sábado, 6 de agosto de 2011

CLARICE LISPECTOR: Una gallina

Era una gallina de domingo. Aún viva porque no habían pasado las nueve de la mañana.
Parecía tranquila. Desde el sábado se había replegado en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba. Aun cuando la habían elegido, palpando su intimidad con indiferencia, no habían sabido decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Fue toda una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de corto vuelo, hinchar el pecho, y  en dos o tres atrevidos impulsos alcanzar la  baranda del balcón. Vaciló un instante aún – el tiempo en que la cocinera dio un grito – y de inmediato estaba en el balcón del vecino, de donde, en otro vuelo sin gracia, alcanzó el tejado. Ahí se quedó como un adorno dislocado, temblequeando ya en un pie, ya en otro. La familia fue llamada con urgencia y, consternada, vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de casa, acordándose de la doble necesidad de  practicar esporádicamente un deporte y de almorzar,  vistió, radiante, un  short de baño y resolvió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, elegía con urgencia otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado fue recorrido más de un cuarto de calle. Poco  habituada a una lucha  tan salvaje por la vida, la gallina tenía que decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de sus congéneres. El chico,  no obstante, era un cazador adormecido. Y por más ínfima que fuera la presa, el grito de conquista había sonado.
Solita en el mundo, sin padre  ni madre, ella corría, respiraba con dificultad, muda, concentrada. A veces, en medio de la fuga, se sostenía ansiosa en el alero del balcón y, mientras el chico trepaba a los  otros con dificultad, tenía tiempo de reponerse por un momento. Y entonces parecía tan libre.
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué habría en sus vísceras que hacía de ella un ser? La gallina es un ser. Es verdad que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, como el gallo  está convencido de su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas que si una moría, surgiría en el mismo instante otra tan igual como si fuese la misma.
Finalmente, una de las veces en que se detuvo para disfrutar de su fuga, el chico la alcanzó. Entre chillidos y plumas, ella fue aprisionada. Luego triunfalmente  arrastrada de un ala a través de las tejas y dejada, sobre el piso de la cocina, con cierta violencia. Aún atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos.
Fue entonces que ocurrió. Por pura turbación, la gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta. Tal vez fuera prematuro. Pero muy pronto, como había nacido destinada a la maternidad, parecía una vieja madre acostumbrada. Se sentó sobre el huevo y así se quedó, respirando, cerrando y abriendo los ojos. Su corazón, tan pequeño en un plato, elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca pasaría de un huevo. Sólo la niña estaba cerca y contempló todo asustada.  En cuanto  logró desprenderse del hecho, se apartó del suelo y salió a los gritos:
-         ¡ Mami, mami, no mates más a  la gallina, ella puso un huevo! ¡Ella quiere nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y rodearon mudos a la joven parturienta. Dando calor a su hijo, ella no era ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, era una gallina. El padre, la madre y la hija la miraron durante un tiempo, sin pensar en nada. Nunca, ninguno había acariciado una cabeza de gallina. El padre finalmente decidió con cierta brusquedad:
-         ¡Si   mandás matar a esta gallina nunca más comeré gallina en mi vida!
-         ¡Yo tampoco! – juró la niña con ardor.
La madre, cansada,  se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le había sido entregada, la gallina se quedó viviendo con la familia. La niña, al regreso del colegio, tiraba la cartera lejos sin interrumpir la corrida hacia la cocina. El padre, de vez en cuando aún  se acordaba: “¡Y pensar que la obligué a correr en ese estado!”. La gallina se  convirtió en la reina de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó entre la cocina y  la terraza del fondo, mostrando sus dos capacidades: la de la apatía y la del sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se  henchía de un pequeño coraje, vestigio de la gran fuga – y circulaba  sobre las baldosas,  el cuerpo  erguido detrás de la cabeza, vagaroso como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose rápida y vibrante, como por obra de un viejo impulso de su especie, mecanizado.
Una y otra vez, pero cada vez menos, recordaba de nuevo a la gallina que se había recortado en el aire a la  orilla del tejado, dispuesta a anunciar. En esos momentos henchía los pulmones con el aire impuro de la cocina, y si fuera dado a las hembras cantar, ella no cantaría, pero se quedaría más contenta. Aunque en esos momentos la expresión de su vacía cabeza se alterara. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz o picoteando maíz – era una cabeza de gallina, la misma que había sido diseñada en el comienzo de los siglos.
Hasta que un día la mataron, la comieron y pasaron los años.

Fuente: Lispector, Clarice,  Laços de família, Rio de Janeiro, Editora Rocco Ltda,  1998.
Traducción: María Cristina Arostegui

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