martes, 17 de abril de 2012

ERNEST HEMINGWAY: Muerte en la tarde


Como tantos otros lectores me he sentido atraída por las novelas y cuentos de Ernest Hemingway. También por   su experiencia de vida, tan singular por cierto, que él  cuenta y describe con  indudable encanto en París era una fiesta.
Casi azarosamente di con este libro del cual transcribo fragmentos. Lo compré creyendo encontrar en él una novela y me sorprendí al descubrir un conocimiento tan pormenorizado sobre las corridas de toros y el mundo que rodea esa competencia cruenta que él designa como “arte”. Para quien le interese el tema es un libro muy ilustrativo y para quienes, como yo, solo conocemos el tema superficialmente pero admiramos el  modo apasionado  que subyace en la escritura de Hemingway, es una pieza  de notable interés. Resulta entretenido y trasunta todas las emociones que España despertaba en su espíritu. Un espíritu ávido. Propenso al vértigo  de una vida intensa.
Vi una corrida de toros en la plaza de Sevilla, hace ya muchos años. La crueldad y violencia del espectáculo no me tentaba, pero no quería irme de España sin conocerlo. Debo decir que aun en contra de mi repugnancia hacia ese tipo de rituales, no me arrepiento de haber asistido. Sobre todo por el interesante  muestrario social  que forma parte del   escenario de la plaza de toros. De esa visión nació el poema que publiqué en la entrada anterior (Ruedo). Muchos años después, el texto de Hemingway me llevó de regreso a ese viejo poema. Coincidencias de la memoria y las emociones.

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La corrida es el único arte en que el artista está en peligro de muerte constantemente, y en el que la belleza del espectáculo depende del honor del torero.
En cada combate con el toro hay tres actos, y estos tres actos se llaman los tres tercios de la lidia. El primer acto, en el que el toro carga contra los picadores, es la suerte de varas o prueba de picas. (…)
El primer acto es el acto de las capas, de las picas y de los caballos. En él tiene el toro su mejor oportunidad para mostrar su bravura o su cobardía.
El acto segundo es el de las banderillas. Las banderillas son unos palos de setenta centímetros, para ser exactos, con una punta de acero en forma de arpón en un extremo, de cuatro centímetros de longitud. Hay que colocarlas de dos en dos, en el músculo que sobresale en lo alto de la nuca del toro, mientras embiste al hombre que lleva las banderillas en la mano. Las banderillas están destinadas a completar la obra de hacer más lento al toro y a regular el porte de su cabeza, operación que los picadores han comenzado ya, de manera que su ataque sea más lento, pero más seguro y mejor dirigido. Se ponen, en general, cuatro pares de banderillas. Si son los banderilleros o peones quienes las colocan tienen que hacerlo, ante todo, rápidamente y en la posición correcta. Pero si es el propio espada quien las pone se puede permitir una preparación que, ordinariamente, es acompañada por la música. (…)
La tercera y última parte es la muerte. Este tercer acto se compone de tres partes. En primer lugar, el brindis; el matador saluda al presidente y le brinda a éste o a otra persona la muerte del toro; enseguida viene el trabajo del espada con la muleta. Esta es una pieza de franela escarlata, enrollada en un bastón que tiene una punta aguda en un extremo y una empuñadura en el otro; la punta pasa a través de la tela, que se halla atada en el otro extremo con un tornillo de mariposa, de manera que queda extendida en pliegues a lo largo del palo. El matador se sirve de ella para dominar al toro, prepararlo para matarlo y, finalmente, sosteniéndola con la mano izquierda, hacer que agache la cabeza y que la mantenga baja, mientras lo mata de una estocada alta, colocada entre los omóplatos. (…)
El primer acto es el proceso, el segundo acto es la sentencia y el tercero es la ejecución.
En cuanto el toro sale al ruedo, ¿se han dado ustedes cuenta de que uno de los banderilleros corre hacia él arrastrando la capa y de que el toro la sigue, embistiéndola con uno de los cuernos? Se hace correr siempre al toro de este modo, al principio, para ver cuál es su cuerno favorito. El matador, de pie, tras su burladero, espía al toro en su carrera detrás de la capa que arrastra el banderillero y observa si sigue los zigzags de la capa hacia la izquierda o hacia la derecha, lo que quiere decir que ve con los dos ojos, o si no la sigue y con qué cuerno prefiere derrotar. Observa también si embiste por derecho o si tiene la tendencia a desviarse bruscamente hacia el hombre cuando embiste. Después de que se ha hecho correr al toro, sale un hombre sujetando la capa con las manos, lo provoca de frente, se queda inmóvil mientras el toro embiste, y mueve lentamente la capa delante de los cuernos del toro, haciéndolos pasar cerca de su cuerpo con un movimiento lento de la capa, de tal forma que parece dominarlo con los pliegues del capote y forzarlo a pasar al lado de su cuerpo cada vez que se vuelve para embestir. El hombre ejecuta esta operación cinco veces y termina con un movimiento giratorio de la capa que le hace volver la espalda al toro. Entonces corta bruscamente la embestida y lo inmoviliza en el sitio apetecido. Ese hombre es el espada y los pases lentos que ha dado se llaman verónicas, y el medio pase del final, media verónica. Estos pases están destinados a mostrar la habilidad y el arte del matador para servirse de la capa, el dominio que tiene sobre el toro y también para inmovilizarlo en un sitio antes de que entren los caballos. Se llaman verónicas por santa Verónica, que enjugó el rostro de Nuestro Señor con un lienzo y que aparece siempre representada sosteniendo el lienzo con las dos manos, con gesto parecido al que hace el torero al sostener la capa al comienzo de las verónicas. La media verónica, que detiene al toro al final del pase, es un recorte. Recorte es todo pase dado con la capa que fuerza al toro a doblarse sin haber dado toda la extensión a su cuerpo, lo para bruscamente y le impide embestir, cortando su carrera y haciéndolo girar sobre sí mismo.
Los banderilleros no deben manejar nunca la capa con dos manos en la primera salida del toro. Manejándola con una sola mano, la dejan arrastrarse, y cuando, al final de cada carrera, se vuelven, el toro se vuelve fácilmente también y no de manera brusca o en seco. El toro lo hace así porque la curva descrita por la larga capa  le proporciona una indicación sobre cómo tiene que girar y le da algo que seguir. Si el banderillero mantiene la capa con las dos manos, puede, con un gesto brusco, alejarla del toro y arrancarla de su vista, detenerlo en seco y hacerlo doblarse con tal brusquedad que se tuerza la columna vertebral; el toro dejaría de correr, no porque hubiera quedado sin fuerzas, sino porque se habría quedado cojo, y así inepto para el resto de la corrida. Por eso solo el matador debe manejar la capa con las dos manos durante la primera parte de la lidia, y los banderilleros, que también se llaman peones, no deben usar nunca la capa con las dos manos si no es para hacer un quite en una posición que el toro ha tomado y que no quiere abandonar.
El picador, con camisa blanca, corbata negra de tirilla, chaqueta bordada, ancho cinturón, sombrero redondo con un pompón al lado, pantalones de cuero grueso y, debajo la lámina de acero que protege la pierna derecha, llega hasta la plaza, cabalgando por las calles…
Los banderilleros saben todo lo que ocurre en el espíritu del picador. (…) Para el banderillero no hay un riesgo mayor de ser cogido si el toro es grande. Pero el picador está inerme ante su destino. Cuando los toros que han rebasado cierta edad y cierto peso cargan contra el caballo, lo lanzan al aire y puede ocurrir que el caballo vuelva a caer al suelo con el picador debajo de él; puede suceder también que el picador sea lanzado contra la barrera y quede aprisionado debajo de su caballo; o, si se inclina valientemente hacia delante, cargando el peso de su cuerpo contra la vara, y trata de castigar al toro durante la brega, puede caer entre el toro y el caballo y, cuando el caballo se aleja, quedar tendido allí frente al toro, bajo la amenaza de sus cuernos…
El matador, como tiene que enfrentarse cada día con la muerte se hace muy reservado y la medida de su reserva, por supuesto, es la medida de su imaginación durante todo el día de la  corrida y durante toda la temporada; hay un no sé qué de lejanía en su espíritu que casi se puede ver. Lo que hay dentro es la muerte y no se puede uno enfrentar con ella todos los días, sabiendo que hay siempre una posibilidad de que se os acerque, sin que ello deje una señal muy visible.

Fuente: Hemingway, Ernest, Muerte en la tarde, Buenos Aires, Ed. Sudamericana- Debolsillo, 2006.

Francisco de Goya





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