se sabe, de no estar muy actualizada, requirió  nuestra ayuda y entonces me acordé de Valentina.
A estas alturas se estarán preguntando qué tiene que ver todo esto con esa suerte de personaje cuyo   nombre nos remite a las nociones de valer y valor, nombre propio y por lo tanto con mayúscula, para más datos femenino, con un sufijo ina  que rima con mi nombre de pila, qué sé yo, las asociaciones podrían ser múltiples. Valentina fue, es y será parte esencial de mi historia, pero, desde luego, no voy a describirla.  Eso sería como matarla, reducirla a la nada de la materia,  y además para quien tenga la infinita paciencia de leer estas páginas, un estorbo infernal. Lo que importa realmente es cómo llegó hasta mí, cuál fue la ayuda que me brindó y por qué la quiero tanto que hasta querría llevármela conmigo a la tumba, si es que a nadie le interesa, o en el caso contrario, dejársela a quien sepa valorarla y amarla como yo.
Desde  chiquita me gustó escribir. La escritura era mi espacio propio, mi mundo aparte, mi solaz. Ya en la primaria echaba a rodar mi imaginación pergeñando cuentos que no me atrevía a mostrar a nadie. A los catorce o quince me dio por el diccionario. Mi lenguaje era precario, al menos yo lo sentía así. Deseaba escribir con el lenguaje de los grandes, ¡vaya pretensión! La juventud nos pone en la cabeza desvaríos que en realidad son parte de ella y está bien que los tengamos porque nos estimulan en el crecimiento, no de tamaño, ya que ése es natural, sino de miras, de ganas de hacer, de curiosidad y reflexión. Buscaba palabras difíciles o raras y apuntaba el significado en un cuadernito. De alguna manera las  archivaba en  el inconsciente para que vinieran a mí en el momento menos esperado. También leía, aunque no tanto como ahora. Claro,  lo hacía despacito y trabajosamente.
En plena adolescencia sentí el deseo de fijar tipográficamente lo que me venía a la cabeza y que  anotaba en papeles sueltos, en libretas o en hojas en blanco de las carpetas de estudio. Como mi familia era muy humilde y no tenía acceso a grandes posibilidades, empecé a pedir ayuda o más bien a insinuar un pedido de ayuda, que fue escuchado por mi tía Cristina, hermana de mi padre, de quien heredé el nombre. El hijo menor de ella se había recibido de abogado y tenía una vieja máquina de escribir que usaba para los escritos que realizaba fuera de la oficina. Permanecía horas en su casa pasando a máquina mis textos, en  una habitación aislada. Mi tía, dando muestras de un  elogiable criterio de respeto por la  privacidad, jamás se acercaba.
Ese trabajo de escribiente solitaria duró varios años. Cuando ya era más grande, me surgió la idea alocada de mandar mis poemas, que era lo que escribía por ese entonces, a concursos literarios organizados por sociedades de fomento u otras instituciones por el estilo y como ya no podía contar con la máquina de mi primo, le pedía prestada una a mi vecina de al lado, una loca linda a la  que, aunque  tenía máquina, no le interesaba escribir. Solía tener fieros ataques de histeria que canalizaba, como corresponde a tales casos, teatralmente,  hasta que, tal vez persuadida de  la imposible atención del reducido auditorio familiar, comenzó a concurrir a un taller de arte escénico. Algo positivo, dentro de todo. Bueno, pero dejando de lado los chismes barriales, que sólo sirven para demostrar que, quien más quien menos, todos  padecemos algún tipo de locura, obsesión o disloque, evidencia innegable de nuestra imperfecta humanidad,  la cosa es que con su maquinita pasé textos en limpio y me seguí exponiendo a la lid de los certámenes, que no ganaba pero me daban cuerda para seguir adelante.
Cuando ya había ingresado en la facultad, la pasión escritural se hizo más fuerte y un día decidí que no podía seguir así, pidiendo prestado a este y al otro un elemento tan indispensable.
Mi mamá se había hecho socia del Hogar Obrero, benemérita institución, que tuvo un mal desenlace, pero que en su momento brindó ayuda a la gente de escasos recursos. Dado mi reducido “peculio” saqué un crédito a pagar en no sé cuántos meses, y me traje a casa a Valentina, una Olivetti  portátil, color naranja, que fue mi compañera de aventuras durante mucho  tiempo.
Cuando viajé a España, en el ochenta, tenía muchas ganas de llevarla  conmigo. Hubiera sido lindo sacarla a pasear, que conociera el Viejo Mundo y de paso me ayudara en los trabajos que me proponía hacer. Pero, no fue posible. No se puede viajar con sobrepeso. Ingrata mezquindad del destino porque Valentina no se merecía que se la midiera con tanta liviandad. Lejos de ser un sobrepeso, hubiera sido una gran compañía para mí. En España me las rebusqué para encontrar gente solidaria y que  con afán de dar un empujoncito a la creatividad ajena suplió la falta.
Gracias a la ayuda de Valentina pude seguir insistiendo con una tarea que me  causaba mucho placer. Gané algunas distinciones en certámenes. Pero la sorpresa y el desconcierto que me provocaban esos pequeños éxitos menguaban siempre todo  posible envanecimiento y en el fondo nunca pude dejar de entrever que el resultado era un poco como el de una tómbola.  También hice trabajos con los que me gané unos pesos, paliando con ello la escasez de mis entradas como docente.
Pero, llegó un día – tarde o temprano hay un día irremediable - en que el modo de ayuda de Valentina me quedó corto. En realidad no sólo resultaba ineficaz  para mí sino que la demanda socio-cultural imponía otras reglas.  Siempre sentí recelo de los  avances tecnológicos,  no porque tuviera resistencia al cambio. Más bien desconfiaba y desconfío, aun hoy, de   ciertas mutaciones adversas que el progreso conlleva. Pero al fin, como en tantas otras cosas tuve que aflojar y convencerme de que necesitaba otro tipo de máquina. Pensé en una electrónica pero la revolución  industrial iba demasiado rápido y cuando terminé de resolverme por la electrónica, ya estaban en el mercado las computadoras con más funciones y mejor rendimiento. Compré una que me costó buena parte de mis ahorros. Dos o tres años antes había asistido a unos cursos de computación, pero a la hora de la ejecución caí en la cuenta de que  esos conocimientos ya estaban perimidos. Así que  me encontraba en punto cero. Seis meses o más estuvo la máquina apagada. Temía que al encenderla me tirara un tarascón o explotara como una bomba, chamuscándome,  con el agravante de que en la quemazón se hicieran cenizas los 1.500 dólares que con esfuerzo había desembolsado. ¡Qué horror! Al fin se apiadó mi sobrina mayor, que ya se había recibido de Diseñadora Gráfica y vino a mi casa varias veces a enseñarme a usarla. Eso sí - me acuerdo que le dije -  con un método más o menos de maestra de jardín de infantes. Lo que son las cosas de la vida. Yo le había aclarado algunas dudas de Lengua y Literatura cuando estaba por entrar en la secundaria y ahora ella me devolvía la atención enseñándome a manejar el aparato siniestro. Esto me demostró que una siempre tiene cosas para aprender y que no sólo los  mayores sabemos dar lecciones.
Con los rudimentos que aprendí me fue suficiente para perderle el miedo. Después fui recabando información por otras partes y logré un cierto dominio (domiñito) del Word y seguí  manoteando el teclado. Dale que dale. Con buenos frutos, con medianos frutos, con pobres frutos, pero frutos al fin.
Pasó el tiempo – ese desgraciado nunca deja de pasar – y la nueva máquina me resultó vieja porque la revolución industrial seguía dando saltos desenfrenados. Compré una nueva computadora. Como no hay desgracia sin suerte me costó un tercio de la anterior. El gobierno de turno había devaluado abruptamente el peso.  ¡Sean eternos los laureles que supimos conseguir! ¡Coronados de gloria vivamos! Canté envido, ya que el tercio no era tal, pero bueno, como en el truco, hay que amañarse para seguir jugando. Al principio también a ésta le tenía miedo aunque ya no tanto como le había tenido a la primera.
Ahora puedo entrar a Internet (¡¡¡gran valor!!!), chatear  (cuando encuentro a alguien con un ratito de tiempo, en este mundo de permanentes apuros), enviar y recibir mails (con esas historias de libros de autoyuda que ayudan a superar desde una desventura amorosa hasta un traspié electoral). Y también escribir.
Actualmente he abandonado la poesía, que siempre cultivé. Quiero decir la escritura de poemas, la lectura no, porque cómo podría abandonar esos versos memorables como los del poema Liberdade de Fernando Pessoa:
     Ai que prazer
     Não cumprir um dever,
     Ter um livro para ler
     E não o fazer!
     Ler é maçada,
     Estudar é nada.
     O sol doira
     sem literatura.
     O rio corre, bem ou mal,
     Sem edição original
     E a brisa, essa
     De tão naturalmente matinal,
     Como tem tempo não tem pressa…
    (...)  (fragmento de broma futurista del enigmático portugués)
O tantos otros poemas maravillosos que he leído. La poesía siempre está, aunque no se la vea, auque parezca una  miserable pordiosera, o, por el contrario, una especie de nube aúrea. La poesía es ese gesto de libertad y rebeldía que nos retorna a la juventud y a los más tibios sueños.
Pero bueno, ahora se me dio por querer ser “cuentera” o “cuentista”, trabajo que también tiene lo suyo. Nada fácil. Eso sí, muy constructivo. Con algo de la síntesis del poema, un poco de la racionalidad del ensayo y con el requisito de una agudeza de observación cercana a la de la novela.
Ya me disparé por las ramas, porque al fin de cuentas esta es la historia de Valentina, la pobre Valentina, ahí calladita en un rincón del armario del escritorio. Estas locas maquinarias modernas dan para mucho, son muy serviciales, pero nunca tendrán el encanto de Valentina, la primera, la que compartió tantos de mis desvelos, la que compré con mis primeros sueldos y con tantas ilusiones. Ella será siempre única. Con ese carácter de único que tiene lo que una quiere de veras, lo que ha querido tan fuertemente como una vocación, un destino, una esperanza. Aunque es sabido que todas esas metas no siempre son alcanzables, ni satisfactorias. Pero, igual están allí, diciéndonos: “Dale, vieja, tirá para adelante, no te dejes vencer, no te amilanes.”
Alguien puede estar en un rincón, en la oscuridad más absoluta, silenciosa, aparentemente olvidada, pero está y tiene una historia. Igualito que Valentina.

Aclaro que ésta no es mi máquina, sino una réplica de la de Horacio  Quiroga,  quien desde el medio de la selva  nos conmovió con sus extraordinarios cuentos.