viernes, 19 de agosto de 2011

FEDERICO GARCIA LORCA: Su trágica muerte el 19 de agosto de 1936


 Romance de la luna, luna

a Conchita García Lorca

La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido,
mueve la luna sus brazos
y enseña lúbrica y pura
sus senos de duro estaño…





Cuando saqué estas fotos, de inmediato pensé en García Lorca. Y sus versos me llevaron de nuevo a la adolescencia, época en que los recitaba en voz alta, profundamente conmovida por esa poesía de imágenes relumbrantes y  con un dramatismo donde se funden y confunden paisaje y sentimientos.
Las fotos han captado un instante en que la naturaleza se ha mostrado poética, sin mediación de palabras, sin artilugios retóricos, sin ningún otro mensaje que el que expresa la dinámica lunar captada por la lente.
¿Por qué  me he acordado de estas fotos que saqué hace ya tiempo y de este fragmento poético  para el cual la luna parece haber estado especialmente dispuesta a posar? Porque hoy se cumplen setenta y cinco años de la  muerte del poeta andaluz.
En la madrugada del 18 al 19 de agosto de 1936 fue fusilado en la zona de Los Pozos, en el barranco de Víznar.
  Un mes antes habían matado a su cuñado, el alcalde socialista Manuel Fernández Montesinos. García Lorca se refugió durante ocho días en una casa de la calle Angulo, perteneciente a la familia Rosales Camacho. Por ser los Rosales de filiación falangista, habrá pensado que allí se encontraría en lugar seguro. Lamentablemente, el refugio no lo puso a salvo. De allí  salió como prisionero del Gobierno Civil, donde pasó tres días, durante los cuales sufrió torturas, a pesar de los reclamos que ante las autoridades efectuaran sus amigos, el poeta Luis Rosales y  el músico Manuel de Falla. Finalmente  fue trasladado a La Colonia,  edificio enclavado junto a la acequia de Aynadamar, que antes había sido residencia veraniega para niños granadinos. Triste coincidencia es que la denominación Aynadamar signifique en español: Fuente de las lágrimas.
Las razones de la muerte resultan bastante confusas. Entre las hipótesis  señaladas por algunos biógrafos se entretejen causas políticas   (su filiación ideológica), personales (su condición de homosexual) y también una maraña de rencillas y delaciones.
Junto con otros prisioneros fue a parar a una fosa común. Sin embargo, hoy crece un olivo en el lugar donde se cree fue asesinado. El barranco de tan triste recordación  está entre  las poblaciones  de Víznar, donde se encuentra la fuente de Aynadamar, que a través de un entramado de acequias provee agua al barrio granadino de Albaycin  y Alfacar (centro de la vega de Granada). Ambas poblaciones,  que responden a topónimos de origen árabe, fueron devueltas al poder de los reyes Católicos  con arreglo a la capitulación del 22 de diciembre de 1491, después del sitio de Granada.



PABLO NERUDA: Oda a Federico García Lorca  (frag.)

Ven a que te corone, joven de la salud
y de la mariposa, joven puro
como un negro relámpago perpetuamente libre,
y conversando entre nosotros,
ahora, cuando no queda nadie entre las rocas,
hablemos sencillamente como eres tú y soy yo:
¿para qué sirven los versos si no es para el rocío?
Para qué sirven los versos si no es para esa noche
en que un puñal amargo nos averigua, para ese día,
para ese crepúsculo, para ese rincón roto
donde el golpeado corazón del hombre se dispone a morir?

Sobre todo de noche
de noche hay muchas estrellas,
todas dentro de un río
como una cinta junto a las ventanas
de las casas llenas de pobres gentes.

Alguien se les ha muerto, tal vez
han perdido sus colocaciones en las oficinas,
en  los hospitales , en los ascensores,
en las minas,
sufren los seres tercamente heridos
y hay propósito y llanto en todas partes:
mientras las estrellas corren dentro de un río interminable
hay mucho llanto en las ventanas,
los umbrales están gastados por el llanto,
las alcobas están mojadas por el llanto
que llega en forma de ola a morder las alfombras.

Federico,
tú ves el mundo, las calles,
el vinagre,
las despedidas en las estaciones
cuando el humo levanta sus ruedas decisivas
hacia donde no hay nada sino algunas
separaciones, piedras, vías férreas.

Hay tantas gentes haciendo preguntas
por todas partes.
hay el ciego sangriento, y el iracundo, y el
desanimado,
y el miserable, el árbol de las uñas,
el bandolero con la envidia a cuestas.

Así es la vida, Federico, aquí tienes
las cosas que te puede ofrecer mi amistad
de melancólico varón varonil.
Ya sabes por ti mismo muchas cosas,
y otras irás sabiendo lentamente.

Fuente: Neruda, Pablo, Residencia en la tierra, Barcelona, Editorial  Seix Barral, 1976.






sábado, 6 de agosto de 2011

CLARICE LISPECTOR: Una gallina

Era una gallina de domingo. Aún viva porque no habían pasado las nueve de la mañana.
Parecía tranquila. Desde el sábado se había replegado en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba. Aun cuando la habían elegido, palpando su intimidad con indiferencia, no habían sabido decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Fue toda una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de corto vuelo, hinchar el pecho, y  en dos o tres atrevidos impulsos alcanzar la  baranda del balcón. Vaciló un instante aún – el tiempo en que la cocinera dio un grito – y de inmediato estaba en el balcón del vecino, de donde, en otro vuelo sin gracia, alcanzó el tejado. Ahí se quedó como un adorno dislocado, temblequeando ya en un pie, ya en otro. La familia fue llamada con urgencia y, consternada, vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de casa, acordándose de la doble necesidad de  practicar esporádicamente un deporte y de almorzar,  vistió, radiante, un  short de baño y resolvió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, elegía con urgencia otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado fue recorrido más de un cuarto de calle. Poco  habituada a una lucha  tan salvaje por la vida, la gallina tenía que decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de sus congéneres. El chico,  no obstante, era un cazador adormecido. Y por más ínfima que fuera la presa, el grito de conquista había sonado.
Solita en el mundo, sin padre  ni madre, ella corría, respiraba con dificultad, muda, concentrada. A veces, en medio de la fuga, se sostenía ansiosa en el alero del balcón y, mientras el chico trepaba a los  otros con dificultad, tenía tiempo de reponerse por un momento. Y entonces parecía tan libre.
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué habría en sus vísceras que hacía de ella un ser? La gallina es un ser. Es verdad que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, como el gallo  está convencido de su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas que si una moría, surgiría en el mismo instante otra tan igual como si fuese la misma.
Finalmente, una de las veces en que se detuvo para disfrutar de su fuga, el chico la alcanzó. Entre chillidos y plumas, ella fue aprisionada. Luego triunfalmente  arrastrada de un ala a través de las tejas y dejada, sobre el piso de la cocina, con cierta violencia. Aún atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos.
Fue entonces que ocurrió. Por pura turbación, la gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta. Tal vez fuera prematuro. Pero muy pronto, como había nacido destinada a la maternidad, parecía una vieja madre acostumbrada. Se sentó sobre el huevo y así se quedó, respirando, cerrando y abriendo los ojos. Su corazón, tan pequeño en un plato, elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca pasaría de un huevo. Sólo la niña estaba cerca y contempló todo asustada.  En cuanto  logró desprenderse del hecho, se apartó del suelo y salió a los gritos:
-         ¡ Mami, mami, no mates más a  la gallina, ella puso un huevo! ¡Ella quiere nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y rodearon mudos a la joven parturienta. Dando calor a su hijo, ella no era ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, era una gallina. El padre, la madre y la hija la miraron durante un tiempo, sin pensar en nada. Nunca, ninguno había acariciado una cabeza de gallina. El padre finalmente decidió con cierta brusquedad:
-         ¡Si   mandás matar a esta gallina nunca más comeré gallina en mi vida!
-         ¡Yo tampoco! – juró la niña con ardor.
La madre, cansada,  se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le había sido entregada, la gallina se quedó viviendo con la familia. La niña, al regreso del colegio, tiraba la cartera lejos sin interrumpir la corrida hacia la cocina. El padre, de vez en cuando aún  se acordaba: “¡Y pensar que la obligué a correr en ese estado!”. La gallina se  convirtió en la reina de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó entre la cocina y  la terraza del fondo, mostrando sus dos capacidades: la de la apatía y la del sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se  henchía de un pequeño coraje, vestigio de la gran fuga – y circulaba  sobre las baldosas,  el cuerpo  erguido detrás de la cabeza, vagaroso como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose rápida y vibrante, como por obra de un viejo impulso de su especie, mecanizado.
Una y otra vez, pero cada vez menos, recordaba de nuevo a la gallina que se había recortado en el aire a la  orilla del tejado, dispuesta a anunciar. En esos momentos henchía los pulmones con el aire impuro de la cocina, y si fuera dado a las hembras cantar, ella no cantaría, pero se quedaría más contenta. Aunque en esos momentos la expresión de su vacía cabeza se alterara. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz o picoteando maíz – era una cabeza de gallina, la misma que había sido diseñada en el comienzo de los siglos.
Hasta que un día la mataron, la comieron y pasaron los años.

Fuente: Lispector, Clarice,  Laços de família, Rio de Janeiro, Editora Rocco Ltda,  1998.
Traducción: María Cristina Arostegui